Aunque los periódicos no hablen de ello, la pena de muerte gana terreno en Japón. Las autoridades mantienen las ejecuciones estatales lejos del público y en un ambiente de secretismo. Ni siquiera los condenados a muerte saben el día en que serán ejecutados. FP le permite ser testigo de excepción de uno de estos ahorcamientos.

14_1Tamaki Mitsui se quedó un poco sorprendido un viernes cuando su superior le dio instrucciones para el lunes siguiente: servir de testigo en dos ejecuciones en la horca. El propio Mitsui, funcionario de la oficina del fiscal del Tribunal Superior de Nagoya, donde se tramitan los recursos penales, se había mostrado a favor de la aplicación de la pena de muerte en tres procesos, y sabía que la legislación japonesa exige que algún representante del fiscal presencie las ejecuciones, pero creía que esta función era asignada al azar. Aun así, aceptó la orden. "Parte del trabajo", pensó.

Cuando llegó el lunes, Mitsui se desplazó en compañía de un subordinado al centro penitenciario de Nagoya, una de las siete cárceles japonesas donde los condenados a muerte aguardan hasta que son conducidos a la horca. Poco después de las nueve de la mañana, él, su asistente, el director y otro funcionario de la prisión se sentaron codo con codo detrás de una pared de vidrio que iba del suelo al techo. Al otro lado del cristal se encontraba la sala de ejecución: una estancia vacía, de apenas cinco metros cuadrados, con paredes desnudas y blancas, y un brillante suelo de madera marrón clara de ciprés japonés. Colgando del techo, e iluminada por unos focos, había una soga. El único sonido era el canto previamente grabado de un sutra budista [enseñanzas orales de Buda]. A Mitsui aquel escenario le pareció extrañamente sereno. "Sé que suena raro decir esto, pero era un lugar bello", recuerda, "como un teatro Noh" [una forma de teatro tradicional nipón].

En ese momento se abrieron unas puertas dobles del fondo de la sala de ejecuciones. El condenado hizo su aparición escoltado por una pareja de guardias del penal. Era el 19 de noviembre de 1998, y Tamaki Mitsui estaba a punto de ser testigo de algo que pocas personas en el mundo han podido ver. En Japón existe un enorme mutismo en torno a la horca. De hecho, tal vez sólo el Palacio Imperial esté más resguardado de la opinión pública. Ningún miembro de la prensa está autorizado a presenciar las ejecuciones en la horca, y tampoco lo están las familias del condenado ni las de sus víctimas. No se publica ninguna descripción
o informe oficial de esas ejecuciones, que no se hacen públicas hasta que han sido realizadas, e incluso entonces los portavoces oficiales se limitan a comunicar sin más que se han producido. (Los nombres de los ejecutados en la horca se filtran a través de los abogados y los miembros de la familia). La ley exige guardar silencio a los funcionarios a quienes se ha ordenado presenciar las ejecuciones. Ni siquiera los miembros de la Dieta, el Parlamento nipón, tienen acceso a ellas. La visita, en 2003, de una delegación de nueve parlamentarios a las salas de ejecución de Tokio fue la primera de estas características en 30 años, y no
se les permitió presenciar ninguna ejecución en la horca ni hacer fotografías.

Estuve dos meses preparando un reportaje sobre la pena de muerte en Japón durante el verano de 2004, y el de Mitsui fue el único testigo ocular de una ejecución relativamente reciente que pude encontrar. El funcionario, de 60 años, es un hombre pulcro y un tanto nervioso, con aspecto de delator, y, por qué no decirlo, un personaje polémico en Japón. Fue detenido en 2002 acusado de aceptar generosas dádivas de los mafiosos y de falsificar un certificado de residencia para obtener una exención fiscal ilegal. Pero su detención se produjo justo el día en que estaba a punto de hacer unas declaraciones en televisión sobre los crecientes
abusos cometidos con los fondos para sobornos en la oficina del fiscal. Se declaró inocente y acusó a sus antiguos compañeros de haber emprendido una persecución política contra él. En febrero de 2005, el Tribunal de Distrito de Osaka admitió que sus acusaciones debían investigarse, pero aun así le condenó por cinco de los seis delitos de cohecho de que fue acusado. Ahora se encuentra en libertad bajo fianza en espera del resultado de su recurso de apelación.

Es evidente que Mitsui tiene un interés personal en esta historia. Además, la entrevista fue concertada a través de Forum 90, la organización más importante de Japón en contra de la pena de muerte. Pero su conflicto con la justicia nada tiene que ver con la pena capital. Pese a mostrar cierta ambivalencia respecto a lo que vio en la sala de ejecuciones, afirmó no ser un ferviente opositor de la pena de muerte. Su versión se ajustaba a los datos sobre las ejecuciones en la horca en Japón que se han ido averiguando a través de otras fuentes. Nobotu Hosaka, un ex miembro de la oposición de la Dieta que integraba la delegación que visitó las salas de ejecución de Tokio en 2003, afirma que el lugar en que estuvieron él y sus colegas coincide con la descripción de Mitsui sobre la sala de Nagoya, salvo por el detalle de que el suelo de Tokio estaba cubierto por una alfombra. Responsables del Gobierno confirmaron algunos aspectos de la descripción de Mitsui. "En cuanto a la pena de muerte, parece no tener ninguna razón para mentir o exagerar", sostiene David T. Johnson, profesor de Sociología en la Universidad de Hawai, que le entrevistó con motivo de un estudio a largo plazo sobre el sistema de justicia penal de Japón.

En este momento, el relato del funcionario tiene especial relevancia, porque Japón no es sólo el único miembro del G-7, aparte de EE UU, que mantiene la pena capital, sino que además allí están aumentando las condenas a muerte. Gracias al descenso de los asesinatos y al interés por las últimas liberaciones de algunos reos del corredor de la muerte, en EE UU están disminuyendo las condenas a muerte. En 2004 alcanzaron la cifra de 130, la más baja desde que el Tribunal Supremo reimplantó la pena capital en 1976. Pero en Japón las autoridades han respondido con más penas de muerte al reciente aumento de la actividad delictiva y a atentados como el del metro de Tokio con gas sarín en 1995. Los tribunales nipones dictaron 18 sentencias de muerte en 2002, la cifra anual más alta desde 1961 (29 personas). Haciendo oídos sordos a las críticas de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, del Consejo de Europa y de Amnistía Internacional, los tribunales condenaron a muerte a 55 personas entre 2000 y 2003, el mismo número que en los 11 años anteriores juntos. Dos hombres fueron ejecutados en Japón en 2004, una cifra habitual en los últimos años, aunque el doble o el triple también es frecuente. Este número está muy por debajo de las 59 ejecuciones en EE UU en 2004, pero parece que, en los próximos años, cada vez más condenados serán conducidos a la horca nipona.

LA HORA DEL PATÍBULO

14_2Pese a que el conflicto entre EE UU y Europa sobre la pena capital es bien conocido, la férrea determinación de Japón de mantenerla demuestra que el debate global sobre esta cuestión no es sólo transatlántico. También existe una enorme diferencia entre Europa y las democracias, implantadas o emergentes, de Asia. De los países asiáticos con gobiernos elegidos libremente en las urnas, India, Indonesia, Filipinas, Corea del Sur, Sri Lanka, Taiwan y Tailandia tienen vigente la pena capital. Esta lista, por supuesto, engloba diferentes políticas. Taiwan está en proceso de abolir la pena de muerte, mientras en Tailandia, con 65 millones de personas, hay casi mil hombres y mujeres condenados a muerte, muchos de ellos por delitos relacionados con las drogas.

El hombre que cruzó las puertas dobles hace seis años aquella mañana de noviembre se llamaba Tatsuaki Nishio y tenía 61 años. En su juventud había sido el jefe de una banda. Entre 1976 y 1977 cometió tres delitos en el área de Nagoya: ordenó a un subordinado que estrangulara a un empleado de una constructora de Nagoya y fue el autor de otros dos intentos de asesinato. El Tribunal Supremo de Japón desestimó su último recurso en 1989. El día de su ejecución, los guardias del penal lo despertaron y le informaron de que había llegado su hora. En Japón no se avisa con antelación a los condenados del corredor de la muerte de la fecha en que serán ejecutados, una práctica que las organizaciones internacionales de derechos humanos condenan por considerarla una forma de tortura psicológica.

Pero el Gobierno sostiene que el procedimiento es compasivo y prudente, e insiste en que el preaviso generaría una ansiedad innecesaria cuando los presos deberían estar preparándose para lo inevitable. "Los reos están esperando que cualquier día les llegue su hora, así que es muy fácil que se desestabilicen emocionalmente", señala Satoru Ohashi, un director adjunto del Departamento de Corrección del Ministerio de Justicia. "Y si se desestabilizan emocionalmente, pueden suicidarse, escapar o atacar a algún funcionario de la prisión". Además, se afirma que la publicidad sobre los convictos del corredor supondría una intromisión en la vida privada de sus familias, que se sienten avergonzadas o rechazadas.

Los detractores de la pena de muerte señalan que el verdadero objetivo del Ministerio de Justicia es doblegar la voluntad de los reos, poner freno a los recursos encadenados. "Si no tienes a nadie que te ayude y los sacerdotes con los que hablas te dicen ‘cometiste un delito, así que acepta tu muerte’, y vives día tras día mirando una pared, ¿quién no empezaría a tener deseos de morir?", comenta Yuichi Kaido, un importante abogado defensor que representa a los condenados a muerte. "Este tipo de trato les induce a no solicitar la revisión de su causa". Los japoneses que se oponen a la pena capital señalan que al menos algunos condenados del corredor de la muerte, o sus familiares, recibían información sobre sus ejecuciones pendientes hasta hace unos treinta años. Según un artículo de Kaido en 2001, a Kiyohachi Horikoshi, un asesino condenado a morir, se le permitió ver a su madre el día antes de su ejecución en diciembre de 1975. Pero, un mes después, Kiyoshi Okubo, otro asesino convicto, fue ejecutado sin previo aviso, y, desde entonces, no se ha advertido a ningún otro preso de su ajusticiamiento. Los detractores afirman que el objetivo del cambio era contrarrestar una resolución del Tribunal Supremo en 1975 por la que se flexibilizaban los requisitos que debían cumplir los condenados a muerte para conseguir un nuevo juicio. La resolución alentó muchas nuevas peticiones de revisión de las causas, poco frecuentes hasta ese momento.
Si ésa fue la verdadera intención del Gobierno, no surtió efecto del todo. El resultado final de la decisión de 1975 fue la absolución
y liberación de cuatro hombres que habían permanecido en el corredor de la muerte desde que fueran condenados a la pena capital por asesinato en la década posterior a la Segunda Guerra Mundial, pero que siempre habían insistido en su inocencia. En los cuatro casos surgieron serias dudas sobre la manipulación de las pruebas y sobre los métodos con que se obtuvieron las confesiones. Tal vez la mayor injusticia se cometió con Sakae Menda, que en 1948, con 23 años, fue condenado por un doble asesinato cometido con un hacha. La sentencia se basó en el testimonio, plagado de contradicciones, de una prostituta y en la autoinculpación de Menda, arrancada tras 80 horas privado de sueño en una comisaría.

El Ministerio de Justicia endureció sus procedimientos tras esos casos, que fueron, en parte, la razón por la que Japón suspendió las ejecuciones durante 40 meses entre noviembre de 1989 y marzo de 1993. Sin embargo, algunos aspectos problemáticos del sistema de aplicación de la pena de muerte permanecen, en esencia, inalterados. Quizá el más básico, el hecho de que las autoridades den crédito a las confesiones por encima de cualquier prueba, no es exclusivo de los casos susceptibles de la pena capital. Tradicionalmente, los tribunales japoneses han considerado las confesiones del acusado más determinantes que cualquier otra evidencia, como las pruebas circunstanciales o incluso las forenses. Aunque los sospechosos tienen derecho, teóricamente, a guardar silencio, también pueden ser interrogados sin un abogado durante 23 días. Incluso después de haberse puesto en contacto con un letrado, no tienen derecho a que esté presente durante el interrogatorio. Como consecuencia, se ha acusado en muchas ocasiones al sistema de justicia penal nipón de cometer abusos físicos y psicológicos durante los interrogatorios. Resulta increíble que los tribunales no reciban la grabación en cinta de las confesiones ni su trascripción literal. En lugar de ello, éstas son reformuladas o resumidas por las propias autoridades.

MINUTOS INTERMINABLES

Casualmente, no existía ningún género de duda sobre la culpabilidad de Tatsuaki Nishio, pero el Gobierno esperó hasta que éste
agotara los recursos a que tenía derecho por ley para ejecutarlo. Ésta es la política habitual del Ministerio de Justicia; sin embargo, las autoridades se reservan el derecho de llevar a cabo una ejecución si tienen la sospecha de que un preso está simplemente interponiendo recursos sucesivos o carentes de fundamento. Cuando Nishio apareció ante Mitsui, le habrían ofrecido además una última comida o algunos dulces, un cigarro y un encuentro con el sacerdote que hubiera elegido. El Gobierno asegura que el condenado puede escribir sus últimas voluntades pero, según los detractores de la pena de muerte, algunas veces esto se reduce a unas pocas palabras murmuradas apresuradamente a un guardia.

Cuando atravesó las puertas dobles, Nishio llevaba los ojos vendados y una túnica blanca de algodón, comenta Mitsui. Tenía las manos atadas a la espalda e iba descalzo. Los guardias lo condujeron hasta un cuadrado que había en medio del suelo, justo debajo de la soga. Un guardia le colocó la cuerda alrededor del cuello. El ajusticiado permaneció de pie en esa posición durante unos instantes, en silencio, aparentemente tranquilo, bajo la luz de los focos. De repente, sin previo aviso, el cuadrado bajo sus pies, que era una trampilla, se abrió y el reo se hundió en ella. La soga se tensó. A Nishio se le partió el cuello y dejó de moverse. Su cuerpo quedó colgando en una estancia situada en el piso inferior.
Mientras permanecía colgado y los minutos pasaban lentamente en silencio, Mitsui se iba sintiendo más y más incómodo. ¿A qué estaban esperando? Al final, se volvió hacia el director del penal y le preguntó: "¿Por qué hay que esperar tanto?". Según la normativa penitenciaria de Japón, el condenado debe permanecer colgado un mínimo de cinco minutos. Pero el director se limitó a responder que así era como se hacían las cosas. Los testigos siguieron esperando en silencio. Finalmente, transcurridos 30 interminables minutos, el director ordenó a Mitsui y a un médico de la prisión bajar a examinar al ejecutado. En el piso inferior, el funcionario se percató de que el suelo no era como el de un teatro, sino que era simplemente de hormigón sin solar. Con ayuda de los guardias, Mitsui y el doctor descolgaron a Nishio, lo tumbaron y le quitaron la túnica y la venda, siguiendo la normativa penitenciaria, que establece que "debe examinarse el aspecto del fallecido tras su ejecución en la horca". Realizaron una exploración del cuerpo y apreciaron que había quedado indemne, salvo por un moradura en el cuello. No había duda: la sentencia se había ejecutado.

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Mientras escuchaba a Mitsui, me di cuenta enseguida de que aquellos 30 minutos de espera le habían generado una gran ansiedad y malestar por razones que no supo explicar muy bien. Su desasosiego me llevó a preguntarme cómo reaccionarían los ciudadanos japoneses si supieran con todo lujo de detalles lo que él sabe. Toyoko Ogino, una intérprete con la que trabajé en la localidad minera de Omuta, se quedó muy sorprendida cuando le conté que los presos eran ahorcados. "Creía que eso sólo era una forma de hablar", comentó. Tal vez disponer de mayor información no cambiaría las cosas: los sondeos indican que el apoyo de la ciudadanía a la aplicación de la pena capital es incluso mayor en Japón que en Estados Unidos. Según una encuesta realizada en febrero de 2005, más de un 81% de la población está a favor de ella.

Allí, el recurso a la horca como método de ejecución ni siquiera es objeto de polémica. En EE UU, por ejemplo, ha caído completamente en desuso, en parte por el temor de que pueda someter a los condenados a un sufrimiento innecesario, sobre todo si la soga falla. Pero, aparte de una resolución del Tribunal Supremo nipón en 1961, que no consideraba que el ahorcamiento violase la prohibición de la Constitución nipona de la posguerra de infligir castigos "crueles", Japón no se ha replanteado una forma de ejecución que fue adoptada por vez primera por el Consejo de Estado de la era Meiji en 1873. Mitsui comentó que no había por qué preocuparse. "Los reos mueren de manera instantánea", me aseguró. "No hay agonía".

En efecto, Japón adoptó la horca durante la restauración Meiji como alternativa reformista a la decapitación. Un nuevo debate sobre la utilización de la horca no parece interesar ni al Gobierno ni al pequeño movimiento contra la pena de muerte del país. El primero no desea discutir en público ningún aspecto de la condena a muerte; el último no quiere dar la impresión de que reconoce la legitimidad de la pena capital polemizando sobre cómo se aplica.

A juzgar por la descripción de Mitsui, parece como si la ejecución en la horca de Nishio se hubiera producido por sí sola. El hombre estaba de pie sobre la trampilla; ésta se abrió; Nishio cayó y desapareció. Esto tenía una clara intención. Los guardias de la prisión accionan el mecanismo de la horca. No pueden negarse, aunque tengan cualquier objeción de conciencia. Las autoridades saben que este sistema puede generar estrés. "Como se puede imaginar, se trata de una tarea que exige mucho desde el punto de vista emocional", señala Satoru Ohashi del Departamento de Corrección. Así que se ha encontrado una solución a este problema. Cinco guardias aprietan botones diferentes a la vez. Sólo uno de ellos abre la trampilla. Y todo esto sucede fuera del ángulo de visión de los testigos, como fuera del escenario. Es un ahorcamiento, pero no existe ningún verdugo identificable.

Para Mitsui, la jornada de trabajo fue larga. Después de la ejecución de Nishio, los guardias trajeron a Masamichi Ida, de 56 años. Ida suscribió un seguro de vida en nombre de un cliente de 20 años y, en noviembre de 1979, se marchó a navegar con él y lo tiró por la borda. También fue condenado por otros dos asesinatos cerca de Kioto en 1983. Fue ejecutado exactamente de la misma manera que Nishio, comenta Mitsui, y, tras su ejecución, también hubo una horrible espera de 30 minutos.

El funcionario volvió a su oficina y redactó un informe para el Ministerio de Justicia, en el que confirmaba que los presos habían sido correctamente ejecutados. Sus compañeros de oficina habían esparcido sal por el suelo antes de que regresara; en la tradición sintoísta, la muerte es algo impuro y se cree que la sal purifica a quienes han tenido contacto con los muertos. Pero, en realidad, ni él ni sus colegas hablaron sobre lo que había presenciado. Su jefe le dio el resto del día libre. Cuando volvió a casa, no le contó nada a su mujer, pero aún hoy recuerda la extraña belleza de la sala de ejecuciones, aquel escenario secreto de suelos abrillantados y cuidada iluminación. El condenado entra con los ojos vendados. "¿Por qué preparan un lugar tan hermoso y, sin embargo, el reo no puede verlo?", se plantea. Después, responde a su propia pregunta: "Quizá sea por el bien de los testigos, para que se sientan más tranquilos".

 

¿Algo más?
El mutismo oficial en torno a la pena de muerte
en Japón ha contribuido a que exista escasa información
al respecto. The Japanese Way of Justice: Prosecuting
Crime in Japan
(Oxford University Press, Nueva
York, 2001), de David T. Johnson, es un estupendo y benevolente
análisis de la justicia penal nipona que sostiene que en
Japón se emiten menos condenas
erróneas que en EE UU. El estudio de la profesora alemana
Petra Schmidt, Capital Punishment
in Japan
(Brill, Boston, 2002), hace un repaso
cronológico de la pena capital en aquel país.
Aunque no tan vilipendiada como en EE UU, la pena de muerte
en Japón provoca las lógicas iras de las organizaciones
de derechos humanos. La Federación
Internacional para los Derechos Humanos (FIDH) dirige duras críticas
al sistema japonés
en La peine de mort au Japon, une pratique indigne
d’une
démocratie (FIDH,
París,
2003, y www.fdh.org). Amnistía Internacional manifiesta
sus protestas en Japón: la
pena de muerte, un castigo cruel, inhumano y arbitrario
(1995)
y ofrece información actualizada sobre las ejecuciones en
Japón y las condiciones de vida
en el corredor de la muerte en su Informe 2004, y
en www.amnesty.org y www.es.amnesty.org. Para obtener una perspectiva
global, los lectores pueden consultar The Death Penalty:
AWorldwide Perspective
(Oxford
University Press, Nueva York, 2002), de Roger Hood. La Comisión
de Naciones Unidas para la Prevención de Crímenes
y sobre el Sistema de Justicia Penal recoge información
en su web acerca
de los progresos y los avances respecto a la pena capital en el
mundo. El último informe se publicó en
2001.