No hay más dementes en Estados Unidos que en Europa, pero sí una falta de regulación en la tenencia de armas. Aunque el Viejo Continente también debería restringirlas mejor.

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Scott Olson/AFP/Getty Images

El estado de Colorado ha sido escenario de dos episodios paradigmáticos del drama al que conducen las armas de fuego. En 1999, la localidad de Columbine atestiguó la matanza de veinte personas a manos de un demente. Algo más de trece años después, la pequeña ciudad de Aurora, también en Colorado, fue el lugar elegido para la sangrienta entrada en acción de otro enajenado, James Holmes. Seguidor confeso del pensador y terrorista a tiempo parcial Ted Kaczynski, Holmes no tiene el calado intelectual de sus supuestos mentores, ni tampoco puede arrogarse el talante ajusticiador de los superhéroes a los que admira. Sin embargo, los intentos de trasladar el debate a la naturaleza desequilibrada del perpetrador no son más que una distracción fútil. Y en ella incide el candidato republicano Mitt Romney cuando afirma que lo fundamental para evitar matanzas es identificar a las personas trastornadas.

La existencia de Holmes no es un problema exclusivo de Estados Unidos. Su propensión a la violencia no evidencia el colapso de los valores norteamericanos, ni el fracaso del sistema como proveedor de medios de realización legítima. Lo que sí es un problema genuinamente estadounidense es la permisividad respecto a la tenencia de armas de fuego. Esgrimida como sinónimo de patriotismo desde la todopoderosa Asociación Nacional del Rifle, la posesión de estos objetos mortales anega las calles del país, donde existen alrededor de 300 millones de armas en circulación. Los intentos de sepultar el debate sobre su regulación bajo la propia existencia de Jomes Holmes y de otros tantos como él, no hacen sino dilatar las medidas para impedir los quince minutos de fama de los enajenados venideros. Lo único que media entre la inevitabilidad de un Holmes y la consumación de sus instintos violentos es una mayor regulación. Sin embargo, los habitantes de Colorado no parecen haberlo percibido así y, a raíz de la matanza de Aurora, la demanda de armas de fuego ha aumentado más de un 40%.

El discurso de los grupos defensores de las armas, que destacan su valor protector en vez del modo en que deterioran la seguridad, sigue calando entre la ciudadanía. Esta nueva tragedia, lejos de poner contra las cuerdas a los lobbies del revólver, podría tener un desenlace idóneo para los sectores más conservadores y proclives a su posesión. Para ello, bastaría con que se desencadenara la siguiente secuencia de hechos: Holmes es declarado culpable y sentenciado a la pena de muerte; se revaloriza la importancia de las armas como instrumento de protección en tiempos socialmente volátiles y se desarrolla un debate sobre la necesidad de apuntalar los usos y costumbres genuinamente estadounidenses, como antídoto contra la desafección que engendró el carácter del asesino.

En buena parte del país, la única garantía que se interpone entre un arma de fuego y su legítimo portador es la creencia de que éste podría hacer un mal uso de ella, lo que implica juicios de valor difícilmente certeros. Por vulnerable que resulte esa garantía, muchas veces ni siquiera se cumple, ya que alrededor de un 30% de las compras de armas no se producen a través de vendedores con la debida licencia, sino en el descontrol del mercado secundario. En una férrea resistencia a regular el mercado de armas, por temor a ofender la sacrosanta Segunda Enmienda constitucional, la regulación se escinde en una cacofonía legislativa que paraliza a los gobernantes. El propio presidente Obama acaba de evidenciar su impotencia en el Congreso al no promover leyes más duras sobre su venta. Por lo que respecta al escenario internacional, la posición de Washington está dificultando la consecución de un tratado de regulación del comercio de armas robusto y que incluya las municiones. Las armas de fuego estadounidenses, no hay que olvidarlo, son en parte las que tantas muertes provocan en México y otros países latinoamericanos.

La matanza de Aurora coincide con el primer aniversario de la perpetrada por el noruego Anders Breivik, que acabó con la vida de 77 personas. Y en marzo de este mismo año, Mohamed Merah, el asesino de tres paracaidistas y cuatro ciudadanos judíos en Francia, envió un recordatorio de cómo la tragedia de las armas de fuego no es monopolio del estilo de vida americano. Lo que hace que este tipo de episodios sean menos frecuentes en Europa no es la naturaleza de los ciudadanos, sino la facilidad con la que el sistema pone armas en sus manos. Sin embargo, y a pesar del alto grado de control que existe en Europa en comparación con el laissez-faire estadounidense, la normativa comunitaria incurre en un mismo error de principios: las licencias se conceden a todos aquellos candidatos que, según se cree, no representan un peligro para la seguridad pública. Dicho de otro modo, las autoridades se sienten capacitadas para identificar a los Holmes europeos, expidiendo así licencias sobre la base equívoca de un juicio psicológico. Merah evidenció la falibilidad de ese método, que sin embargo sigue siendo con el que, tanto en Europa como en Estados Unidos, se pretende adivinar qué manos son suficientemente seguras como para poner en ellas un revólver.

Esa asunción incierta que está en la base legislativa no es el único elemento propiciador de matanzas con armas de fuego en el Viejo Continente. En materia de legislaciones tolerantes con su posesión, Europa cuenta con un referente mucho más cercano y menos conocido que el estadounidense: Suiza. El país helvético es el más armado de la zona y el año pasado ratificó, por la peligrosa vía del referéndum, el derecho a la posesión de armas de fuego por parte de todos los hombres que hubieran completado el servicio militar. El argumento no es tanto la protección personal como la defensa de la nación ante eventuales conflictos bélicos, pero el sangriento resultado de esta liberalidad es, proporcionalmente, comparable al de EE UU. Alrededor de 300 personas pierden la vida cada año en el país por culpa de las armas y buena parte de los suicidios se acometen con armas reglamentarias. No parece probable que esta permisividad vaya a extenderse a los Estados europeos. Pero tampoco es descartable que, llevados por los mismos argumentos erróneos que impiden una adecuada regulación estadounidense, muchos europeos comiencen a demandar la protección de las armas.