El presidente chino Xi Jinping llega al Gran Palacio del Kremlin para las conversaciones con el presidente ruso Putin, 21 de marzo 2023, en Moscú, Rusia. (Contributor/Getty Images)

¿Cuál ha sido la relación entre ambos países a lo largo de la historia?

China & Russia, four centuries of conflict and concord

Philip Snow

Yale University Press, 2023

En una conferencia pronunciada en Washington el 27 de julio de 2022, sir Stephen Lovegrove, consejero de seguridad nacional del Reino Unido, propuso esta sensata recomendación sobre la estrategia que debería mantener Occidente respecto a Rusia y China. “Seguir hablando con China y con Rusia, en este momento tan peligroso en el que la guerra nuclear ha empezado a manifestarse demasiado posible y en el que parece haber menos comprensión mutua entre los adversarios que poseen armas nucleares que durante los peores tiempos de la Guerra Fría. Al margen de que Occidente sea prudente o insensato, hay por lo menos una predicción que se puede hacer con bastante seguridad. Es evidente que las relaciones entre Rusia y China, los dos líderes de la oposición, seguirán teniendo una importancia decisiva para el mundo entero durante todo lo que queda de siglo”.

Esta es una conclusión acertada sobre la que, en opinión de algunos, es una de las relaciones más importantes, pero incomprendidas de la geopolítica. Philip Snow ha escrito el relato exhaustivamente documentado de este histórico baile entre dos naciones que comparten una frontera muy larga y una historia que comenzó hace medio milenio. Hoy esa relación es muy evidente en el lenguaje y en la práctica, para desconcierto de muchos observadores occidentales que no la vieron venir, pero, bajo la superficie, acechan hondos recuerdos de conflictos, sospechas y, en ocasiones, miedo visceral, en particular durante el siglo XX.

Desde que empezó la guerra de Ucrania, los líderes occidentales han pedido en numerosas ocasiones a los dirigentes chinos que utilizasen su influencia sobre el gobierno de Putin para conseguir un alto el fuego, pero “estas maniobras … parecen suscitar ciertas preguntas. Desde el punto de vista del Kremlin, ¿por qué va a renunciar Rusia al apoyo de un país que en general le ha mostrado una actitud amistosa durante los últimos treinta años a cambio del de una potencia que ha empujado a la OTAN hasta sus fronteras occidentales, ha constreñido su economía y se ha opuesto a ella en todo el mundo? … Desde el punto de vista del Partido Comunista Chino, ¿por qué va a lanzarse en brazos de Occidente después de que Estados Unidos le haya sometido a una agotadora guerra comercial que no muestra señales de amainar, cuando el poder estadounidense sigue impidiendo su preciado objetivo de reabsorber Taiwán, cuando los jefes del FBI y del MI5 han denunciado ‘la inmensa amenaza’ que representa China para la seguridad nacional de sus respectivos países? ¿Por qué, en definitiva, va a acoger con agrado ni China ni Rusia unos planes cuyo propósito explícito es ‘frenar las ambiciones de ambos países’ y que, además, parten de una repugnancia (justificada) ante las políticas de represión interna y agresividad externa que ambos países creen conveniente llevar a cabo?”.

Estas son preguntas de puro pragmatismo geopolítico que empujan al autor a pensar que “si estas tácticas no sirven para deshacer el vínculo entre estas dos potencias tal y como se desea, las perspectivas de una posible relación de Occidente con la pareja chino-rusa serán verdaderamente desalentadoras”. Al ver las informaciones sobre la guerra de Ucrania, es inevitable llegar a la conclusión de que muchos medios de comunicación occidentales parecen vivir en una bendita ignorancia de la historia y no tienen interés en llenar sus enormes lagunas de conocimiento. El libro, largo pero fluido, abarca lo que algunos han llamado el largo baile entre China y Rusia. Destacan cuatro episodios, dos de ellos de interés estrictamente histórico y dos más recientes. El emperador Kangxi, perteneciente a la dinastía Qing (manchú) que conquistó China en 1644, fue posiblemente el mejor gobernante del país. Ante la actitud cada vez más enfrentada y el deseo de relaciones comerciales de un imperio ruso en expansión, tendió la mano al zar de Moscú, en un proceso que desembocó en el tratado de Nerchinsk, en 1689. Los rusos aceptaron retirarse del valle del Amur a cambio de que sus comerciantes tuvieran acceso al mercado de Pekín. Fue la primera ocasión en la que un gobierno chino firmó un acuerdo con un gobierno extranjero en pie de igualdad, lo que se explica por el hecho de que los Qing eran chinos, pero no de etnia han.

El periodo “de equilibrio” duró dos siglos, hasta que la superioridad militar rusa permitió al zar arrebatar a los Qing toda la “Manchuria Exterior”, una región del tamaño de Francia y Alemania. Los nuevos tratados firmados en 1858-1860 coincidieron con las incursiones de británicos y franceses en China. En lugar del antiguo equilibrio se instauró una superioridad militar, política y económica abrumadora de Rusia sobre el país asiático que iba a caracterizar las relaciones entre los dos; los extraordinarios acontecimientos de aquella época forman, en el relato de Philip Snow, una especie de trepidante novela de suspense.

Otros dos episodios más recientes recuerdan al lector occidental la despiadada estrategia geopolítica seguida por Joseph Stalin durante dos décadas, a partir de mediados de 1920. Rusia se mostró siempre a favor del régimen nacionalista de Chiang Kai-shek, que tenía su sede en Nanjing, por considerarla la única fuerza política china lo bastante fuerte como para ayudar a los soviéticos contra la amenaza que representaba Japón. Cuando Chiang Kai-shek fue secuestrado por sus propios oficiales en el famoso incidente de Xi’an de 1936, el líder soviético intervino para evitar que entregaran a su homólogo al Partido Comunista Chino, que iba a juzgarlo y ejecutarlo. Cuando Japón lanzó la invasión de China en 1937-1938 y ninguna otra potencia extranjera estuvo dispuesta a ayudar a los chinos, Stalin acudió al rescate con una enorme inyección de créditos, armas y asesores militares muy cualificados. Snow opina que esa ayuda seguramente impidió que la resistencia china se viniera abajo durante los dos primeros años de la Segunda Guerra Chino-japonesa, lo que habría hecho posible que los japoneses atacaran Rusia y quizá habría cambiado el curso de la historia. Pero, como explica Snow, la ayuda soviética no aumentó las simpatías hacia la Unión Soviética en el bando nacionalista y Chiang aprovechó la oportunidad para restablecer el control chino de Xinjiang, que estaba en la esfera de influencia de la URSS desde hacía casi una década. Este episodio y otros muchos son un útil recordatorio de que, en el gran juego desarrollado en Asia central por los imperios ruso y británico desde principios del siglo XIX hasta mediados del XX, hubo otro jugador, China. Hoy, en esa partida a tres bandas siguen interviniendo Rusia, China y Occidente. Lo vimos en Afganistán y en los países que se separaron de la antigua Unión Soviética después de 1991.

Las políticas más conocidas de Mao Zedong cuando era líder supremo de China fueron las campañas del Gran Salto Adelante, que comenzó en enero de 1958, y la Gran Revolución Cultural Proletaria, emprendida el 16 de mayo de 1966 y que provocó una inmensa convulsión en el país. Se calcula que, en conjunto, estas dos campañas produjeron decenas de millones de víctimas mortales, “enormes daños en la agricultura y la industria” y “una hambruna indescriptible”. Estuvieron a punto de llevar a China al borde del abismo. Fueron acompañadas de feroces batallas ideológicas con la Unión Soviética, sobre todo después de que Nikita Jrushchov, entonces máximo dirigente soviético, denunciara las políticas de Stalin durante un discurso pronunciado a puerta cerrada ante el 20º Congreso del Partido Comunista, el 24 de febrero de 1956. Las autoridades chinas vieron la oportunidad de rechazar el que consideraban yugo ideológico de la URSS. Sin embargo, las batallas ideológicas, que en el frente chino se libraron muchas veces con una crudeza y unos insultos asombrosos, no pudieron ocultar todo lo que la disputa tenía de realpolitik.

En los primeros años de 1960 se evitó una gran confrontación militar y, hacia el final de la década de 1980, China se convirtió en la principal potencia comunista y la economía más fuerte, con una cómoda diferencia debido al caos que caracterizó la política de Mijaíl Gorbachov, el último presidente soviético antes de la desintegración de la URSS en 1991. El dirigente chino Deng Xiaoping mostraba en privado su indignación por “la estupidez” y “la imbecilidad” de Gorbachov. Y no podía pasar por alto “el hecho de que las revueltas en su capital se habían inspirado en gran parte en la glasnost de Gorbachov, que detestaban y consideraban una amenaza” contra el poder del Partido Comunista Chino. El hecho de que la matanza de la plaza de Tiananmen (3 y 4 de junio de 1989) se produjera cuando Gorbachov acababa de salir de Pekín, donde había sufrido el acoso de los estudiantes chinos que se manifestaban en favor de la democracia, solo sirvió para intensificar aún más el desprecio de los dirigentes chinos por sus homólogos rusos.

Lo que ha cambiado desde 1990 es que, en la actualidad, China está por delante de Rusia desde el punto de vista económico y tecnologico; no en armamento, aunque da la impresión de que los chinos están poniéndose al día a toda velocidad. Hoy, Rusia pide armas a China, y el temor a que ésta acceda causa temor en los pasillos de los ministerios occidentales de Asuntos Exteriores y Defensa. Hay un nuevo equilibrio de poder entre ambos países, pero es posible que, a largo plazo, dado que la fuerza y la influencia mundial de Pekín no dejan de crecer, ese nuevo equilibrio vuelva a inclinarse hacia un lado. Como explica el autor, es extraordinario que, por lo que se cree, ya en 1990 las compras de armas chinas contribuyeron de forma crucial a sostener el complejo militar-industrial ruso.

Intentar adivinar cómo procederá en el futuro este largo baile entre dos países tan grandes es fundamental y al mismo tiempo muy difícil. Se pueden extraer algunas conclusiones provisionales de este libro, cuyo propósito parece imposible de conseguir: explicar una relación especial que se desarrolla salvando inmensas diferencias culturales y abarca una enorme superficie geográfica. Si uno de los dos se pone muy por delante del otro desde el punto de vista económico o militar, se puede romper el equilibrio general de las relaciones. El desequilibrio comercial no deja lugar a dudas: el comercio entre ambos creció un 50% entre 2014 y 2021, hasta los 150.000 millones de dólares, y llegó a los 190.000 millones el año pasado, pero las transacciones constituyen el 3% del comercio exterior de China y el 25% del de Rusia.

Resulta útil tener un enemigo común: antes Japón, hoy Estados Unidos. Lo cual hace pensar que, si Washington decide emprender una estrategia que le granjee la enemistad de Moscú y de Pekín, fracasará, y que la Unión Europea debe tener en cuenta que haría bien en tener ese factor cuando dialogue con el país asiático. China y Rusia nunca han librado una gran guerra, aunque hayan estado muy cerca, por lo que, si alguien en Occidente siente la tentación de pensarlo (o desearlo), más vale que recapacite. Por último, un elemento también muy importante es que ambos aprecian la literatura y el arte del otro. Tienen que compartir lo que podríamos llamar el continente euroasiático y sin duda seguirán haciéndolo durante años. 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia