Soldados malienses, que forman parte del G5 Sahel, hacen patrulla en la zona centro de Malí. (DAPHNE BENOIT/AFP/Getty Images)

Los débiles Estados de la región del Sahel tienen grandes dificultades para superar una mezcla explosiva de conflictos entre comunidades, violencia yihadista y disputas por las rutas de contrabando. Los saqueos de sus líderes y las respuestas militarizadas a menudo empeoran todavía más las cosas.

La crisis de 2012 en Malí —en la que el Ejército maliense fue expulsado del norte del país por un golpe que derrocó al Gobierno, y que permitió que los yihadistas controlaran las ciudades de la región durante casi un año— demuestra lo rápidamente que pueden varias las cosas. Desde entonces, la aplicación de un acuerdo de paz para terminar con la crisis se ha estancado, y la inestabilidad se ha extendido desde el norte a la región central del país y a zonas de los vecinos Níger y Burkina Faso.

La dinámica en cada lugar es local, pero todos tienen en común la falta de autoridad de los gobiernos y su incapacidad para cortar de raíz la violencia, a la que muchas veces contribuyen ellos mismos. Las armas que inundaron la región cuando se desintegró Libia tras la derrota de Muamar Gadafi han hecho que las disputas locales sean más letales. La inestabilidad ha abierto un rico campo de cultivo para los yihadistas, que se aprovechan de los conflictos entre comunidades o utilizan el islam para enmarcar las luchas contra las autoridades tradicionales.

Mientras la situación degeneraba, la respuesta regional e internacional se ha centrado excesivamente en las soluciones militares. Los europeos, en particular, solo ven en la región la amenaza contra su propia seguridad y una fuente de inmigración y terrorismo. A finales de 2017, una nueva fuerza respaldada por Francia, el G5 Sahel —formada por tropas de Malí, Níger, Chad, Burkina Faso y Mauritania—, se preparaba para desplegarse en un terreno ya abarrotado por el propio cuerpo antiterrorista francés, las Fuerzas Especiales de Estados Unidos y las tropas de paz de la ONU. Aunque la acción militar es necesaria para disminuir la influencia de los yihadistas, la fuerza G5 suscita más dudas que respuestas. No define claramente un enemigo, sino que prevé operaciones contra una variedad de terroristas, traficantes y otros delincuentes. Interrumpir el contrabando en regiones en las que constituye la espina dorsal de la economía local puede provocar el rechazo de los habitantes. Y también existe la probabilidad de que los líderes regionales utilicen la ayuda militar para apuntalar su propio poder.

Para no empeorar las cosas, los esfuerzos militares deben ir acompañados de una estrategia política que se base en obtener el apoyo de las poblaciones locales y en reducir tensiones, en lugar de agravarlas. No hay que descartar la posibilidad de abrir o restablecer las líneas de comunicación con jefes terroristas, si eso puede contribuir a reducir la violencia.

 

Este artículo forma parte del especial Las guerras de 2018

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia