Como deja claro la muerte del embajador de Estados Unidos en Libia, el movimiento salafista ultraconservador está empezando a ocupar la primera línea de la política de Oriente Medio. Occidente debe reaccionar con cautela.

 

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A estas alturas ya se habrán enterado ustedes. Solo unas horas después de que una turba indignada de musulmanes ultraconservadores irrumpiera en la embajada de Estados Unidos en El Cairo, el embajador estadounidense en Libia murió asesinado durante una protesta en la ciudad de Bengasi. Los disturbios en las dos ciudades estallaron por la noticia de que un grupo antimusulmán de Estados Unidos ha hecho público un film que insulta al Profeta Mahoma. En Egipto, los manifestantes arriaron la bandera estadounidense y la sustituyeron por la misma bandera negra que a veces utiliza Al Qaeda. Ecos de Irán en 1979. Da miedo.

Ambas acciones son absolutamente intolerables. Pero quizá no deberían haber pillado a EE UU desprevenido. En los dos casos, los atacantes proceden del floreciente movimiento salafista de la región, que recientemente ha ocupado muchos titulares. En Libia, en los últimos meses, han desafiado al Gobierno recién elegido con la demolición de antiguos santuarios sufíes, que les parecen poco islámicos. En Túnez, han asaltado tiendas que vendían alcohol y han agitado repugnantes campañas en los medios sociales contra las participantes femeninas en los Juegos Olímpicos. En la guerra civil de Siria, existen cada vez más informaciones de que los ricos jeques del Golfo que financian a la oposición están enviando dinero a grupos salafistas, cuya interpretación estricta del islam se considera próxima al wahhabismo puritano de los saudíes y otros. Desde hace algún tiempo, estas organizaciones están adquiriendo importancia en varias regiones del mundo islámico, desde Malí hasta Líbano, desde Cachemira hasta el Cáucaso Norte, en Rusia.

Algunos observadores -como la periodista Robin Wright, que escribió hace poco un artículo sobre el tema en el diario The New York Times– dicen que esto significa que debemos  estar verdaderamente preocupados. Wright habla de un “creciente salafista” que va desde el Golfo Pérsico hasta el norte de África y dice que le preocupa que esto sea un mal presagio para las libertades recién obtenidas tras las revoluciones de 2011. Considera que el ascenso de los nuevos grupos salafistas es “uno de los efectos secundarios más infravalorados e inquietantes de las revueltas árabes”, y que están “entrando en el espacio político que antes ocupaban los militantes yihadistas, que ahora están menos de moda”. “Algunos islamistas son más peligrosos que otros para los intereses y valores de Occidente”, escribe. “Los salafistas son los más contrarios a los derechos de las minorías y las mujeres”.

Otros, como el periodista egipcio Mustafá Salama, quitan importancia a lo que denominan pura histeria. “La realidad del movimiento es que está fragmentado, no es uniforme; dentro de los salafistas existen varios discursos e ideologías”, escribe Salama. “Además, ser salafista no se reduce a una serie de preferencias políticas concretas”. Lo único que les une, afirma, es su interés por regresar a las creencias y las prácticas de la comunidad islámica original fundada por el profeta Mahoma, un deseo que comparten muchos musulmanes moderados. (La palabra árabe salaf, que significa “predecesores” o “antepasados”, se refiere a los compañeros originales del Profeta). Eso no significa que se opongan necesariamente a la libertad y la democracia. Durante la revolución en Egipto, dice, algunos salafistas “protegieron iglesias en Sinaí y otros lugares contra el vandalismo y el robo” y corrieron un riesgo considerable al hacerlo, aunque no se informó de ese hecho en los medios de comunicación occidentales.

Si algo indica la primera muerte de un embajador estadounidense en dos décadas es que seguramente ha llegado la hora de que el mundo empiece a prestar atención a este debate. En mi opinión, conviene mencionar varios puntos.

En primer lugar, los definamos como los definamos, estos nuevos “puritanos populistas” (como les llama Wright de forma muy apropiada) se encuentran en un momento de auge extraordinario. Aunque es difícil obtener cifras fiables, todo el mundo dice que son el movimiento que más deprisa está creciendo en el islam actual. A diferencia de los Hermanos Musulmanes, los salafistas egipcios no tuvieron casi presencia en el panorama político durante los años de Mubarak, pero luego irrumpieron en el escenario para capturar la cuarta parte de los votos del país en las primeras elecciones democráticas, el año pasado. Ese resultado podría incrementarse, porque es de prever que al nuevo Gobierno encabezado por los Hermanos Musulmanes le será difícil cumplir las ambiciosas promesas hechas a los votantes de su país durante el último año. Sorprende en especial su rápido ascenso en Túnez, dada la actitud relativamente relajada de dicho país respecto a la religión.

En realidad, la historia de las revoluciones nos demuestra que los vuelcos sociales transformadores como los que vimos en la Primavera Árabe no siempre favorecen a los moderados. El día en que el Sha abandonó Irán en 1979, nada parecía garantizar que las fuerzas radicales en torno al ayatolá Jomeini -seguidoras de su innovadora teoría del gobierno de los clérigos- iban a acabar gobernando el país. El poder se lo disputaban socialistas laicos, comunistas, demócratas liberales, demócratas nacionalistas, islamistas moderados e incluso otros clérigos chiíes. Pero Jomeini triunfó a la hora de la verdad porque ofrecía un liderazgo enérgico e incorrupto con un mensaje sencillo -“gobierno islámico”- que imponía la autoridad de la fe en medio del caos. Lenin entendía la misma dinámica política: de ahí su lema directo e implacable de “pan, paz y tierras”, perfectamente calculado para atraer a unos rusos hartos de la anarquía, la guerra y la injusticia social.

La idea salafista de volver a la pureza del islam del siglo VII puede tener un atractivo similar para algunos musulmanes exasperados por la corrupción cotidiana y los gobiernos abusivos. Siria es un buen ejemplo. Si alguien se enfrenta a los helicópteros de combate de Bashar el Asad con un fusil antiguo y unas cuantas balas oxidadas, lo normal es que prefiera emprender la batalla con un eslogan simple en los labios. “Reparto de poder entre todos los grupos étnicos en una democracia parlamentaria liberal” no acaba de ser lo que busca, sobre todo si ese alguien es un suní que ha visto cómo las milicias asesinas de El Asad descuartizaban a sus familiares. Eso no quiere decir que la oposición esté hoy dominada por los salafistas, ni mucho menos. Pero me atrevo a decir que, cuanto más se prolongue la guerra, más se radicalizarán los extremos.

Al mismo tiempo, los salafistas suníes son un factor importante en la creciente polarización general de la comunidad islámica entre chiíes y suníes. (El especialista francés en el islam Olivier Roy afirma que la rivalidad interna entre los dos grupos se ha vuelto ahora todavía más importante que el enfrentamiento teórico entre el islam y Occidente.) El hecho de que muchos salafistas, en diversas partes del mundo, estén financiados por unos elementos igual de conservadores que ellos en Arabia Saudí no facilita las cosas. Lo irónico es que la propaganda iraní ya ha empezado a tratar de presentar a Occidente como puntal del extremismo salafista, que busca desestabilizar a Teherán y sus aliados. Me temo que en el futuro vamos a ver más cosas de este tipo.

En resumen, que nadie piense que los salafistas van a desaparecer de aquí a corto plazo. De modo que, ¿cómo debe abordarlos el mundo exterior, en especial si van a empezar a dedicarse a atacar embajadas extranjeras?

Creo que la respuesta es doble. En primer lugar, no generalicemos. No debemos tratar a todos los salafistas como algo intolerable. A los que estén dispuestos a respetar las reglas de la democracia y reconocer los derechos de las minorías religiosas y culturales, debemos animarles a participar en el sistema. Con el tiempo, los votantes de las nuevas democracias de la región distinguirán entre los demagogos y las personas que verdaderamente pueden ofrecer una sociedad mejor.

Segundo, no dejemos que los radicales dicten las normas para todos los demás. Por eso el resultado de los conflictos políticos actuales en Túnez y Libia es muy importante para toda la región. En ambos países, los votantes han tenido ya la oportunidad de declarar su preferencia política en unas elecciones libres y han transmitido unos mensajes bastante claros. Los libios votaron mayoritariamente por políticos laicos, mientras que los tunecinos escogieron una mezcla de islamistas moderados y laicos. Pero los salafistas no parecen resignarse a dejar las cosas como están en ninguno de los dos sitios y tratan de fomentar la inestabilidad a base de instigar una guerra de culturas.

Lo que da motivos para el optimismo es que estamos empezando a ver cierta reacción de los ciudadanos corrientes tanto en Libia como en Túnez, gente que no quiere someterse a la lógica de la radicalización; para no hablar de los sabios de la universidad más prestigiosa del mundo árabe, la de El Cairo. No nos dejemos engañar por los agitadores. En Oriente Medio, la historia es más interesante que los estereotipos.