Desde 1949, el PCCh, fundado en 1921, es la columna vertebral del sistema político chino. Tras más de 70 años en el poder, la sociedad china se debate entre el orgullo por los logros del país bajo su gestión y el escepticismo respecto a la viabilidad última de un modelo a contra corriente de las tendencias democratizadoras globales. Algunos elementos deben tenerse especialmente en cuenta para comprender su persistencia, actual estatus y desafíos.

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Cartel con la imagen de líderes chinos en Lhasa, Tíbet, bajo dominio chino. Yves Dean/Getty Images

Una identidad ecléctica. Es habitual polemizar sobre si China es o no un país socialista a la vista de las importantes transformaciones experimentadas en los últimos cuarenta años, pero y el PCCh… ¿Sigue siendo comunista? Su matriz de origen nos remite a la ideología marxista-leninista de inspiración soviética. De hecho, en esos primeros años, la orientación y el apoyo de la Internacional Comunista ejercieron una fuerte influencia en su organización y línea política. No sería hasta la reunión de Zunyi, en 1935, cuando se afianza un cambio de rumbo que junto al liderazgo de Mao Zedong prioriza las condiciones particulares de China a las consignas de obediencia soviética. Esto significó la marginación final de Wang Ming y los “28 bolcheviques”, pavimentando el afianzamiento progresivo de unas diferencias que culminarían en un auténtico cisma, la ruptura de los años 60.

Al marxismo-leninismo, el PCCh adosó el “pensamiento Mao Zedong”, es decir, el conjunto de teorías ideadas por el líder chino, especialmente en los años previos al triunfo de la Revolución. Durante el maoísmo, ese corpus doctrinal inspiró de principio a fin la ideología del PCCh. No obstante, la historia no acaba aquí. Tras la muerte de Mao (1976) y la cuantificación de su “70% de aciertos y 30% de errores”, la reforma y apertura promovidas por Deng Xiaoping impulsaron en paralelo nuevos desarrollos en materia de ideología. Aun manteniéndose fiel a los principios de origen, Deng vertebró su teoría –no Pensamiento, una categoría reservada solo a Mao y por la que ahora pugna Xi Jinping a brazo partido– del “socialismo con peculiaridades chinas”, abriendo espacios a principios y fenómenos (desde el mercado a la propiedad privada) que antaño eran considerados poco menos que “demonios”.

Al final del denguismo (1978-2012), el PCCh llegó abrazando sin inmutarse el marxismo, el leninismo, el maoísmo y las propias enseñanzas de Deng, pero igualmente admitiendo, sobre todo en lo económico, principios liberales y refundando de lleno incluso la relación con el pensamiento tradicional, sobre todo el confucianismo, caracterizado por los modernizadores del siglo XIX y por los propios comunistas como la razón determinante del atraso y la decadencia en que China se precipitó en los últimos siglos.

Es importante tener esto presente para entender cómo el PCCh es capaz de combinar cierto nivel de dogmatismo con la flexibilidad precisa para aceptar e incrustar en su arquitectura ideológica todas aquellas influencias que con carácter instrumental y pragmático pueden contribuir a fortalecer su posición hegemónica en el liderazgo del país.

En esa evolución, el actual líder chino Xi Jinping, con su programa de convertir a China en un Estado de derecho, ha añadido a esa identidad profundamente ecléctica la fuerza del legismo mediante el patrocinio de una gobernanza basada en la ley.

Pudiéramos pensar que el PCCh no se inmuta o que, por el contrario, es un atrápalo todo; sin embargo, a su manera, sí evoluciona, cuidando de evitar las rupturas, incluso buscando de forma intencionada la unidad de los contrarios, esa especie de yuxtaposición del yin y el yang que hace que los polos opuestos no solo no se repelan sino que se refuercen mutuamente. Esto es bien visible en la hibridez del sistema económico, en el que abundan las evidencias tanto del liberalismo más desbocado (en el marco laboral, por ejemplo) como de su antítesis (acentuado intervencionismo estatal).

La singularidad de "las características chinas". Es también una nota distintiva que deriva su impronta de la fuerza diferencial de la cultura china, apoyada en una cosmovisión abiertamente diferente a la occidental. A lo largo de la historia, China creó un universo propio.

Si en la guerra revolucionaria que condujo al PCCh a la victoria pudo haber influencias de las enseñanzas de Sun Zi, el autor de El arte de la guerra, la dimensión de Estado-civilización otorga a China un plus nacional que también impregna al PCCh, imponiéndole sus peculiaridades. Esta dinámica va en detrimento de cualquier homogeneidad, ya se fundamente en el internacionalismo proletario o en la adscripción a cualquier modalidad de pensamiento único, liberal o no.

Sin duda, esos factores están presentes cuando Mao, por ejemplo, se aparta de la consideración clásica –y defendida por el PCCh con fe inquebrantable en sus primeros años– que otorgaba al proletariado la condición exclusiva de vanguardia de la revolución. Mao, por el contrario, exaltó el papel del campesinado, como no podía ser de otra forma en una China inmensamente rural y pobre. También supo reconocer el potencial de transformación del campo respecto a la ciudad, desarrollando una estrategia de cerco que le proveyó de los apoyos y capacidades para consumar el asalto definitivo al poder.

Las “características chinas” son expresión del excepcionalismo del gigante asiático, ya se basen en su cultura, demografía, o historia y sirven de fundamento para reivindicar como poco la necesidad de una adaptación de los que llamamos valores universales a su peculiar idiosincrasia. También, obviamente, pueden devenir en coartada política para rechazar de plano influencias no deseadas.

Cualquier ignorancia de esa realidad singular conduce al fracaso, como manifiestamente ocurrió al propio Mao con las campañas anti-Confucio, figura que hoy crece en veneración y respeto entre la población china. Y explica también por qué predomina la ósmosis, una fusión que absorbe y profundiza en esos matices para proyectarlos a conveniencia sobre el presente.

En su particular ADN, los funcionarios y cuadros del PCCh que hoy pululan a lo largo de la inmensa estructura burocrática del país deben más al mandarinato tradicional que a la casta oficinesca, ya sea de perfil soviético o liberal, que acompaña la modernidad.

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La bandera del Partido Comunista Chino y la bandera de la República Popular China. Britta Pedersen/picture alliance via Getty Images

Longevidad: ¿cuál es el secreto? Cumplidos cien años de existencia, al PCCh le preocupa, como es natural, su futuro. Con más de 70 años al frente de los destinos de China, su capacidad de supervivencia ha quedado demostrada no solo durante la orfandad en que le sumió la ruptura con el hermano mayor, el PCUS, sino también cuando el socialismo real sucumbió estrepitosamente en el desenlace de la Guerra Fría. A pesar de la crisis de Tiananmen en 1989, el PCCh supo reponerse sobre la base de rechazar el rumbo propuesto por Occidente, pero no para apostar por el estancamiento sino para alentar una renovación de otro porte.

La longevidad es una cuestión que preocupa en todas las civilizaciones. En China, el taoísmo, especialmente, ha cultivado ese afán de durabilidad. Biógrafos de Mao han resaltado que incluso este se vio seducido por algunas prácticas taoístas orientadas a alargar la vida. Las misiones navales del eunuco Zheng He, según otros, tenían por objetivo obtener el hipotético y potente elixir para garantizar la inmortalidad al emperador y su imperio. Y sería su fracaso en este empeño lo que a la postre explicaría la cancelación abrupta de sus viajes a lo largo y ancho del mundo, llevando a China de regreso a sus adentros.

El secreto de la longevidad del PCCh no radica en su amplia militancia, más de 90 millones de personas, ni tampoco en su posición privilegiada en la base y en la cumbre de los principales actores e instituciones que dinamizan el país sino sobre todo en su capacidad de diagnóstico, su trazado de políticas o su capacidad de movilización de recursos.

La dimensión histórica que reivindica el PCCh para su proyecto nacional (recuperar la grandeza perdida) le confiere esa envergadura que precisa para defender a capa y espada su pertinencia hegemónica, pues es la garantía de que dichos planes y objetivos se mantengan invariables. En su hoja de ruta, Xi Jinping contempla dos etapas (2035 y 2050) como jalones de una propuesta estratégica que solo puede prosperar en base a la continuidad política. Fue el visionario Deng Xiaoping quien dijo que China se hallaba en la etapa primaria de la construcción del socialismo y que ese periodo debía durar no menos de 100 años. Ya nos acercamos.

Legitimidad e imperio de la ley. El fundamento del mandato gobernante del PCCh descansa, primigeniamente, en el hecho revolucionario. Fue su triunfo en la guerra civil contra los nacionalistas del Kuomintag, luego huidos a la isla de Taiwán, lo que le permitió acceder a un poder, progresivamente reconocido en todo el mundo. Con base en esa legitimidad, el PCCh impulsó en sus primeros 30 años, durante el maoísmo, numerosas políticas de inspiración tanto soviética (especialmente la planificación y la industrialización) como propiamente chinas (desde el Gran Salto Adelante a la Revolución Cultural). El balance de esa convulsa etapa fue desigual: hubo crecimiento económico pero también importantes desastres sociales y culturales en medio de una agitación política próxima a la guerra civil.

Tal estado de cosas incentivó la búsqueda de una nueva legitimidad. Con su política de reforma y apertura, Deng Xiaoping descartó que el socialismo pudiera equipararse con una mejor distribución de la pobreza. Por el contrario, alimentó la exploración y ensayo de mil y una formas para facilitar el crecimiento económico y el bienestar de la población. De esta forma, al final de este proceso, China emergió como la segunda potencia económica del mundo y ese orgullo, a pesar de la desigual distribución de la riqueza y los desequilibrios de muchas naturalezas, sirvió al PCCh de sólido argumento para reivindicar la bonhomía de su gestión.

Por último, es ahora, bajo Xi Jinping, que el PCCh centra su agenda en la búsqueda de una nueva legitimidad basada en el imperio de la ley o el imperio por la ley. Consciente de que el proceso económico, marcado por la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo y la circulación dual, experimentará crisis estructurales profundas en los próximos lustros, es hora de fundamentar su autoridad no ya en el hecho revolucionario o en la procura de progreso y bienestar sino en un sistema legal que preceptúa su liderazgo incondicional sin concesiones a cualquier veleidad de signo democrático liberal.

Esta tercera legitimidad se ve reforzada por el aparente éxito de China en la proyección de su poderío mundial que tiene por objetivo promover el nacionalismo, santo y seña de una política que cabe remontar a sus propios orígenes.

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Miembros del Gobierno chino, el centro, el presidente Xi Jimping, en Pekñin, 2020. Kevin Frayer/Getty Images

Retos de cara al futuro. El PCCh, inmerso en pleno periodo xiísta, lidera una transformación integral de la sociedad china con miras a que en 2049, cuando se cumplan los primeros 100 años de la República Popular, pueda acreditar el cumplimiento de la modernización, lo que llama "el sueño chino" o la revitalización de la nación china. Esto exige la implementación de un nuevo modelo de desarrollo situando la economía y la tecnología chinas a la vanguardia de los avances mundiales, pero también la corrección de innumerables aspectos de su agenda social, hasta ahora insuficientemente atendidos (desde la moderación de las desigualdades, las diferencias campo-ciudad, los problemas demográficos o la cuestión ambiental), la mejora de la gobernanza o una mayor precisión de su papel en el mundo.

La estabilidad es la condición sine qua non para que el PCCh pueda atender cabalmente su agenda. Esta puede verse alterada por la magnitud de los retos internos, pero igualmente por el incremento de desafíos exteriores. El ex secretario de Estado de EE UU, Mike Pompeo, sintetizó esa percepción al acusar al PCCh de ser la principal amenaza para el mundo. No todos comparten esta aseveración, muy condicionada por la ansiedad hegemónica Washington, pero sí persiste la incertidumbre respecto al comportamiento que pudiera esperarse de una China situada en la cima del poder global. Es verdad que el PCCh niega cualquier pretensión mesiánica o hegemónica, que aboga por la mutipolaridad y el multilateralismo, exigiendo tan solo respeto a su condición de “país grande”, pero crisis como la de Hong Kong o las reservas a propósito de su política en Xinjiang, constituyen hándicaps que le seguirán acompañando en años venideros.

En el diseño de alto nivel que Xi Jinping procura para garantizar la estabilidad en base a la perennidad política del PCCh al frente de los destinos de China, no se abdica de los fundamentos. Una de sus campañas políticas internas más recientes y de mayor envergadura se basó en la exigencia de “permanecer fieles a la misión fundacional”, resaltando que ni el maoísmo debe oponerse al denguismo ni a la inversa. Tampoco el xiísmo supone una ruptura. Si es verdad, en cualquier caso, que su agenda, nutrida de ideas y proyectos anteriores, introduce cambios sustanciales en la gestión del liderazgo como también en la administración de los asuntos públicos, mostrando una clara preferencia por la tecnogobernanza como alternativa a la profundización democrática exhibida con claridad por algunos de sus predecesores, ya caídos en desgracia (como Zhao Ziyang) o no (caso de Hu Jintao).

En suma, oficialmente, las celebraciones del centenario del PCCh, con la pandemia de la Covid-19 aun lejos de ser vencida totalmente, destacarán el notable papel de esta formación en la recuperación de la grandeza perdida, pero en un contexto ciertamente complejo que puede ensombrecer la fiesta. El año que ahora comienza pudiera incluso llegar a ser crítico en virtud tanto del apogeo de las intrigas de palacio de cara al decisivo XX Congreso que se celebrará en 2022 como de las incertidumbres que las reformas económicas generan en una población que sentirá sus efectos en un contexto internacional en el que, pese al arribo de una nueva Administración en Estados Unidos, no se divisa un horizonte de apaciguamiento.