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Partidarios del presidente de Kosovo, Hashim Thaci, esperan su llegada para darle la bienvenida tras ser interrogado en La Haya por crímenes contra la humanidad en la frontera con Albania. (Eren Beksac/Anadolu Agency via Getty Images)

En los países de la antigua Yugoslavia el problema no son las fronteras, sino quién las determina y con qué objetivo.

Algunos teóricos suscriben que se necesita una identidad nacional compartida para consolidar una democracia. Sin la existencia de una lengua común, una narrativa histórica similar y una sociedad reunida en torno a principios comunes, los riesgos de ruptura institucional y social son probables. Otros factores como el sentido de Estado de la clase gobernante, la separación de poderes, la consolidación de una amplia clase media o una sociedad educada en la virtud cívica parecen estar en un segundo plano. Las diferencias étnico-culturales dentro de una sociedad tienen un enorme potencial para construir y hacer valer el "aparente conflicto inevitable".

Cuando hace unos días se supo que el presidente esloveno, Borut Pahor, había preguntado a la presidencia de Bosnia y Herzegovina, durante su visita a Sarajevo, si era posible una división pacífica del país, también se supo que Željko Komšić y Šefik Džaferović, los representantes croata y bosníaco, respectivamente, señalaron que cualquier partición del Estado bosnio supondría la guerra. Mientras, Milorad Dodik, el representante serbio, se mostró favorable a redibujar las fronteras bosnias, con la idea, cabe especular, de lograr una Republika Srpska independiente y, eventualmente, en proceso de asociación y posterior anexión a Serbia. Borut apoya la integración europea de Bosnia y Herzegovina, pero estaba aparentemente preocupado por las circunstancias del país. La sola mención de esta pregunta en los medios de comunicación generó un terremoto de opiniones y especulaciones.

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Serbobosnios con la bandera de la Republika Srpska en Banka Luka. (Pierre Crom/Getty Images)

La pregunta es sensible porque invita a un horizonte no solo de la desaparición de Bosnia y Herzegovina como Estado multiétnico, sino también del futurible conflicto entre bosníacos, croatas y serbios. También es un asunto espinoso, ya que, precisamente, la guerra de los 90 se produjo en base a un litigio entre dos concepciones de la desintegración yugoslava. Una que respetaba la integridad territorial de la república bosnia y otra reivindicativa de los derechos étnico-nacionales, que en el caso serbio les permitiera estar unidos en un solo Estado. El resultado lo conocemos más allá de la guerra. Un híbrido de Estado donde se impuso la integridad territorial, pero también una democracia étnica y consociativa, y donde la entidad de mayoría serbia de la Republika Srpska actúa ‘en modo cuasiestado’.

No obstante, la cuestión adquirió otra dimensión todavía mayor cuando se supo a través de un medio esloveno que ‘rulaba’ entre la diplomacia regional y europea un documento, supuestamente escrito por el primer ministro de Eslovenia, Janez Janša, donde se sugería una reformulación del mapa ex yugoslavo, que implicaba la conformación de nuevos Estados nacionales, que pondrían fin a las tensiones étnicas que continúan en la región en torno al encaje de los grupos nacionales en los países posyugoslavos. Esto supondría, en claves generales, la unificación de Kosovo y Albania, la unión de la Republika Srpska y de Serbia, alguna forma de integración de los cantones de mayoría bosnio-croata en Croacia y la formación de un nuevo Estado dominado por los bosníacos. Sobre Macedonia del Norte y Montenegro, con sus propias disyuntivas étnico-religiosas, no hay un plan equivalente o acorde. Incluso sugería que algunos extremos de este plan para los Balcanes occidentales estaban siendo ya considerados por las altas instancias. Janša ha negado su autoría, pero, según otras informaciones, el primer ministro albanés ha declarado que él mismo se lo mostró. Las posiciones del político esloveno, seguidor de la estela política de Trump, y con una biografía reciente de tensiones con Bruselas, encajan en su perfil de nuevo adalid wannabee de la causa conservadora.

Dos tesis se confrontan en este escenario. Una tesis viene a decir que la reconfiguración de las fronteras es peligrosa y que hay que mantener Estados multiétnicos y multirreligiosos donde se respeten las claves de un Estado de derecho. Esta posición es la defendida eminentemente por Alemania. Así se ha expresado un oficial del ministerio de Exteriores. Otra tesis, defendida entre otros, por Timothy Less, líder del proyecto Estudios de desintegración del Centro de Geopolítica de la Universidad de Cambridge, señala que este plan se ajusta a los intereses de una mayoría local, y, en una entrevista con ocasión de la noticia, invita a que Eslovenia defienda públicamente el documento. Según su criterio, albaneses, serbios y croatas estarían a favor de la idea; los bosníacos y macedonios estarían en contra. Less sostiene que el principal impedimento es la política exterior estadounidense, que apostó durante el proceso de desintegración yugoslavo por la integridad bosnia y kosovar.

El documento llega en un momento de indefinición geoestratégica por varias razones. Primero, porque faltan todavía meses de pandemia, para poder clarificar todas las incertidumbres respecto al impacto socio-económico; las perspectivas de ampliación europea están paralizadas y sin visos de activarse a corto plazo; las negociaciones entre Belgrado y Pristina por el reconocimiento de Kosovo se encuentran en un punto muerto; y Eslovenia estará al frente de la presidencia europea a partir de julio y el ‘non paper’ no se ajusta a lo que se presupone. Cada vez se hacen más evidentes las tensiones entre dos perspectivas de la UE, una más orientada hacia la cohesión europea y otra liderada por Hungría, Polonia o Eslovenia, centrada en reforzar la soberanía nacional de los países del eje oriental frente a la injerencia de Bruselas. Los Balcanes occidentales son un espacio donde sumar adeptos a la causa conservadora, principalmente porque la volatilidad de la clase gobernante permite discursos y aliados aparentemente incompatibles según los intereses puntuales. O bien son un espacio político donde proyectar futuros escenarios de inestabilidad causados por los mismos actores que pueden resolverlos. Es un plato apetecible para conseguir contraprestaciones o, mismamente, desviar la atención de los asuntos relevantes con tensiones controlables de baja intensidad, como es este ‘non paper’.

La experiencia de los Balcanes occidentales ha mostrado que lejos de apaciguar los nacionalismos étnicos, estos se han incrementado en la nueva generación política, enrocada, pero experta en una política autorreferencial donde el laboratorio de las emociones identitarias y culturales comenzó tres décadas antes que en Europa occidental. El ‘non paper’ airea los problemas territoriales que siguen sin atajarse definitivamente; la ausencia de soluciones creativas basadas en una estrategia europea colaborativa y de consenso. También, porque el planteamiento de la transición, que venía a prometer que más derechos políticos traerían democratización y mejores condiciones de vida para las sociedades locales, no se ha cumplido, y surgen, como paliativo, experimentos y aventuras que recalibran la región como si fuera el botón de un GPS. En realidad, el problema no es que las sociedades balcánicas no sepan vivir en contextos multiétnicos, sería todo lo contrario, sino que la estabilidad (estabilocracia) regional no puede ser el único mantra europeo, porque esta acaba en el momento en el que la élite local decide que los costes políticos de mantenerla son elevados y compensa alterar, aunque sea provisionalmente, la agenda europea, siempre preocupada con la seguridad regional.

La gravedad política de la propuesta no tiene que ver con un determinismo que profetiza un nuevo conflicto balcánico, planteamiento alarmista instigado por diferentes sectores, sobre todo de la corriente liberal, y fijada en una lectura anclada en los 90. Tampoco sobre la viabilidad de un plan con múltiples fisuras. Más bien, se trata de creer que las soluciones regionales pasan porque las cancillerías extranjeras impusieran un criterio propio que les exigiría involucrarse a un nivel superior al que no se involucran ahora.

Los problemas de desempleo, corrupción, abuso de poder, clientelismo y falta de perspectivas económicas, que se han incrementado con la parálisis de la ampliación y la pandemia, y que viven los países de la zona a diferentes intensidades, no se han resuelto con los Estados de nueva formación, pero tampoco se van a resolver por variar sus fronteras en otras nuevas. El problema no son las fronteras, sino quién las determina y con qué objetivo, y su instrumentalización cuando no existe una vocación honesta de buenas relaciones de vecindad y lo que se pretende es asentar un proyecto conservador e iliberal que gire en torno a la nación, pero sin contar con ella.

Este es, precisamente, el clima social donde los nacionalismos étnicos se hacen hegemónicos y las fronteras adquieren su condición de causa y solución de todos los problemas, entre el miedo, la inseguridad y la incertidumbre económica en la que viven las sociedades locales. La propia desintegración de Yugoslavia parecía la mejor solución. Pero en realidad no lo era, si acaso, era más sencilla. Hasta hoy.