Los países avanzados que impulsaron la globalización recuperarán poder y legitimidad gracias a la crisis.

Durante las últimas décadas, a medida que la globalización económica se intensificaba, se ha venido produciendo un proceso gradual de difusión del poder en la economía mundial. Los Estados nación, que habían sido los únicos actores relevantes de las relaciones internacionales durante siglos, comenzaron a perder poder a favor de otros actores. Hacia arriba, organismos supranacionales como el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio o la Unión Europea diluían el poder del Estado, así como su margen de maniobra en política económica. Hacia abajo, empresas multinacionales, ONG, mafias, el Foro Económico Mundial de Davos, las agencias de rating o la llamada sociedad civil global también restaban soberanía al Estado, al convertirse en nuevas fuentes de poder. Por último, con el colapso del bloque soviético y los procesos de liberalización y privatización de inspiración anglosajona (que llegaron a Europa con el Acta Única y el Tratado de Maastricht), los mercados fueron restando poder a los Estados nación.

Lógicamente, no todos los Estados perdían poder con la misma intensidad. Aquellos más ricos e influyentes, los que eran capaces de dar forma a las reglas de la globalización en función de sus propios intereses, perdían menos influencia que los que estaban más expuestos a los vaivenes de los mercados internacionales o tenían que aceptar unas reglas económicas que en ocasiones consideraban ilegítimas. En definitiva, aunque el poder relativo del Estado se redujera, en los países pobres esta reducción de la soberanía tenía un impacto mucho mayor que en los países ricos. Y es que en el mundo aparentemente plano de la globalización todos eran iguales, pero algunos eran más iguales que otros.

Durante los 90 –y bajo la batuta de las políticas del Consenso de Washington–, este proceso de difusión del poder y de retirada del Estado parecía imparable, pero los atentados del 11-S lo ralentizaron al volver a colocar la seguridad en el centro de las relaciones internacionales. Las nuevas leyes destinadas a combatir el terroris-mo y el renovado aumento del gasto militar, sobre todo en Estados Unidos, nos devolvieron temporalmente al pasado, cuando las high politics de la guerra y la seguridad primaban sobre las low politics de la economía. Sin embargo, esta vuelta del Estado protector no fue más que un espejismo.

El enorme crecimiento económico mundial que siguió a la crisis de 2001-2002 y el renovado impulso en producción y comercio de las economías emergentes lideradas por China sirvieron para que la globalización económica prosiguiera su espectacular avance. Y esta nueva ola de liberalización volvió a reducir el margen de actuación del Estado nación, lo cual se plasmó, por ejemplo, en las crecientes dudas sobre la sostenibilidad del Estado del bienestar en Europa o en los temores de los trabajadores ante la deslocalización industrial y el outsourcing de servicios, fenómenos que ponían en peligro sus puestos de trabajo y ante los que el Estado no era más que un mero sufridor.

 

Durante la ola de liberalización, quienes osaban denunciar los fallos del mercado, criticaban el capitalismo o defendían los controles financieros eran tachados de peligrosos radicales o utópicos soñadores

Durante esta fase, pocos osaban denunciar los fallos del mercado. Quienes criticaban el capitalismo, defendían los controles de capitales o, incluso, alertaban sobre los riesgos del cambio climático eran tachados de peligrosos radicales o, simplemente, de utópicos soñadores. Por ejemplo, ante la crisis alimentaria de 2008 desde algunos foros se solicitó que la intervención pública regulara los mercados de futuros sobre alimentos, controlara los precios o creara un pool de recursos comunes para hacer frente a las hambrunas. Pero más allá de aumentar la ayuda alimentaria de emergencia poco se pudo hacer. De hecho, los esfuerzos se concentraron en subrayar que la respuesta adecuada a la crisis pasaba por más comercio, y que los altos precios incentivarían la producción en los países pobres, ayudando así a su desarrollo. Se prestó poca atención a los problemas de asimetría de poder e información en los mercados alimentarios. En suma, el mercado era intocable y el Estado estaba fuera de juego.

Pero la crisis económica global ha obligado a revisar estos principios, al tiempo que se ha iniciado una todavía tenue desglobalización, que va acompañada por un retorno de Estados nación fuertes. Así, los programas de rescate al sistema financiero, los enormes paquetes de estímulo fiscal que han activado los países y las reformas regulatorias en materia financiera –que todavía están en marcha– han servido para fortalecer a los gobiernos, que ahora se ven legitimados para poner freno a los excesos del mercado que la crisis ha puesto de manifiesto. Como consecuencia de la intervención pública, a medio plazo serán necesarios mayores impuestos para cuadrar las cuentas, y todo parece indicar que el mundo postcrisis tendrá mayor regulación en multitud de aspectos de la vida económica, pero sobre todo en los que se refieren a los mercados financieros. Por último, la opinión pública en la mayoría de los países, que ya venía mostrándose crítica con la globalización económica al considerar que los beneficios de la liberalización se distribuían de forma desigual, comenzará a reclamar con más fuerza un mayor papel para las políticas públicas.

Ya tenemos algunos ejemplos. El keynesianismo ha resucitado, y las políticas económicas heterodoxas como la nacionalización (bancaria y de grandes empresas emblemas del capitalismo como General Motors), la expansión monetaria cuantitativa o la monetización del déficit público se han aplicado en los países que alardeaban de ser los más ortodoxos. También ha desaparecido el estigma de la política fiscal expansiva, que incluso el Fondo Monetario Internacional ha apoyado. Por último, se ha abierto un debate sobre la imposición de la tasa Tobin sobre las transacciones financieras internacionales (algo impensable hace dos años), y países como Brasil han introducido controles de capital sin que nadie se lleve las manos a la cabeza.

Por todo ello, y aunque resulte paradójico, los Estados de los países avanzados que impulsaron la globalización y perdieron influencia según ésta iba avanzando recuperarán poder y legitimidad gracias a la primera gran crisis de la globalización. En definitiva, aunque todavía es pronto para saber en qué medida esta crisis modifica sustancialmente el equilibrio de poder entre el Estado y el mercado, sí que ha significado un punto de inflexión en la globalización económica. El Estado ha vuelto, y está aquí para quedarse.