Cómo una película turca de 1964 explica la actual política del agua en Oriente Medio.

 

El petróleo no es el único recurso natural que importa en Irak. El mes pasado, el país anunció que había empezado a recibir el 50% más de agua del río Éufrates gracias a un vecino de arriba, Turquía.

PHILIPPE DESMAZES/AFP/Getty Images

En otro tiempo, Mesopotamia era un lugar de gobernantes poderosos que domaron los ríos Tigris y Éufrates e hicieron posible una civilización próspera y avanzada. Como consecuencia, Irak siempre tenía más agua que la mayoría de los demás países de la región. El único problema era cómo almacenarla y distribuirla, sobre todo en años de sequía como el actual. Pero hoy, unas infraestructuras destruidas y una gestión ineficaz de este recurso natural han hecho que el país -antiguamente, un escenario favorito para historias de inundaciones bíblicas- tenga que depender de embalses extranjeros para mantener a sus numerosos agricultores de trigo y cebada a flote.

Y a quien tiene que ganarse Irak para asegurar la continuidad del suministro no es a los nuevos ocupantes entre bastidores, los estadounidenses, ni a los iraníes. Es a Turquía, el otro país hegemónico en la región, que controla la mayoría de las esclusas.

Si se sustituye Turquía por Rusia y el agua por el gas, estaríamos oyendo hablar sin cesar de la nueva lucha vital por los recursos naturales. Al fin y al cabo, las periódicas amenazas de Moscú de cerrar los gaseoductos han dejado literalmente tan helados a algunos de sus antiguos países satélites que no han tenido más remedio que someterse.

¿Por qué, entonces, no ha oído el mundo hablar más de la política del agua en Oriente Medio y la amenaza de los acuadictadores? En primer lugar, no suele ir acompañada de las punzantes imágenes que vinculan las riquezas del petróleo a la corrupción y la beligerancia en la imaginación popular. Las representaciones cinematográficas del poder hídrico (que suelen ser de una calidad como la de la película Waterworld) también dejan mucho que desear y son incapaces de competir con películas como Syriana, que ofrece una mirada compleja sobre la política del poder en Oriente Medio.

Pero las imágenes siempre han existido; sólo hacía falta que alguien las redescubriera. De hecho, este viejo drama de la escasez quedó reflejado hace decenios en una gema casi olvidada del cine turco, amorosamente restaurada por la World Cinema Foundation de Martin Scorsese y ahora disponible para su visión en la Red. Al parecer, el film fue censurado por el Gobierno turco poco después de ganar el Oso de Oro en el festival Internacional de Berlín en 1964. Un verano seco reaparece en un momento oportuno, tanto para hacer comparaciones con la actualidad como para volver a observar el rico realismo social del director, Metin Erksan.

Lo más asombroso de la obra -aparte de su descarado trasfondo erótico y su dura representación de la vida en una aldea turca- es lo actual que resulta su tema. En la sencilla historia de un implacable agricultor que reclama la propiedad de una fuente de agua en su tierra, expone de forma dramática ideas opuestas sobre los derechos de propiedad que todavía hoy son materia de conflicto. Y sabe situarse en ese punto medio entre la modernidad y la tradición que tanto se menciona cuando se habla de la Turquía actual. Mientras los personajes canalizan rivalidades que se remontan a Caín y Abel, la mezcla de pañuelo y salwar -pantalones bombachos- de la protagonista femenina no desentonaría en absoluto en un vídeo musical de la región.

La historia comienza de manera sencilla, con dos hermanos que son agricultores en una pequeña aldea. El mayor, Osman, un salvaje amoral que desea a la mujer de su hermano, decide que el manantial que fluye en su propiedad debe regar primero sus tierras, en perjuicio de los campesinos desorganizados que viven más abajo. El hermano menor, Hasan, el personaje prudente y con principios de la película, no está de acuerdo y dice que tendrían que  dejar correr las aguas libremente, pero obedece los deseos de Osman.

Mientras los vecinos dependan unos de otros para obtener unos recursos escasos, sus intereses no siempre van a coincidir

Capa a capa, el film construye un debate entre dos visiones irreconciliables. De un lado están Hasan y los aldeanos, que encarnan la visión comunitaria de que el agua no es de nadie y debe repartirse entre todos; el manantial en las tierras de Osman es “tan viejo como Adán”, como dice un campesino. La opinión de Osman, por el contrario, es que el agua pertenece a quien posee la tierra en la que se encuentra. Uno de los méritos de la película es que, cuando estas dos posturas chocan, ambas partes parecen tener argumentos a su favor.

Todavía más impresionante es que la película se terminó más de una década antes de que Turquía empezase a aplicar esta parábola a escala nacional. A partir de los 80, el gobierno de Ankara comenzó a construir una serie de presas y embalses para aprovechar los recursos hidroeléctricos latentes y eliminar la dependencia de recursos energéticos extranjeros (¿les suena?). Está previsto que en 2013 se termine el Proyecto del Sureste de Anatolia, que sería magnífico para algunos, sobre todo los que podrían beneficiarse de fuentes de energía más fiables y mejor irrigación. Otros saldrán perdiendo. La Presa Hidroeléctrica de Ilisu, comenzada en 2006 sobre el río Tigris, podría desplazar a miles de turcos y destruir lugares históricos, además de afectar a los campesinos al otro lado de la frontera, en Irak.

Lo importante no es decir que Turquía es un país matón e implacable (aunque Siria, preocupada por la reducción del suministro de agua después de que aumentaran las tensiones entre los dos países en 1998, quizá esté en desacuerdo). Tampoco es aconsejable exagerar la probabilidad de que haya unas guerras del agua que desestabilicen la región. Lo fundamental es que esta película profética deja bien claro que, mientras los vecinos dependan unos de otros para obtener unos recursos escasos, sus intereses no siempre van a coincidir. Aunque afortunadamente no aparece en la política, ésa es la esencia del Convenio de Naciones Unidas sobre los derechos de los usos de los cursos de agua para fines distintos a la navegación, un tratado que, por cierto, Turquía se niega a firmar.

Ahora bien, en estos casos, incluso sin arbitrio legal, los actores tienden a comprender el valor del compromiso. Al fin y al cabo, a la gente sedienta y desesperada no le quedan muchas opciones disponibles aparte de la fuerza. Un verano seco lo deja claro con un final memorable y una sugerencia sobre cómo podría llegarse a un acuerdo. Si la persona que está entre tú y un pozo sólo entiende la codicia, ofrécele lo único a lo que es capaz de reaccionar: dinero. Seguirás estando río abajo pero, al menos, los dos beberéis de la misma fuente.

 

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