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Un hombre participando en una manifestación contra el Gobierno libanés, Beirut, febrero 2020. Sam Tarling/Getty Images

El pulso ciudadano en las calles del país árabe, aunque haya entrado en cierto receso en las últimas semanas, probablemente continuará en el futuro. Al mismo tiempo las resilientes élites política libanesas harán todo lo posible para que el sistema del que se nutren sobreviva.

Las movilizaciones populares en Líbano han entrado, al igual que en otros países árabes como Irak o Argelia, en un compás de espera. Aunque la extensión del coronavirus a escala planetaria podría ser una de las explicaciones, lo cierto es que ya habían perdido fuelle unas semanas antes como consecuencia de la represión de las manifestaciones por las fuerzas de seguridad y por militantes de diversas formaciones chiíes. La posibilidad de entrar en una peligrosa dinámica de acción-reacción ha llevado a los convocantes a pisar el freno para evitar males mayores, lo que en ningún caso quiere decir que estemos ante una desmovilización definitiva. Más bien al contrario, ya que todo parece indicar que nos encontramos ante un breve receso para retomar fuerzas tras cinco meses de intensa actividad.

La gota que desbordó el vaso fue el intento del Gobierno de imponer un impuesto mensual a las llamadas realizadas por WhatsApp o Messenger, lo que provocó masivas protestas en el conjunto del país a partir del 17 de octubre de 2019 que llegaron a reunir a más de un millón de personas. El malestar popular fue empleado por la plataforma Li Haqqi (Por mis derechos), una de las organizaciones más activas de la vibrante sociedad civil libanesa, para convocar cortes de carreteraen señal de protesta. Los manifestantes aprovecharon la ocasión para mostrar su rechazo a un sistema político anquilosado incapaz de resolver los problemas a los que se enfrenta Líbano, pero también para criticar la corrupción sistémica, el omnipresente confesionalismo, el rampante desempleo, la creciente deuda pública o la desbocada inflación.

La gravedad de la situación llevó al nuevo primer ministro, Hasán Diab, a dirigirse a la nación el pasado 7 de marzo para anunciar que Líbano suspenderá, por primera vez en su historia, “el pago de la deuda para garantizar las necesidades básicas del pueblo libanés”. Debe recordarse que el país es el tercer Estado más endeudado del mundo y la deuda externa supera ya el 170% del PIB. El propio Diab anunció cambios radicales para hacer frente a la corrupción que, según denunció, “fue inicialmente tímida, después se volvió audaz y luego grosera, hasta que se volvió inmoral e involucró a una parte importante de los componentes del Estado, el poder y la sociedad”. Otros datos que indican la situación límite en la que nos encontramos es que, en los últimos meses, la moneda local se ha depreciado un 30% y la pobreza se ha disparado hasta afectar al 40% de la población.

Los manifestantes también reclamaron la formación de un gobierno integrado exclusivamente por tecnócratas, la aprobación de una nueva ley electoral que no se basara en criterios confesionales y la convocatoria de elecciones para renovar el Parlamento por completo. Estas demandas eran compartidas por una parte significativa de la población, independientemente de su confesión o ideología, lo que ponía en riesgo el sistema sectario y clientelar vigente en el país desde el Pacto Nacional de 1943 y que fue sancionado, en líneas generales, por el Acuerdo de Taef que puso fin a la guerra civil (1975-1989).

Lo que se buscaba, en definitiva, era sentar los cimientos de una tercera república y poner fin a un sistema político obsoleto basado en la repartición del poder en función del peso demográfico de cada una de las comunidades más relevantes del país: la cristiana, la suní, la chií y la drusa. En este sentido, cabe recordar que el sistema político libanés se basa en el consociacionalismo, que parte de la base de que las diferentes comunidades se asocian para compartir el poder y consensuar las decisiones más relevantes. La cooperación entre las élites políticas permite que el engranaje siga funcionando, lo que no es fácil si tenemos en cuenta la polarización política existente entre la Alianza del 8 de Marzo (capitaneada por el Movimiento Patriótico Libre del presidente Michel Aoun y Hezbolá de Hasán Nasralá) y la Alianza del 14 de Marzo (integrada por el Movimiento del Futuro, el Partido Socialista Progresista, las Fuerzas Libanesas y el Partido Kataeb).

La mayor parte de las formaciones políticas no se guían por los principios de la transparencia o la rendición de cuentas y se estructuran en torno a dirigentes carismáticos y grandes linajes que han convertido sus cargos en hereditarios. El cristiano maronita Michel Aoun, el presidente de la República, dirige el cristiano Movimiento Patriótico Libre junto a su yerno Yibran Basel, mientras que el musulmán suní Saad Hariri, el ex primer ministro, está al frente del Movimiento del Futuro. El presidente del Parlamento, el chií Nabih Berri, dirige Amal, y el jeque Hasán Nasralá está al frente del movimiento Hezbolá. Otras formaciones importantes son las Fuerzas Libanesas del cristiano Samir Geagea, el Partido Progresista Socialista del druso Walid Jumblatt, las Kataeb del maronita Samy Gemayel o el Movimiento Marada del maronita Sleiman Frangieh.

A pesar de que la guerra civil finalizó en 1989, los sucesivos gobiernos que han dirigido el país han sido incapaces de reconstruir las infraestructuras dañadas durante el conflicto y garantizar la prestación de servicios básicos a la población como el agua, la electricidad, la educación o la sanidad. De hecho, son los señores de aquella guerra o sus vástagos quienes dirigen hoy la política libanesa. En las últimas tres décadas han establecido tupidas redes clientelares para garantizarse la lealtad de sus respectivas comunidades. De hecho, los partidos políticos gestionan sus propias clínicas y escuelas y reparten contratos gubernamentales o puestos en la administración entre sus fieles. Esta estructura clientelar explica que, durante mucho tiempo, los ciudadanos hayan sido más leales a sus representantes políticos y religiosos que al propio Estado libanés.

En realidad, el divorcio entre la calle libanesa y su gobierno no es novedoso, aunque se ha agravado en los últimos años como consecuencia de la crisis económica que padece el país. El precedente de las actuales movilizaciones hay que buscarlo en 2005 cuando millones de libaneses tomaron las calles para reclamar la retirada de las tropas sirias tras el asesinato de Rafiq Hariri. Una década después, en 2015, cientos de miles de personas salieron a las calles para protestar por el cierre de vertederos y la acumulación de basuras en las calles en el marco del movimiento Talaat Rihatkum (Apestáis). En ambos casos se registró un mismo patrón movilizador caracterizado por el rechazo al modelo confesional y por la transversalidad de las manifestaciones.

De hecho, ambos acontecimientos estaban estrechamente vinculados, ya que el final de la presencia militar siria en el país de los cedros creó las condiciones para el resurgimiento de la sociedad civil libanesa, al levantar los estrechos controles vigentes sobre su actividad durante los años de tutela siria (1989-2005). A partir de entonces surgieron numerosas experiencias de movilización transversales centradas en una agenda de defensa de las libertades públicas, los derechos humanos, la construcción de la paz, el medio ambiente o los derechos de la mujer. Como señala el académico libanés Karam Karam, esta nueva generación de organizaciones creadas por activistas independientes, habitualmente formados en el extranjero y contrarios al sectarismo político, respaldaban el interés nacional en lugar del sectario y se centraron en temáticas sensibles como el cambio de las leyes electorales, los códigos de familia, los derechos de la mujer o la memoria histórica.

En el último lustro esta tendencia se ha acentuado con la irrupción de diversas plataformas como Bidna Nasib (Queremos la rendición de cuentas), Beirut Medinati (Beirut, mi ciudad), Kulluna Watani (Todos por mi país) o Li Haqqi (Por mis derechos) que intentan combatir el modelo confesional y apuestan por nuevas formas de hacer política con la participación de activistas, profesionales y artistas. Como señala Zeina el Helou, “las definimos como ‘nuevas’ en base a tres factores que los diferencian de los partidos tradicionales: no reclaman ningún parentesco con la familia, la secta o incluso la región; adoptan un discurso basado en los derechos y están fuera de las redes clientelares que prestan servicios; y su compromiso político es intralibanés, y no reclaman afiliación a bloques regionales o internacionales”. A pesar de su constatada capacidad de movilizar a la población, hoy por hoy no representan una alternativa de gobierno viable, ya que carecen de un liderazgo sólido y de una agenda nacional. Además, su propia existencia es percibida como una amenaza por el establishment político, que trata de torpedear sus actividades para evitar su consolidación como alternativa.

La caída del gobierno de Saad Hariri y su reemplazo el 21 de enero de 2020 por el independiente Hasán Diab, profesor de la American University of Beirut y anterior ministro de Educación, no han sido suficientes para desactivar a los manifestantes, sino que más bien les han reafirmado en su creencia de que el sistema político es incapaz de reformarse a sí mismo. Como viene siendo habitual en la escena libanesa, la elección del primer ministro fue el resultado de un difícil juego de equilibrios y de vetos cruzados. De ahí que se optara por un candidato de perfil bajo que obtuvo el respaldo de la denominada Alianza del 8 de Marzo, pero que no cuenta con el apoyo de la Alianza del 14 de Marzo.

Por lo tanto, podemos señalar que las cesiones por parte de las élites gobernantes han sido, hasta el momento, limitadas. La designación de Diab como primer ministro ha sido contemplada como un movimiento táctico orientado a garantizar la supervivencia del sistema. Las élites que han dirigido el país con mano de hierro desde el final de la guerra civil no parecen dispuestas a renunciar fácilmente a sus privilegios y, mucho menos, a ceder el testigo a un gobierno integrado en exclusiva por tecnócratas. De hecho, la resiliencia del sistema confesional libanés se basa precisamente en la capacidad de sus élites para acomodarse las unas a las otras a través de “la formulación y reformulación de alianzas interconfesionales”, sobre todo cuando consideran que su posición está amenazada.