El 11-M aventura una clara inclinación a postergar el respeto
de las libertades a favor de un nuevo sistema generalizado de escrutinio y control
de la ciudadanía.

El aumento de la evidencia -en el momento de escribir, cuando no podemos
evitar formar parte con intensidad del objeto observado pero tampoco renunciar
a elevarnos sobre él para enhebrar algunas reflexiones- a favor
de una implicación del terrorismo islámico en los ataques de Madrid
ha convertido este acontecimiento en un problema global. Lo ha deslocalizado.
Ya no puede contemplarse como una espantosa manifestación de un terrorismo
de naturaleza local, como hubiera ocurrido en el caso de que ETA estuviera detrás
del mismo; es un problema que afecta a todos los destinatarios potenciales de
la capacidad de destrucción de esa organización del terror que
se esconde bajo el nombre de Al Qaeda. El afectado es todo Occidente. El 11-M,
y ya puede afirmarse sin interrogaciones, es el "11 de septiembre europeo",
como aventuraba Timothy Garton Ash, no el 11-S español. Y las implicaciones
que esto puede tener para el continente, y para todos los sistemas democráticos
en general, son extraordinarias.

1. La primera y principal de estas consecuencias es la nueva centralidad que
habrán de tener los problemas de seguridad. Y esto aventura, como ya
ocurrió en Estados Unidos después del 11-S, si no el renacer de
un "estado de excepción permanente", como lo llama Giorgio
Agamben, sí al menos una clara inclinación a postergar el cuidadoso
respeto del sistema de libertades a favor de un nuevo sistema generalizado de
escrutinio y control de la ciudadanía. El 11-S y su influencia posterior
sobre la crisis de Irak expresaron claramente la tensión a la que se
ve sometida el Estado cuando se siente incapaz de monopolizar los medios de
ejercicio de la violencia y, por tanto, de garantizar su propia seguridad.

Hoy nos encontramos ante la paradoja de que el Estado, la sede tradicional
y única del monopolio de la violencia legítima, muestra de modo
creciente su incapacidad para hacer frente al nuevo mal, el terrorismo sin fronteras.
Algo que se vincula también a un escenario de destrucción aún
más espeluznante si consideramos la potencial posesión y empleo
de armas de destrucción masiva por parte de grupos terroristas, o su
acceso a nuevas tecnologías de la destrucción, que ya no están
sólo al alcance de los Estados.

El Estado al que estábamos acostumbrados en esta época de fronteras
abiertas que caracteriza al periodo de la globalización puede estar desapareciendo.
Y su lugar, como certeramente apuntó Robert Cooper, puede ocuparlo algo
bien distinto: un nuevo Estado policial en el que la obsesión por la
seguridad ponga en cuestión gran parte de nuestros logros en materia
de libertades. La consecuencia entonces es que podemos llegar a una situación
en la cual "los valores de los que depende el Estado sean vulnerados desde
dentro y su monopolio de la fuerza sea quebrantado desde fuera", apunta
el diplomático británico. O, lo que es lo mismo, que efectivamente
nos veamos impelidos a tener que elegir entre seguridad o libertad y entre cooperación
transnacional e imperio. Y Cooper concluye: "Justo cuando parecía
que estábamos entrando en el mundo de Kant -de la libertad individual
y los valores cosmopolitas- nos encontramos ahora con que la historia
nos ha jugado una broma pesada y que este nuevo mundo se parece mucho más
al punto de origen hobbesiano".

Es de prever el fin de la ‘vieja Europa’ y la reconstrucción
de una nueva ‘alianza del miedo’

2. Bajo las nuevas condiciones de la alarma permanente es difícil imaginar
la supervivencia de una vieja Europa, más interesada que la nueva Europa
en la búsqueda de procedimientos pacíficos en la resolución
de los conflictos, aunque también en la eliminación -o la
disminución, al menos- de las grandes contradicciones económicas
y los malentendidos culturales que caracterizan al mundo de la sociedad globalizada.
Es de prever, por el contrario, la reconstrucción en Europa de una nueva
alianza del miedo en la que los temores al terrorismo global se den la mano
con una defensa férrea de nuestro modo de vida. Es decir, con profundas
veleidades proteccionistas. Todo esto puede llevar a un mayor cierre de Europa
sobre sí misma, y previsiblemente también del mundo occidental
como un todo. A una Europa en la que el reforzamiento de los Estados en cuestiones
de seguridad irá en paralelo a la cimentación de mayores estructuras
de cooperación continental -y transatlántica- en todo
lo relativo a la cooperación policial o de seguridad en un sentido amplio.
El estado de guerra permanente contra el terrorismo, de ecos tan orwellianos,
se cierne como el principal estímulo para la nueva cohesión europea.

3. Si esto es así, parece que las directrices básicas del conflicto
político interno estarán marcadas por la mayor o menor acentuación
relativa de cada uno de los polos que definen la nueva polarización:
libertad o seguridad. El furor hobbesiano por la seguridad no deja de contradecir
una de las señas de identidad de nuestras democracias liberales, que
consiste precisamente en el sometimiento de la legítima persecución
de la seguridad bajo un sistema de reglas civilizado. Y por mucho que nos espolee
el miedo, los esfuerzos por promover una visión más kantiana y
cooperativa no podrán ser silenciados. No ya sólo por obvias consideraciones
de naturaleza moral; también porque son el medio más eficaz para
disminuir las amenazas, al actuar no sólo sobre sus efectos, sino tambien
sobre sus causas. Las prioridades habrán de pasar por inducir un mayor
crecimiento económico, reducir la desigualdad en el mundo y en el seno
de todas las sociedades y articular otras imprescindibles medidas de gobernanza
global capaces de hacer efectivas nuevas medidas de acción sobre los
principales problemas mundiales. Solamente así, desde una mayor solidaridad
internacional apoyada sobre eficaces medios de acción política
global, parece factible aproximarse a ese objetivo de una nueva conciencia cosmopolita,
que es imprescindible para eliminar la profusión de males globales.

Mucho se ha insistido en la necesidad de extender nuestro sistema de derechos
humanos al resto del mundo. Tanto, que hemos casi olvidado que su sentido último
es protegernos contra los males humanos universales. Nunca podremos resolver
ninguno de estos males cerrándonos sobre nosotros mismos. Como ya observara
Kant, el hecho de que el mundo es una esfera en la que estamos condenados a
encontrarnos nos ha enfrentado a nuestra común humanidad y a los límites
de un mundo que exige emprender acciones colectivas con intencionalidad cosmopolita.

El momento orwelliano.

El 11-M aventura una clara inclinación a postergar el respeto
de las libertades a favor de un nuevo sistema generalizado de escrutinio y control
de la ciudadanía. Fernando Vallespín

El aumento de la evidencia -en el momento de escribir, cuando no podemos
evitar formar parte con intensidad del objeto observado pero tampoco renunciar
a elevarnos sobre él para enhebrar algunas reflexiones- a favor
de una implicación del terrorismo islámico en los ataques de Madrid
ha convertido este acontecimiento en un problema global. Lo ha deslocalizado.
Ya no puede contemplarse como una espantosa manifestación de un terrorismo
de naturaleza local, como hubiera ocurrido en el caso de que ETA estuviera detrás
del mismo; es un problema que afecta a todos los destinatarios potenciales de
la capacidad de destrucción de esa organización del terror que
se esconde bajo el nombre de Al Qaeda. El afectado es todo Occidente. El 11-M,
y ya puede afirmarse sin interrogaciones, es el "11 de septiembre europeo",
como aventuraba Timothy Garton Ash, no el 11-S español. Y las implicaciones
que esto puede tener para el continente, y para todos los sistemas democráticos
en general, son extraordinarias.

1. La primera y principal de estas consecuencias es la nueva centralidad que
habrán de tener los problemas de seguridad. Y esto aventura, como ya
ocurrió en Estados Unidos después del 11-S, si no el renacer de
un "estado de excepción permanente", como lo llama Giorgio
Agamben, sí al menos una clara inclinación a postergar el cuidadoso
respeto del sistema de libertades a favor de un nuevo sistema generalizado de
escrutinio y control de la ciudadanía. El 11-S y su influencia posterior
sobre la crisis de Irak expresaron claramente la tensión a la que se
ve sometida el Estado cuando se siente incapaz de monopolizar los medios de
ejercicio de la violencia y, por tanto, de garantizar su propia seguridad.

Hoy nos encontramos ante la paradoja de que el Estado, la sede tradicional
y única del monopolio de la violencia legítima, muestra de modo
creciente su incapacidad para hacer frente al nuevo mal, el terrorismo sin fronteras.
Algo que se vincula también a un escenario de destrucción aún
más espeluznante si consideramos la potencial posesión y empleo
de armas de destrucción masiva por parte de grupos terroristas, o su
acceso a nuevas tecnologías de la destrucción, que ya no están
sólo al alcance de los Estados.

El Estado al que estábamos acostumbrados en esta época de fronteras
abiertas que caracteriza al periodo de la globalización puede estar desapareciendo.
Y su lugar, como certeramente apuntó Robert Cooper, puede ocuparlo algo
bien distinto: un nuevo Estado policial en el que la obsesión por la
seguridad ponga en cuestión gran parte de nuestros logros en materia
de libertades. La consecuencia entonces es que podemos llegar a una situación
en la cual "los valores de los que depende el Estado sean vulnerados desde
dentro y su monopolio de la fuerza sea quebrantado desde fuera", apunta
el diplomático británico. O, lo que es lo mismo, que efectivamente
nos veamos impelidos a tener que elegir entre seguridad o libertad y entre cooperación
transnacional e imperio. Y Cooper concluye: "Justo cuando parecía
que estábamos entrando en el mundo de Kant -de la libertad individual
y los valores cosmopolitas- nos encontramos ahora con que la historia
nos ha jugado una broma pesada y que este nuevo mundo se parece mucho más
al punto de origen hobbesiano".

Es de prever el fin de la ‘vieja Europa’ y la reconstrucción
de una nueva ‘alianza del miedo’

2. Bajo las nuevas condiciones de la alarma permanente es difícil imaginar
la supervivencia de una vieja Europa, más interesada que la nueva Europa
en la búsqueda de procedimientos pacíficos en la resolución
de los conflictos, aunque también en la eliminación -o la
disminución, al menos- de las grandes contradicciones económicas
y los malentendidos culturales que caracterizan al mundo de la sociedad globalizada.
Es de prever, por el contrario, la reconstrucción en Europa de una nueva
alianza del miedo en la que los temores al terrorismo global se den la mano
con una defensa férrea de nuestro modo de vida. Es decir, con profundas
veleidades proteccionistas. Todo esto puede llevar a un mayor cierre de Europa
sobre sí misma, y previsiblemente también del mundo occidental
como un todo. A una Europa en la que el reforzamiento de los Estados en cuestiones
de seguridad irá en paralelo a la cimentación de mayores estructuras
de cooperación continental -y transatlántica- en todo
lo relativo a la cooperación policial o de seguridad en un sentido amplio.
El estado de guerra permanente contra el terrorismo, de ecos tan orwellianos,
se cierne como el principal estímulo para la nueva cohesión europea.

3. Si esto es así, parece que las directrices básicas del conflicto
político interno estarán marcadas por la mayor o menor acentuación
relativa de cada uno de los polos que definen la nueva polarización:
libertad o seguridad. El furor hobbesiano por la seguridad no deja de contradecir
una de las señas de identidad de nuestras democracias liberales, que
consiste precisamente en el sometimiento de la legítima persecución
de la seguridad bajo un sistema de reglas civilizado. Y por mucho que nos espolee
el miedo, los esfuerzos por promover una visión más kantiana y
cooperativa no podrán ser silenciados. No ya sólo por obvias consideraciones
de naturaleza moral; también porque son el medio más eficaz para
disminuir las amenazas, al actuar no sólo sobre sus efectos, sino tambien
sobre sus causas. Las prioridades habrán de pasar por inducir un mayor
crecimiento económico, reducir la desigualdad en el mundo y en el seno
de todas las sociedades y articular otras imprescindibles medidas de gobernanza
global capaces de hacer efectivas nuevas medidas de acción sobre los
principales problemas mundiales. Solamente así, desde una mayor solidaridad
internacional apoyada sobre eficaces medios de acción política
global, parece factible aproximarse a ese objetivo de una nueva conciencia cosmopolita,
que es imprescindible para eliminar la profusión de males globales.

Mucho se ha insistido en la necesidad de extender nuestro sistema de derechos
humanos al resto del mundo. Tanto, que hemos casi olvidado que su sentido último
es protegernos contra los males humanos universales. Nunca podremos resolver
ninguno de estos males cerrándonos sobre nosotros mismos. Como ya observara
Kant, el hecho de que el mundo es una esfera en la que estamos condenados a
encontrarnos nos ha enfrentado a nuestra común humanidad y a los límites
de un mundo que exige emprender acciones colectivas con intencionalidad cosmopolita.

Fernando Vallespín es catedrático
de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM)
y miembro del Comité Editorial de FP edición española.