El nacionalismo turco regresa al futuro.

 

Un día despejado de febrero, cuando Ali Babacan visitó Yemen, sus anfitriones le llevaron a un edificio de adobe con varios siglos de antigüedad a las afueras de la capital, Sanaa. Allí, una docena de líderes tribales esperaban al ministro de Asuntos Exteriores turco, formando con las dagas curvas en alto. Si bien Babacan se asombró al principio, pronto se dio cuenta de que le saludaban al modo reservado para dar la bienvenida a los gobernadores otomanos recién llegados, completada con tambores y con un baile tradicional que probablemente no había sido representado para un oficial turco desde hacía casi un siglo.

No hace tanto, los altos oficiales turcos no se molestaban en visitar Yemen o, digamos, la mayoría de los países de Oriente Medio. En los casi noventa años transcurridos desde la fundación de la moderna República de Turquía, sus líderes solían equiparar a Oriente con el atraso y a Occidente con la modernidad, y por ello pusieron sus ojos sobre todo en Europa. Mientras, los países árabes, en su momento gobernados por sultanes desde Estambul, miraban a Turquía con una mezcla de sospecha y resentimiento defensivo.

Hoy esto está cambiando. Ankara no sólo está enviando emisarios por toda la región, sino que un nuevo gusto por todo lo turco ha surgido en los países vecinos. La teleserie turca Noor, comprada por la cadena saudí MBC y doblada al árabe, se ha convertido en un éxito inmediato, alcanzando los 85 millones de telespectadores en Oriente Medio. Muchos de los cada vez más numerosos turistas árabes que visitan Estambul están peregrinando a lugares que aparecen en el programa. En febrero, Asharq Alawsat, un periódico panárabe con sede en Londres, tomó nota del cambio de actitud en una columna muy difundida: ‘¿El retorno del Imperio Otomano?’.

Esta nueva atmósfera empezó en casa. Desde que llegó al poder hace siete años, el Gobierno turco liderado por el Partido de la Justicia y el Desarrollo ha adoptado un enfoque diferente respecto a su papel en la región. El cerebro de este giro –“neo-otomanismo”, como lo llaman en Turquía y en Oriente Medio– ha sido Ahmet Davutoglu, el asesor principal para política exterior del primer ministro turco. En su libro de 2001, Profundidad estratégica, escribió que, al huir de sus lazos históricos en la región, Turquía estaba alejándose también de las oportunidades políticas y económicas. Su estrategia ha sido rentable para Turquía. El comercio con los ocho países vecinos más cercanos –incluidos Siria, Irán e Irak– casi se ha duplicado entre 2005 y 2008, pasando de 7.300 millones de dólares a 14.300 millones. Y Ankara ha pasado de estar al borde de la guerra con Siria hace una década a encontrarse entre los mayores aliados de Damasco en la región. El pasado otomano está en el aire también. En un mitin político reciente, un seguidor entusiasta desplegó una pancarta que proclamaba al primer ministro “el último sultán”. Los cinéfilos han ido en masa a ver una nueva riada de temática otomana, desde El último otomano, una cinta de acción situada en la Primera Guerra Mundial, hasta República otomana, una comedia que imagina la vida en la Turquía moderna si los sultanes aún mandaran.

La última atracción cultural de Estambul es el Museo de Historia Panorama 1453, un edificio revestido de granito, fuera de la antigua muralla, que refleja la historia de la conquista otomana de la Constantinopla bizantina. En una visita me encontré con un grupo de mujeres cubiertas con velo que disfrutaban de las imágenes y los sonidos de la actividad principal del museo: un diorama circular que mostraba el victorioso asalto final de Mehmet El Conquistador contra las murallas de Constantinopla. “Es bonito, precioso”, dijo una profesora de 28 años, mientras a lo lejos retumbaba el ruido de unos atronadores cañonazos, “tenemos que conocer nuestra historia”. El nacionalismo no es nuevo en Turquía, sin embargo, durante gran parte del siglo pasado, conllevaba el rechazo de la historia otomana. Hoy implica reclamarla.