Sahel
Fuerzas especiales de Malí asisten a las reuniones de transición tras el golpe de Estado en el país. (John Kalapo/Getty Images)

La crisis que devora la región del Sahel en el norte de África sigue agravándose, con el aumento de la violencia interétnica y los yihadistas actuando en un territorio cada vez más amplio. 2020 ha sido el año más letal desde que comenzó la crisis en 2012, cuando unos terroristas islamistas se apoderaron del norte de Malí y sumieron la región en una continua inestabilidad.

Los yihadistas controlan o están presentes en la sombra en zonas rurales de Malí y Burkina Faso y están avanzando en el suroeste de Níger. Las intensas operaciones antiterroristas llevadas a cabo por Francia en 2020 asestaron serios golpes a los terroristas, aplastaron la filial local del autoproclamado Estado Islámico y mataron a varios jefes de Al Qaeda. Parece que esas derrotas, unidas a las luchas internas de los yihadistas, han contribuido a que haya menos atentados sofisticados contra las fuerzas de seguridad. Pero los ataques militares y la muerte de los líderes no han acabado con las estructuras de mando ni el reclutamiento. De hecho, cuantos más ejércitos extranjeros intervienen, más parece crecer el baño de sangre en la región. Y las autoridades gubernamentales no han sido capaces de recuperar las zonas rurales perdidas. Incluso cuando el ejército consigue expulsar a los yihadistas, en cuanto las operaciones terminan, estos suelen regresar. Las condiciones que permiten prosperar a estos grupos son difíciles de mejorar. Las relaciones del Estado con muchos de sus ciudadanos de las áreas rurales están rotas, igual que los sistemas tradicionales de gestión de conflictos. Como consecuencia, ni el Estado ni las autoridades tradicionales pueden suavizar las fricciones cada vez mayores entre las comunidades, frecuentemente por el acceso a los recursos. Los abusos cometidos por las fuerzas de seguridad alimentan el descontento. Y todo ello es una bendición para los yihadistas, que prestan su potencia de fuego y su protección a las poblaciones locales e incluso se ofrecen para resolver disputas. Las milicias étnicas movilizadas por las autoridades de Malí y Burkina para luchar contra los terroristas islamistas fomentan la violencia entre las distintas comunidades.

Incluso fuera de las zonas rurales, los ciudadanos están cada vez más furiosos con sus gobiernos. La mejor prueba es el golpe orquestado en Malí en el mes de agosto, tras las protestas por unas elecciones polémicas, pero también basado en la indignación general por la corrupción y la incompetencia de los gobernantes. Y en Níger y Burkina Faso existe un descontento similar.

Sin un esfuerzo más firme para abordar la crisis de gobernanza en las zonas rurales del Sahel, es difícil que la región pueda salir de las turbulencias actuales. En términos generales, para ello sería necesario que las autoridades estatales y los demás actores se dediquen ante todo a mediar en los conflictos locales, hablando con los yihadistas cuando sea necesario y utilizando los acuerdos logrados como base para la reimplantación de la autoridad del Estado en el campo. Las actividades de los ejércitos extranjeros son esenciales, pero los actores internacionales deben hacer hincapié en las negociaciones de paz locales e impulsar la reforma de los gobiernos. Nada parece indicar que el uso prioritario de las fuerzas armadas vaya a estabilizar el Sahel. Al contrario, en años recientes parece haber contribuido al aumento de las luchas entre etnias y la presencia de los terroristas islamistas.