Cómo el detestado primer ministro británico todavía podría arañar una improbable victoria electoral.

 

Sólo el 28% de los votantes británicos piensa que Gordon Brown tiene el carácter necesario para ser un primer ministro eficaz, según un reciente sondeo de opinión publicado. El 68% de los encuestados afirma que no lo tiene. ¿Qué es lo más increíble de todo esto? Es la mejor encuesta que Brown y su Partido Laborista, actualmente en el poder, han visto en 18 meses.

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De hecho, el sondeo los sitúa a solo dos puntos por detrás de los conservadores de David Cameron y teóricamente tienen al alcance un histórico cuarto mandato. Sólo hace tres meses unas perspectivas semejantes parecían ridículamente inverosímiles. Brown -falto de carisma, arisco, infortunado e impopular- había pasado el último otoño combatiendo un intento de golpe lanzado por miembros de su propio Gobierno, mientras los tories se relajaban en el confort de una ventaja de dos cifras en las encuestas.

Los rumores de la defunción de Brown parecen haber sido prematuros. Un columnista comparó esta semana su capacidad de supervivencia a la de Rasputín, y los conservadores perciben ahora que eliminar al primer ministro puede exigir más astucia, determinación y suerte de la que pensaron que se requeriría. Unas elecciones que se consideraban ya en el bote no son ahora para nada algo seguro -a pesar de que incluso algunos de sus propios colegas de Gobierno admiten que a duras penas pueden soportar “la idea de otros cinco años de Gordon”.

La encuesta, que sitúa a los conservadores en el 37% y a los laboristas en el 35%, resultaba significativa por dos razones. En primer lugar, mostraba que los tories están sufriendo dificultades para alcanzar la importante barrera del 40%. En segundo, colocaba a los laboristas justo en el nivel del 35% que los estrategas del partido admiten que es el absoluto mínimo exigido para que el Gobierno niegue la victoria conservadora. Elevó la moral de los laboristas, seguramente de igual modo que hizo fruncir el ceño a los tories.

La razón es que los conservadores necesitan una victoria de seis o siete puntos para ganar una ajustada mayoría total de escaños en la Cámara de los Comunes. (En Gran Bretaña el partido con una mayoría de escaños parlamentarios dirige el Ejecutivo. Si ninguna formación la obtiene directamente, se convierte en un Parlamento sin mayoría absoluta. El partido con la mayoría simple forma un Gobierno, a menos que el grupo minoritario pueda formar una coalición mayor). Este peso del voto popular recae sobre los conservadores debido a los anticuados distritos electorales de Gran Bretaña, que no tienen en cuenta los recientes cambios en la población, por lo que se planea que sean rediseñados durante la próxima legislatura. Los psefólogos coinciden en que una victoria de los tories por cinco puntos todavía dejaría a los laboristas convertidos en el mayor partido -aunque se quedaran incluso 20 o más escaños por debajo de la mayoría- en el más sorprendente resultado electoral en décadas.

Por tanto, gracias a una circunstancia que trae ecos de George W. Bush en 2000, Brown podría perder el voto popular y seguir siendo primer ministro. Pero, en cualquier caso, ¿a qué se puede atribuir su extraordinaria resistencia ante tantos reveses y oprobio? Desde luego no a la economía. Brown -que una vez se jactó de haber puesto fin al ciclo de “prosperidad y depresión” como ministro de Hacienda- ha gobernado durante el mayor y más espectacular crack en 60 años. Las previsiones contemplan que el déficit presupuestario británico alcance los 275.000 millones de dólares este año (unos 200.000 millones de euros), o el 13% del PIB. Es inevitable un periodo de dolorosa compresión del gasto público, independientemente de qué partido gane los comicios.

Tampoco es atribuible a que al electorado le guste el primer ministro. Las revelaciones de un nuevo relato de lo sucedido entre bambalinas en el segundo y tercer mandato laborista han dibujado el retrato de un primer ministro arremetiendo furioso contra enemigos reales e imaginados, un primer ministro que amedrenta a su personal más joven, un primer ministro que posee las habilidades sociales de un barriobajero director de tabloide. Incluso Alistair Darling, el ministro de Hacienda de Brown, se ha quejado de éste. Supuestamente ha dicho que Brown desató “las fuerzas del infierno” sobre él cuando cometió la temeridad de sugerir que la recesión sería más larga y profunda de lo que se pensaba. La impresión que de manera abrumadora emana de Downing Street es la de un gobierno desgarrado por el conflicto y la discordia.

Y sin embargo, cuanto más castigo absorbe Brown, más obstinado se vuelve; cuanto más impopular en general resulta, más simpatías despierta entre los seguidores laboristas. El característico apoyo británico hacia la parte más débil al menos contribuye a explicar la resistencia de Brown, del mismo modo que un sentimiento similar ayudó a John Major a lograr su victoria en 1992 partiendo de una situación de desventaja. Puede existir además la sensación de que los tiempos duros exigen a un líder duro. Desde luego las acusaciones de que atemoriza a sus subordinados no han hecho mucho para debilitar a Brown.

Gran parte de las clases medias británicas, que cuentan con una buena memoria, todavía desprecian a los tories

Si las elecciones son en efecto un referéndum en el que se pregunta a los votantes si están a) contentos con el Gobierno actual y b) si no, dispuestos a respaldar a la oposición, entonces, en este momento, el público británico parece inclinarse a responder a ambas preguntas negativamente. Esto explica las cifras de las encuestas y ha despertado el fantasma de un Parlamento sin mayoría absoluta. Es poco probable que un resultado de esa naturaleza calme a los ya nerviosos mercados de bonos, o que ofrezca al país el liderazgo -cualquier liderazgo, en realidad- que necesita.

Anticipando esta posibilidad, Brown ha prometido un referéndum para abandonar el sistema electoral británico en el que el candidato con el mayor número de votos gana el escaño y reemplazarlo con la votación preferencial -un flagrante intento de persuadir a los liberal-demócratas de que respalden a un Gobierno laborista en minoría. Sigue siendo dudoso si el público aceptaría un resultado semejante. No obstante es una carta que Brown podría jugar si los comicios terminaran en tablas.

A pesar de un desplazamiento hacia el laborismo en los mercados de apuestas, sigue habiendo mayores posibilidades de que no se llegue a eso. La campaña de Cameron no ha disfrutado de un comienzo fácil, pero los tories confían en que a la hora de la verdad los votantes simplemente no serán capaces de digerir la idea de otros cinco años de Brown como primer ministro. “Vota por el cambio” es el eslogan de los conservadores -una promesa simple, si bien vacía, que no se arriesga a contraer ningún compromiso. Y he aquí el problema: Cameron vence a Brown en la competición cara a cara, a pesar de que aún tiene que rematar, principalmente porque gran parte de las clases medias británicas, que cuentan con una buena memoria, todavía desprecian a los tories. El proyecto de descontaminación de Cameron ha disfrutado de muchos éxitos, pero no se ha completado todavía.

Las elecciones deben celebrarse antes de junio, y la fecha más probable para la única consulta que cuenta es el 6 de mayo. Habrá, por primera vez, tres debates televisados de los líderes. Nadie puede predecir con seguridad qué influencia (si es que tienen alguna) ejercerán sobre la campaña. Lo que sí parece probable es que Brown se beneficiará de las bajas expectativas. Eso a su vez aumenta la presión para que Cameron pruebe que no es simplemente una mejor opción que Brown, sino que está a la altura de las circunstancias como una figura sustancial y con carácter de primer ministro por derecho propio.

Durante el gran crack financiero de 2008, Brown afirmó con desprecio que no era “momento para un novato”. Éste seguirá siendo un tema clave para los laboristas. Brown les pide a los votantes que “echen una nueva mirada” a los laboristas y “echen una mirada prolongada y atenta” a los conservadores. Si esto es admitir que los votantes han mirado ya antes a los laboristas y no les gustó lo que vieron, pues que así sea. Ése no es el punto en el que a los laboristas les gustaría empezar una campaña -no con los pésimos índices de aprobación de Brown- pero qué se le va a hacer; los momentos desesperados exigen medidas desesperadas.

Brown se pasó una década conspirando para desbancar a su (ex) amigo y rival Tony Blair. Tras lograrlo finalmente en 2007, no está dispuesto a renunciar sin luchar. Como Rasputín, hará falta más de un golpe para acabar con él.