¿Una dictadura estalinista irracional inmutable? No tanto.

 

Olvide los peinados y los trajes raros. Kim Jong-Il no es ningún tarado. No tenemos acceso a su loquero, por supuesto, pero no hay ninguna prueba que sugiera que Kim sea irracional. En cuanto a su pueblo y a la comunidad internacional, parece que ha hecho un trabajo excelente con el material de que dispone. Una razón: su mirada objetiva sobre la realidad de su situación. Ha dicho al menos a una fuente fidedigna que la propaganda de su régimen es una mentira, y seguramente sabe –dado que tiene acceso constante a Internet y a la CNN– que su economía agoniza y que su país es un paria internacional.

También sabe que es casi imposible emprender reformas sin poner a su propio Gobierno (y probablemente su vida) en peligro. Mientras el líder comunista chino Deng Xiaoping pudo dejar entrar a los inversores de Taiwan y de Hong Kong para dinamizar su economía sin tener que preocuparse porque ellos terminaran por cortar el bacalao, Kim se enfrenta a un vecino disconforme, Corea del Sur, cuya potencia económica implica que cualquier modernización tipo perestroika podría derivar con rapidez en la pérdida del poder político. Tanto es así, que se cree que Kim ha hecho circular entre los miembros del Partido Comunista Norcoreano unos vídeos con la ejecución del dictador comunista rumano Nicolae Ceaucescu, para asegurarse de que captan la idea.

Dadas estas limitaciones, la retórica histérica de Kim, el lanzamiento de misiles y las estentóreas amenazas nucleares parecen una estrategia cínica pero lógica de chantajear al mundo para que le de suficiente comida y dinero como para mantener su régimen en funcionamiento. Kim puede ser un dictador, pero no se engaña.

Lo que es más, no se trata sólo de él. Nadie puede esperar que el régimen cambie incluso aunque su figura desapareciera (una perspectiva muy discutida debido a su reciente periodo de mala salud). Aunque se dice que ya ha nombrado a su tercer hijo heredero oficial, los problemas del día a día de Corea del Norte llevan años a cargo de la Comisión Nacional de Defensa, encabezada por Kim, y su poderoso cuñado, que accedió a ella recientemente, ya está situado para actuar como regente en caso de fallecimiento. Incluso si Kim Jong Un, de 26 años, se convierte en el nuevo brillante e increíble querido gran líder, dada su juventud e inexperiencia será probablemente una figura decorativa.

E incluso si este último recibe algún poder real, olvídese de todos esos reportajes sobre el presunto efecto liberalizador de su supuesta educación suiza. Porque Kim 3.0 se enfrentará a la misma brutal realidad que su padre: cualquier apertura sustancial significaría ceder control al más poderoso Sur. Por el momento, sin embargo, el Norte está moviéndose de forma gradual hacia una forma de liderazgo colectiva. Sus envejecidos miembros serán reticentes a votar a favor de toda reforma drástica, pero se enfrentarán al mismo tipo de presiones que Kim hoy. Y esas presiones están aumentando a medida que Corea del Norte se abre al mundo más que nunca antes en sus 60 años de historia.

Pese a todas las rituales referencias de los medios a Corea del Norte como “estática” y “orwelliana”, el reino ermitaño actual es un lugar donde la gente se gana la vida en mercados privados y en el comercio internacional. A mediados de los años 90, la mala gestión de la economía del Norte complicó los daños de las inundaciones, desatando una hambruna sin igual, en la que murieron dos millones de personas. El colapso consiguiente de las redes estatales de producción y de distribución de alimentos obligó a muchos norcoreanos –incluidos miembros del partido– a recurrir a sus propios medios para asegurarse la comida (y el Gobierno hacía la vista gorda cada vez más). En 2002, el Gobierno de Kim hizo un reconocimiento táctico de esta realidad cuando impulsó una serie de reformas económicas provisionales que, en esencia, permitieron que este incipiente sector privado continuara existiendo.

Bajo la “política de reconciliación” instituida por el fallecido presidente surcoreano Kim Dae Jung a principios de esta década, el Norte y el Sur han incrementado enormemente su cooperación económica, estimulando el comercio y los viajes, e incluso creando dos enclaves en el Norte donde los gerentes y turistas sureños se mezclaban con los norcoreanos. Pyongyang hizo todo lo que pudo por restringirles el acceso, pero el conocimiento y los bienes de ambas zonas han salido al exterior, tal vez una de las razones por las que Corea del Norte ha considerado que tenía que reprimirlos en los últimos meses. Un disidente declaró a la corresponsal de Los Angeles Times Barbara Demick en 2005: “Lo único que queda de la antigua Corea del Norte es el nombre”.

Kim puede ser un dictador, pero no se engaña

Según investigadores como Andrei Lankov, de la Universidad Kookmin, de Corea del Sur, últimamente el Gobierno ha estado luchando para revertir las consecuencias no deseadas de esta liberalización a regañadientes. No hace mucho, un periódico japonés informó de una nueva ola de incursiones de los llamados “escuadrones 109”, unidades especiales de policía que peinan los pueblos en busca de música y vídeos prohibidos procedentes de Corea del Sur. Como destacaron recientemente unos parlamentarios de Seúl, los fideos y los pastelitos surcoreanos de contrabando son especialmente apreciados por los norcoreanos que pueden pagarlos. Kim Jong Il tiene razón en tomarse estas nimiedades en serio. El número de norcoreanos que han votado con los pies en los últimos 10 años, abandonando el país por razones políticas y económicas, se encuentra ya en los cientos de miles. Por supuesto, Corea del Norte todavía es un Estado policial que incluye una red de campos de concentración por todo el país. Y aun así hay señales desconcertantes de que el poder del Gobierno ya no es ilimitado. Como parte de la campaña para reafirmar su autoridad, el Ejecutivo ha intentado reprimir los mercados populares privados, que sirven de medio de vida fundamental para el pueblo llano, pero hasta ahora ha fracasado de forma notable en su objetivo de que las medidas cuajen. Un intento de cerrar un mercado clave en la ciudad de Chongjin el año pasado al final generó un reguero de protestas públicas.

Y, sin embargo, la idea de que el Norte se ha cerrado con un sello hermético sigue siendo un ingrediente básico de la información internacional. Puede que fuera correcto en el pasado, pero durante los últimos 10 años el comercio del país con China se ha multiplicado, y con el flujo entrante de bienes chinos han entrado también aparatos de vídeo, DVD surcoreanos y biblias ilegales. Los desertores atestiguan la popularidad de todos los artículos, desde las bandas masculinas surcoreanas a la película Titanic. Como consecuencia, la propaganda del régimen ha perdido mucho empuje.

La creciente dependencia norcoreana del comercio transfronterizo significa también que es mucho más vulnerable frente a la presión exterior de lo que se suele reconocer. Muchos observadores creen que las sanciones impuestas por la Administración de George W. Bush en 2005 desempeñaron un papel crucial en el regreso de Pyongyang a las negociaciones a seis unos meses más tarde; las sanciones demostraron ser eficaces porque muchos bancos chinos cerraron sus negocios con el reino ermitaño por miedo a perder acceso al sector financiero estadounidense. Y este año, el comercio entre China y Corea del Norte se ha reducido sensiblemente, tal vez porque una nueva tanda de sanciones de Naciones Unidas, impuestas después de que Pyongyang probara un arma nuclear el año pasado, han afectado también a las relaciones financieras con sus socios chinos. Ésa podría ser una de las razones por las que el régimen ha empezado a abrirse a la comunidad internacional después de meses de ruido de sables.

Así que intentemos olvidar la facilona afirmación de que Kim es simplemente un desequilibrado. (Por si sirve de algo, la ex secretaria de Estado Madeleine Albright ha dicho en repetidas ocasiones que “Kim no es ningún chiflado”). No hay duda de que el régimen sigue siendo extremadamente peligroso para sus propios ciudadanos, y potencialmente también para el resto del mundo, mediante la proliferación atómica o actos de agresión desesperados. Y muchos expertos alertan de que es poco probable que Pyongyang abandone en algún momento sus armas nucleares. El programa atómico es la única historia de éxito nacional que Kim Jong Il puede reclamar como suya haciendo de él una fuente clave de legitimidad en un momento en el que su posición es más débil que nunca. Pero esto no significa que las potencias deban abandonar la presión. Contener la amenaza que supone Corea del Norte para la seguridad internacional seguirá siendo un trabajo a jornada completa.