A finales de los 80, un relevante sociólogo cubano-americano, de regreso por primera vez a su país de origen, me confesaba: “Yo creía que ustedes eran más rusos”. Acercarse al legado de la revolución requiere, al menos, quitarse esas lentes ahumadas, para poder mirar a la Cuba real, cubierta por una nube de interpretaciones y verdades aceptadas, que no se ha borrado

La educación: niños de La Habana Vieja, durante una clase en el colegio Ángela Landa.

Detrás de esa frase sorprendente está una vieja idea, parte del legado con que se sigue mirando a Cuba: la revolución traicionada desviada de su camino verdadero por los Castro y Che Guevara, que supuestamente la entregaron a Moscú y a los viejos comunistas en 1960. Durante sus primeros treinta años de vida, sin embargo, el socialismo cubano sólo se vino a situar en paralelo con el soviético entre 1972 y 1985; antes y después, intentó un camino propio, que llegó incluso a criticar acerbamente aquellos otros socialismos. Para muchos cubanos que todavía lo recuerdan, era impensable entonces que las tropas del Pacto de Varsovia marcharan por las calles de La Habana, como por Budapest o Praga; también lo es que ahora se compare aquellos socialismos con el de la isla, distinto en su origen, ideología, textura social y cultural. Con sus errores y virtudes, lo han reivindicado siempre como un producto nacional. Las implicaciones de esta autorrepresentación atañen a todos los cubanos, incluso a los que no vivieron los años de la guerra fría. Viejos y jóvenes coinciden en que problemas actuales como el hipercentralismo, la burocratización, el verticalismo institucional, la recarga ideológica de los medios de difusión, el estadocentrismo, son resabios indeseables del socialismo real que también padece el cubano. Si la marca de éste no es foránea, las ideas de cómo transformarlo tampoco habría que importarlas, sea de China, Vietnam o Venezuela; mucho menos de la farmacología europea, por no hablar de los laboratorios de Florida.

Aquella consigna de la revolución traicionada, muy popular en la Casa Blanca de los Kennedy, tuvo otro efecto que dura hasta hoy. Enarbolándola, se pudo invadir Cuba en 1961, amenazarla con armas nucleares en 1962, plagarla luego con ataques terroristas, y hasta hoy bloquearla económicamente, antagonizarla con medios diplo-militares y caricaturizarla con la paleta de la guerra psicológica. Todo en nombre de la democracia y la libertad, y en contra del comunismo ateo. Ese acoso perpetuo que hizo surgir en la isla el síndrome de la fortaleza sitiada, sigue incluyéndola en la lista de países terroristas e impone como condición para terminar la guerra fría entre los dos países las recetas democratizadoras de la Ley Helms-Burton, que estarán en vigor todavía, por cierto, cuando tome posesión la próxima Administración Obama. Ese síndrome cíclicamente renovado mantiene una predisposición defensiva que no facilita la democracia y la libertad de expresión. El lastre antidemocrático depositado por la hostilidad de EE UU también es parte del legado histórico con el que tiene que lidiar hoy la sociedad cubana.

¿Qué queda entonces de aquella épica revolucionaria donde surgieron los mitos vivientes de Fidel Castro y el Che, de las ideas de construir en paralelo el socialismo y el comunismo, el hombre nuevo, la sociedad de los iguales, “crear dos, tres, muchos Vietnam”? La respuesta instantánea podría ser nada o muy poco. Pero las respuestas instantáneas son más bien propias de la televisión. Si se trata de ir al fondo de las cosas, lo primero es considerar que bajo el arco de épocas diversas, encrucijadas y turbulencias mundiales de estos 50 años, Cuba también ha cambiado y tiene menos que ver con la de 1960 que los propios Estados Unidos. La manera de pensar el sistema político y la democracia, así como la vida diaria en los últimos veinte años, ha evolucionado más en la isla que en España. Esta última fase de la transición cubana no empezó con la enfermedad de Castro, sino con las transformaciones de los primeros 90, sin las cuales no se puede entender nada, mucho menos el legado real de la revolución.

En su naturaleza viva, contradictoria y cambiante, los cubanos encarnan mejor que ninguna otra cosa la herencia de la revolución

La cuestión de fondo sería: ¿Qué representa hoy el socialismo para los cubanos? ¿Cuán lejos está de las ideas que inspiraron la revolución? Si no se formula como un ordenamiento político y económico específico e inmóvil, sino como un orden cívico de relaciones sociales, una cultura política, un sistema dirigido a lograr una sociedad más justa, la distancia no es tanta. Justicia social, equidad, independencia nacional, soberanía, desarrollo social, democracia popular, libertad, dignificación del ser humano, siguen siendo valores en los que creen una mayoría de los ciudadanos, viejos y jóvenes. Se dirá que en muchos lugares del mundo se comparten estos mismos ideales, que no son privativos de un pensamiento socialista ni de una herencia revolucionaria. La diferencia radica en que no sólo los cubanos de clase media urbana blanca, sino gran parte de la sociedad ha vivido muchas de estas aspiraciones como experiencias concretas o como expectativas. A pesar de la caída del nivel de vida y la insuficiente recuperación desde los 90, la posibilidad de que esos otros ideales no alcanzados plenamente sean algo más que enunciados de la Constitución no se les plantea como un asunto académico, sino como posible y necesario en sus vidas. Incluso los que se deciden a emigrar, están lejos de ser “jóvenes sin ideales, sólo interesados en el consumo”: la mayoría lleva consigo estos valores. Los que se quedan tienen el desafío de redefinir el orden socialista y renovarlo a fondo.

¿En qué medida estos cubanos reales son diferentes a los de hace medio siglo? En su conjunto, son más educados, creen que por el mero hecho de haber nacido tienen derecho a toda clase de servicios sociales, a ser considerados iguales (sean mujeres, negros, pobres o campesinos), a reclamarle al Estado y a decir lo que piensan, a viajar al extranjero (incluso obreros). Han heredado un sentido común según el cual les toca ser felices, piensan con su cabeza y se quejan de casi todo. Gobernarlos es una tarea mucho más compleja que hace 50 años. En su naturaleza contradictoria, viva y cambiante, encarnan quizás mejor que ninguna otra cosa el legado de la revolución.