¿Vuelve la guerra fría? No, existen demasiados intereses compartidos. El Cáucaso y Asia Central tienen un importante valor geoestratégico y económico para Rusia y Estados Unidos, pero ambos saben que hay unas líneas rojas que conviene no traspasar.

 

Cada vez es más frecuente la aseveración de que las tensiones que caracterizan, en ámbitos diversos, las relaciones de Rusia con el mundo occidental anuncian la reaparición de algo que recuerda poderosamente a la guerra fría. Considerada literalmente, la metáfora, un tanto gastada, tiene una utilidad limitada. Y es que haríamos mal en dejar de lado lo que parece obvio: el mundo ha cambiado mucho, al menos en este terreno, en el último cuarto de siglo, de tal suerte que la mayoría de los referentes que identificamos con la confrontación entre bloques de otrora se han desvanecido irremisiblemente.

AFP/Getty Images
Aliados: El vicepresidente de EE UU, Dick Cheney, ha visistado Georgia para mostrarle su apoyo frente a Rusia.

Bastará con subrayar al efecto dos hechos: si el primero señala que, al menos sobre el papel, los contendientes hoy supuestamente enfrentados comparten un mismo sistema económico -el capitalismo liberal globalizado lo inunda todo-, el segundo llama la atención sobre la enorme disparidad de capacidades que muestran las potencias occidentales, de un lado, y Rusia, del otro. Según una de las estimaciones al uso, todas ellas bien es cierto que polémicas, el gasto militar ruso se halla hoy por debajo, no sólo del que muestra EE UU, sino también del que exhiben Francia, Reino Unido y Alemania, en un escenario en el que Moscú dispone, en el mejor de los casos, de un puñado de aliados de relieve menor. Esta última circunstancia se hace evidente, dicho sea de paso, de la mano de las enormes dificultades con que el Kremlin se topa a la hora de encontrar países dispuestos a reconocer las independencias unilaterales de Osetia del Sur y Abjasia. Para cerrar el círculo, no está de más agregar que no han desaparecido los mecanismos de freno de las tensiones en un escenario en el que abundan los intereses compartidos. Cuando se subraya, con buen criterio, que la Unión Europea muestra una inquietante dependencia energética del gas natural que Rusia le vende, a menudo se olvida que también esta última se halla sometida a poderosas restricciones que nacen de la imposibilidad de prescindir de un comprador tan relevante como el que configura un puñado de países de Europa occidental.

Importa recalcar que la ritual invocación de la metáfora de la guerra fría esconde casi siempre algo más, en la forma de un ejercicio nada soterrado de atribución de responsabilidades al respecto. La mayoría de los expertos gusta de vincular el auge de la confrontación a la que asistimos con las políticas que ha abrazado en los últimos años Moscú. Cuando Rusia, a finales de agosto, reconoció las independencias de Osetia del Sur y de Abjasia, de forma llamativa se habló en los medios de comunicación de un “desafío a Occidente” que de manera inequívoca dejaba a éste en el discreto papel de agredido por la insania del Kremlin. Más allá de las disputas que pueda generar lo ocurrido en Georgia, parece, sin embargo, servida la conclusión de que los hechos eran más complejos y obligaban a atribuir responsabilidades notabilísimas, en singular, a los gobernantes estadounidenses.

Es hora de recordar que tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, Rusia se convirtió en un importante baluarte de las políticas, aparentemente antiterroristas, entonces perfiladas por la Casa Blanca. Durante el lustro siguiente Moscú asumió dos líneas de conducta: si en la mayoría de los casos apoyó de modo visible las políticas que acabamos de invocar, en algunas circunstancias excepcionales -al calor de la intervención militar de EE UU en Irak- desplegó una liviana oposición que sonaba a silencio connivente.

Importa mucho subrayar que la general docilidad mostrada por el Kremlin entre 2001 y 2006 apenas recibió premio alguno por parte de Estados Unidos. Ahí están, para testimoniarlo, un escudo antimisiles que, retórica aparte, es difícil concluir que no obedece al propósito de reducir la capacidad disuasoria del arsenal nuclear ruso; una nueva ampliación de la OTAN que en este caso benefició a tres repúblicas ex soviéticas, las tres del Báltico; el designio de preservar las teóricamente provisionales bases perfiladas, con el objetivo de sacar adelante la aventura militar afgana, en el Cáucaso y en Asia Central en el otoño de 2001; el franco apoyo dispensado a las llamadas revoluciones de colores en Georgia, Ucrania y Kirguizistán, que generaron una mezcla de zozobra y descontento en el Kremlin o el criterio de no otorgar a Moscú ningún tipo de prebenda en el terreno económico y comercial.

Si la alarmante prepotencia de los gobernantes estadounidenses explicaba su incapacidad para entender que la docilidad del Kremlin tenía que recibir, por lógica, alguna recompensa, lo que despuntaba por detrás era un proyecto encaminado a arrinconar a Rusia y a evitar su renacimiento como potencia. Parece inevitable agregar, aun así, que para perfilar el escenario que tenemos hoy entre manos es preciso rescatar un dato más, que en este caso llegaba de Moscú. Sabido es que la subida de los precios internacionales del petróleo y del gas natural permitió que a partir de 1999 -en un proceso que casi se solapó con la llegada a la presidencia de Vladímir Putin- la economía rusa recuperase el aliento. Aun cuando parece legítimo afirmar que esa economía es, pese a todo, un gigante con pies de barro, el abandono de la senda de la recesión tuvo efectos interesantes. Entre ellos se contaron un crecimiento visible del gasto en defensa y el asentamiento de un discurso nacional-patriótico al que no le faltaban ribetes neoimperiales. Por decirlo de otra manera, los nuevos gobernantes rusos contemplaban la inserción internacional de su país con ojos muy distintos de los de sus antecesores inmediatos, y empezaban a ser conscientes de la posibilidad de dar réplica, en terrenos varios, al mundo occidental.

Bruselas nada ha hecho para poner freno a la creciente agresividad estadounidense en el Cáucaso, se ha sumado sin rebozo al juego de dobles raseros

Al respecto es obligado subrayar que, tanto para la política estadounidense como en lo que se refiere a la rusa, el Cáucaso pasó a desempeñar un papel vital. La región, de inequívoco relieve geoestratégico y geoeconómico, se halla ubicada en el patio trasero de Rusia y, tras algunos reveses menores de Washington en Asia Central -la ruptura de la alianza con Uzbekistán-, acompañados del entrampamiento en Irak y Afganistán, se ha convertido en escenario principal de un ejercicio estadounidense orientado a disputar a Moscú una atávica zona de influencia. Con Georgia como punta de lanza principal, la diplomacia de EE UU ha procurado ante todo contestar el casi monopolio del que Rusia disfrutaba en relación con el lucrativo negocio del transporte de la riqueza energética extraída en la cercana cuenca del mar Caspio. La idea de que Washington, al amparo de este juego, buscaba promover la causa de la democracia en una región conflictiva, mil veces repetida, se antojaba una mera superstición.

Tanto Rusia como Estados Unidos han procurado sacar partido de contenciosos locales más o menos importantes. Aunque a buen seguro que las claves principales que explican las dos guerras registradas en Chechenia a partir de 1994 poco o nada tienen que ver con la política estadounidense, parece innegable que la Casa Blanca ha visto con buenos ojos que Moscú se las viese y se las desease para imponer sus intereses en la república secesionista, un poco en la línea del argumento que Henry Kissinger utilizó en su momento para dar cuenta de la actitud de Estados Unidos ante la guerra que libraron, en los 80, Irán e Irak: “Nuestro objetivo es que los dos contendientes salgan mutuamente derrotados”. Rusia, por su parte, no ha dudado en respaldar desde 1991 las causas de los secesionistas surosetios y abjasios, en un movimiento con toda evidencia orientado a debilitar al único Estado caucásico que plantaba cara a Moscú: Georgia.

Para que nada faltase, la región se veía marcada por alguno de los estigmas del choque de civilizaciones de Huntington. Al respecto no está de más recordar que tanto las dos Osetias como Armenia han servido a Rusia de baluartes frente a los progresos, a menudo pintados con visible exageración, que el integrismo islamista habría registrado en varias de las repúblicas del Cáucaso septentrional. El círculo de fuentes de tensión se ha cerrado con el firme designio estadounidense de aprestar conductos de transporte de energía que esquiven el territorio ruso. El principal botón de muestra de este proyecto, hoy ya una realidad, lo ha aportado el conducto que, desde las orillas del Caspio, y tras cruzar los territorios de Azerbaiyán y Georgia, remata en el puerto turco de Ceyhan, en aguas del Mediterráneo.

Lo suyo es agregar que, tal y como ha ocurrido en otros escenarios, la Unión Europea ha asumido en los hechos una conducta de estricto seguidismo de las políticas de EE UU, en visible olvido de los efectos que estas últimas tenían que ejercer en Moscú. De poco sirve al respecto el recordatorio, legítimo, de que la respuesta de Rusia a menudo ha resultado ser -baste con recordar lo ocurrido en agosto en Georgia- visiblemente desmesurada: si Bruselas nada ha hecho para poner freno a la creciente agresividad estadounidense en el Cáucaso, se ha sumado sin rebozo al juego de dobles raseros al que se han entregado pundonorosamente todos los agentes implicados. Las mismas potencias occidentales que salen ahora en defensa de la integridad territorial de Georgia tiraron por la borda tal principio meses atrás en el caso de Serbia, de la misma suerte que los gobernantes rusos jalean la independencia de Osetia del Sur y de Abjasia mientras rechazan un horizonte similar en la vecina Chechenia. Las quejas estadounidenses tras la invasión rusa de Georgia no pueden sino sorprender habida cuenta de lo que la Casa Blanca se ha permitido defender en muchos escenarios, entre ellos, Irak.

Aunque es verdad que nada de lo dicho obliga a reírle las gracias a Moscú, que de muy diversas maneras se comporta como una despótica potencia regional, es urgente colocar a cada cual en su sitio. La certificación de la ignominia de muchas de las políticas que en el plano interno abrazó en los últimos ocho años Putin -y que ha heredado sin mayor quebranto Dmitri Medvédev- en modo alguno aconseja concluir, sin más, que Rusia es un activo y peligroso agente internacional decidido a subvertir, de mil maneras diferentes, el desorden existente. Más razonable se antoja volver los ojos hacia otro lugar y escudriñar lo que se cuece en Estados Unidos, al que la amenaza del integrismo islamista no resulta suficiente en su designio de imprimir una nueva vuelta de tuerca a tramadas estrategias de dominación. Y es así por mucho que las dos potencias enfrentadas sean conscientes de que hay algunas líneas rojas que conviene no traspasar. Ahí está, para testimoniarlo, la decisión estadounidense de no acudir en pronto socorro militar de Georgia y la contención rusa a la hora de evitar cualquier tipo de daño a oleoductos y gasoductos muy importantes para los países occidentales.

Artículos relacionados