Todavía es posible que Barack Obama revolucione la política exterior de Estados Unidos. Pero si no consigue conciliar lo que tiene de Thomas Jefferson con lo que posee de Woodrow Wilson, el 44º presidente podría acabar como el 39º.

Ni realista frío ni idealista defensor de causas perdidas, Barack Obama tiene una doble personalidad en política exterior. Les pasa a casi todos los presidentes de EE UU, desde luego, y las ideas que inspiran al actual tienen una larga historia en la tradición política estadounidense. En el pasado, dichas ideas han prestado un gran servicio al país. Pero los impulsos contradictorios que influyen las ideas de este joven líder sobre el mundo amenazan con desgarrar su presidencia y, si las cosas salen mal, convertirlo en un nuevo Jimmy Carter.

Las largas deliberaciones de Obama sobre la guerra de Afganistán son un caso de esquizofrenia presidencial: después de 94 días de discusión y debate internos, acabó dando la razón a los dos lados, llevando más tropas como querían sus generales y expresando el deseo de que empiecen a irse en julio de 2011 como exigía su base progresista. Como muchos de sus predecesores, no sólo está sujeto a fuertes vientos políticos, sino que tiran de él, en direcciones opuestas, dos de las grandes escuelas de pensamiento que han guiado los debates sobre política exterior en Estados Unidos desde la época colonial.

Como Carter en los 70, Obama procede del viejo sector jeffersoniano del partido Demócrata.

En general, los presidentes estadounidenses ven el mundo a través de los ojos de cuatro gigantes: Alexander Hamilton, Woodrow Wilson, Thomas Jefferson y Andrew Jackson. Los hamiltonianos comparten la convicción del primer secretario del Tesoro de que debe haber un gobierno nacional y un Ejército fuertes que lleven a cabo una política realista de alcance mundial y que el gobierno puede y debe promover el desarrollo económico y los intereses de las empresas estadounidenses dentro y fuera de su país. Los wilsonianos están de acuerdo con los hamiltonianos en la necesidad de una política exterior de alcance global, pero creen que la promoción de la democracia y los derechos humanos es el elemento fundamental de la gran estrategia de EE UU. Los jeffersonianosdiscrepan de este consenso globalizador; quieren que Estados Unidos reduzca al mínimo sus compromisos y, en la medida de lo posible, desmantelen el aparato de seguridad nacional del Estado. Los jacksonianos son los que hoy siguen las noticias de Fox News. Son populistas que miran con suspicacia los vínculos empresariales hamiltonianos, el buenismo wilsoniano y la debilidad jeffersoniana.

Los republicanos moderados suelen ser hamiltonianos. Si nos acercamos a la derecha, hacia el sector de Sarah Palin, crece la influencia de Jackson. Los demócratas centristas tienden a ser wilsonianos intervencionistas, y en la izquierda y el bando de las palomas se encuentra  cada vez a más jeffersonianos, más interesados en mejorar la democracia en casa que en exportarla al extranjero.

Algunos presidentes construyen coaliciones; otros permanecen cercanos a una escuela concreta. Al terminar la guerra fría, el gobierno de George H. W. Bush emprendió un rumbo más bien hamiltoniano, y muchos de sus participantes estuvieron posteriormente en desacuerdo con la guerra de su hijo en Irak. El gobierno de Clinton en los 90 mezcló tendencias de Hamilton y Wilson. Esta dicotomía produjo luchas enconadas dentro de la administración cuando las dos ideologías chocaban, como en el caso de la necesidad de intervenciones humanitarias en los Balcanes y Ruanda, y a propósito del peso relativo que había que dar a los derechos humanos y el comercio en las relaciones de Estados Unidos con China.

En épocas más recientes, la presidencia de George W. Bush se definió por el esfuerzo para agrupar a jacksonianos y wilsonianos en una coalición; el fracaso político de la ambiciosa estrategia de Bush creó el contexto que hizo posible la presidencia de Obama.

El 11 de septiembre de 2001 fue uno de esos pocos momentos electrizantes que despiertan la conciencia jacksoniana de Estados Unidos y hacen que centre su atención en el terreno internacional. La patria estaba no sólo siendo atacada, sino siendo atacada por una conspiración internacional de terroristas que llevaban a cabo lo que los jacksonianos consideran una guerra deshonrosa, contra la población civil. La actitud jacksoniana respecto a la guerra nació influida por generaciones de conflicto con los pueblos nativos americanos en todo Estados Unidos y, antes de eso, por siglos de guerra fronteriza en Inglaterra, Escocia e Irlanda. Contra unos enemigos honorables que observan las leyes de la guerra, hay que luchar con limpieza; a los que no tienen en cuenta las normas hay que perseguirlos y matarlos sin pararse a pensar en sutilezas técnicas.

Cuando Estados Unidos sufre un ataque, los jacksonianos exigen que se actúe; dejan la estrategia en manos de las autoridades nacionales. Pero la dura respuesta de Bush al 11-S -invadir Afganistán y derrocar el gobierno talibán que acogía a los conspiradores- dejó paso a lo que pareció una intromisiónwilsoniana en Irak. Inicialmente, el argumento de George Bush para derrocar a Sadam Husein se apoyaba en dos acusaciones que encontraron un eco poderoso entre los jacksonianos: Husein estaba fabricando armas de destrucción masiva y tenía estrechos vínculos con Al Qaeda. Sin embargo, a medida que avanzaba la guerra y no aparecían las supuestas montañas de armas de Husein ni se veían los vínculos entre Irak y Al Qaeda, Bush pasó a los argumentos wilsonianos. Ya no era una guerra de defensa contra una amenaza inminente ni una guerra de represalia; era para establecer la democracia, primero en Irak y luego en toda la región. La construcción nacional y la extensión de la democracia se convirtieron en las piedras angulares de la política del Gobierno para Oriente Medio.

Bush no podía haber elaborado una estrategia mejor calculada para quedarse sin apoyos políticos en su propio país. Históricamente, los jacksonianos siempre han sentido escasa simpatía por las aventuras caras y peligrosas para promover la democracia en el extranjero. En general se opusieron a las intervenciones humanitarias en Somalia, Bosnia y Haití durante los años de Clinton; no piensan, como no creían entonces, que los jóvenes estadounidenses deban morir ni el dinero estadounidense deba malgastarse para fomentar la democracia o proteger los derechos humanos en otros Estados. Lo paradójico es que son éstos los que también se opusieron a las opciones de “largarse a toda prisa” para poner fin a la guerra en Irak pese a que habían perdido la fe en Bush y el Partido Republicano; no les gustan las guerras para defender la democracia, pero tampoco quieren ver perder a Estados Unidos cuando ya se han comprometido tropas y el honor nacional. En el último año de presidencia de Bush, la situación era de pulso: la mayoría demócrata en las dos cámaras del Congreso no logró obligar al ex presidente a cambiar su estrategia en el país árabe y él siguió teniendo la libertad de aumentar el volumen de tropas estadounidenses, pero el conflicto y los argumentos de Bush adquirieron una profunda impopularidad.

Y entonces llegó Obama. Opuesto desde el principio y de forma constante a la guerra de Irak, pudo unir a los elementos de la base del Partido Demócrata que más se oponían a la política exterior de Bush y más horrorizados estaban con ella. Convirtió la oposición a la guerra en parte central de su elocuente campaña, y utilizó argumentos heredados de los movimientos antibélicos en Estados Unidos desde la oposición de Henry David Thoreau a la guerra con México. Como Carter en los 70, Obama procede del viejo sector jeffersoniano del partido, y el objetivo estratégico de su política exterior es reducir los costes y los riesgos de Estados Unidos en el extranjero limitando las intervenciones lo máximo posible. Es partidario de la idea de que lo mejor que puede hacer su país para extender la democracia y apoyar la paz es convertirse en un ejemplo de democracia en el interior y moderación en el extranjero. Además, los jeffersonianos como Obama creen que los compromisos excesivos en otros Estados debilitan la democracia interna. Los grandes presupuestos militares quitan dinero a necesidades nacionales acuciantes; la estrecha asociación con regímenes extranjeros corruptos y tiránicos empuja a EE UU a alianzas sucias y cínicas; el aumento excesivo del aparato de seguridad nacional amenaza las libertades civiles y crea poderosos grupos partidarios de la guerra y la intervención entre las empresas que viven de unos presupuestos federales de defensa completamente hinchados.

           
Es difícil conciliar la visión trascendente wilsoniana del futuro de EE UU con una política exterior basada en sucios compromisos con regímenes repugnantes
           

Mientras Bush afirmaba que la única respuesta posible a los atentados del 11-S era intensificar los compromisos políticos y militares de Estados Unidos en Oriente Medio, Obama, al principio, quiso mejorar la seguridad del país reduciendo esos compromisos y suavizando ciertos aspectos de la política estadounidense para la zona -como el apoyo a Israel- que fomentan la hostilidad y la suspicacia en la región. Pretende retirar la presencia estadounidense de los países limítrofes con Rusia para disminuir el riesgo de conflicto con Moscú. Y en Latinoamérica, hasta ahora, se ha comportado con una cautela exquisita; claramente aspira a normalizar las relaciones con Cuba y a evitar choques con los Estados bolivarianos de Venezuela, Ecuador y Bolivia.

Barack Obama busca un mundo tranquilo para centrar sus esfuerzos en las reformas de política estadounidense y crear las condiciones que le permitan desmantelar parte del aparato de seguridad nacional heredado de la guerra fría y revivido después del 11-S. Prefiere los acuerdos de desarme a las acumulaciones de material militar, confía en sustituir las grandes intervenciones unilaterales de Estados Unidos en todo el mundo por acuerdos regionales de equilibrio de poder y, en definitiva, desea un planeta ordenado en el que las cargas se repartan y el poder militar estadounidense sea un rasgo menos destacado en el escenario internacional.

Si los wilsonianos creen que no es posible una estabilidad duradera en un mundo lleno de dictaduras, los jeffersonianos como Obama alegan que hasta los malos regímenes pueden ser ciudadanos internacionales de orden si se les presentan los incentivos apropiados. Siria e Irán no necesitan convertirse en Estados democráticos para que EE UU llegue a acuerdos de largo alcance y mutuamente beneficiosos con ellos. Y son las políticas de Corea del Norte, no el carácter de su régimen, lo que constituye una amenaza para la región del Pacífico.

En este plano estratégico, la política exterior de Obama recuerda un poco a la de Richard Nixon y Henry Kissinger. En Afganistán e Irak, espera sacar a las fuerzas estadounidenses de unas guerras costosas mediante el equivalente contemporáneo a la política de vietnamización de los años de Nixon. Pretende conseguir una apertura con Irán comparable al acercamiento de Nixon a la China comunista. Así como éste estableció una relación constructiva con China pese a las políticas radicales que desarrollaba en aquel momento Mao Tse Tung con su Guardia Roja, Obama no piensa que el conflicto ideológico deba necesariamente desembocar en unas malas relaciones estratégicas entre Washington y Teherán. Igual que Nixon y Kissinger intentaron desviar la atención internacional de su retirada en Indochina con una llamativa diplomacia mundial que colocó a EE UU en el centro de la política internacional a pesar de recurrir menos a la fuerza, el Gobierno de Obama confía en utilizar la popularidad global del presidente para encubrir una retirada estratégica de la delicada situación en Oriente Medio heredada del Gobierno de Bush.

Es una visión ambiciosa y atractiva. El éxito reduciría el grado de tensión internacional aunque EE UU reduzca sus intervenciones. Estados Unidos seguiría siendo, con gran diferencia, la principal potencia militar del mundo, pero mantendría ese papel con mucha menos necesidad de recursos y menos peligro de guerra.

Sin embargo, como está descubriendo ya Obama, cualquier presidente que intente una gran estrategia jeffersoniana en el siglo XXI se enfrenta a muchos obstáculos. En el apogeo de la política exterior jeffersoniana en el siglo XIX, al presidente le resultaba más fácil limitar las intervenciones de su país. Gran Bretaña desempeñaba un papel global semejante al que tiene hoy Estados Unidos, ofrecía un entorno de seguridad estable y promovía el comercio y las inversiones internacionales. El poder sumarse sin compromisos al sistema mundial británico permitía a los estadounidenses cosechar los beneficios de aquel orden sin tener que pagar sus costes.

A medida que el poder británico fue desvaneciéndose en el siglo XX, los estadounidenses tuvieron que tomar decisiones más difíciles. Sin un Imperio Británico que pudiera proporcionar seguridad política y económica en todo el mundo, Estados Unidos tuvo que elegir entre sustituir a Gran Bretaña como eje del orden internacional, con todos los quebraderos de cabeza que eso suponía, o seguir dedicado a sus cosas en un mundo en efervescencia. En los años 20 y 30, los estadounidenses probaron esta última opción; la vertiginosa serie de catástrofes -la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, el intento de Stalin de ser hegemónico en Eurasia- convenció prácticamente a todas las autoridades de que la primera alternativa, por peligrosa y cara que fuese, era el mal menor.

Durante los dos primeros mandatos de Franklin D. Roosevelt, Estados Unidos siguió políticas esencialmente jeffersonianasen Europa y Asia, y evitó enfrentamientos con Alemania y Japón. El resultado fue la guerra más sangrienta de la historia, no un condominio estable de potencias satisfechas. Desde entonces, quienes siguen esta tendencia han tenido que aceptar la enorme serie de compromisos políticos, económicos y militares que atan a Estados Unidos a su papel en la era de la posguerra. El instinto jeffersonianopide recortar esos compromisos, pero no siempre es fácil saber dónde hacer el corte.

 

Los presidentes estadounidenses suelen ver el mundo a través de los ojos de cuatro gigantes: Thomas Jefferson, Alexander Hamilton, Woodrow Wilson Y Andrew Jackson.

 

Las otras escuelas de pensamiento, en general, son escépticas sobre la reducción de compromisos. Los wilsonianos interpretan la contención jeffersoniana como cobardía moral. ¿Por qué, preguntan, se negó Obama a entrevistarse con el angelical Dalai Lama de camino a rendir pleitesía a los dictadores de Pekín? Los jacksonianoscreen que es cobardía, sin más. ¿Y por qué no plantar cara a Irán? Los hamiltonianos pueden estar de acuerdo con la contención jeffersoniana en casos concretos -tampoco ellos quieren ocupar Darfur-, pero, tarde o temprano, critican a los jeffersonianos por no desarrollar ni proyectar suficiente poder en un mundo peligroso. Además, los hamiltonianos suelen estar a favor del libre comercio y un dólar fuerte; en las circunstancias actuales, defienden también la contención fiscal. Obama no va a tomar voluntariamente medidas lo suficientemente rápidas ni de largo alcance como para tenerlos contentos.

Las numerosas críticas a las largas deliberaciones de Obama sobre Afganistán son un ejemplo. Para un presidente jeffersoniano, la guerra es un asunto grave y una vía tan indeseable que sólo debe utilizarse tras gran reflexión y con la máxima cautela; la guerra es verdaderamente un último recurso, y los costes de los compromisos apresurados son más inquietantes que los costes del debate y el aplazamiento. A los hamiltonianos les preocuparía más ejecutar la decisión de forma rápida y ocultar a las demás potencias cualquier impresión de divisiones entre los responsables estadounidenses. Pero el presidente estadounidense se ha encontrado con críticos en todos los bandos: los wilsonianos rechazaron la obvia disposición de Obama a abandonar  los objetivos políticos o de derechos humanos para terminar la guerra. Los jacksonianos no entendían cuál podía ser la razón, más que la cobardía o los titubeos, para su resistencia a apoyar las recomendaciones de los militares profesionales. Y los jeffersonianos más puristas -los neoaislacionistas de la derecha y de la izquierda- dijeron que Obama había capitulado. La política exterior jeffersoniana no es ningún camino de rosas.

En la historia reciente, la política exterior jeffersoniana se ha visto criticada a menudo por todas las demás corrientes de pensamiento. La política de disuasión de Kissinger sufrió ataques desde la derecha, de republicanos conservadores que querían una postura más firme contra el comunismo, y desde la izquierda, de demócratas activistas de derechos humanos que aborrecían las cínicas alianzas regionales derivadas de la doctrina Nixon (con el sha de Persia, por ejemplo). Carter tuvo muchos de esos mismos problemas, y la imagen de debilidad e indecisión que contribuyó a impedir su reelección en 1980 es un problema eterno para los presidentes jeffersonianos. Ahora, Obama tendrá que salvar también esos obstáculos.

No son sólo los estadounidenses los que van a oponerse a la nueva política exterior de su país. ¿Reaccionarán Rusia e Irán a la estrategia conciliadora de Barack Obama con concesiones recíprocas o, envalentonados por lo que interpretan como debilidad y falta de fuerza de voluntad de Estados Unidos, seguirán adelante con su política? ¿Servirá la mano tendida del presidente a la mayoría moderada musulmana de todo el mundo para iniciar una nueva era de mayor comprensión, o la minoría violenta lanzará nuevos ataques que perjudiquen el prestigio de Obama en su país? ¿La incapacidad del presidente estadounidense de obtener todas las concesiones israelíes que desearían los árabes disminuirá su credibilidad y contribuirá a ahondar los niveles de escepticismo y enfado en Oriente Medio? ¿Puede llevar a cabo el presidente una reducción ordenada de la presencia militar de EE UU en Irak y Afganistán sin que las fuerzas hostiles llenen el vacío de poder? ¿Se sentirá el líder venezolano Hugo Chávez tan impresionado por la contención estadounidense con Obama que moderará su rumbo y dejará de utilizar el antiamericanismo como un pilar de su política nacional e internacional? ¿Responderán otros países al llamamiento de Obama para que asuman más responsabilidad a medida que Estados Unidos reduce sus compromisos, o dejarán de cumplir sus obligaciones como accionistas del sistema internacional?

Una política jeffersoniana de contención y retirada exige la cooperación de muchos otros países, pero la perspectiva de que EE UU disminuya su presencia puede hacer que otros, en vez de estar más dispuestos a ayudar, lo estén menos.

Este presidente tiene otro problema político que comparte con Carter. En ambos casos, su punto de vista básicamente jeffersoniano ha estado compensado en parte por una fuerte atracción hacia los valores idealistas wilsonianos y por su posición al frente de un Partido Demócrata donde domina esta tendencia. Un jeffersoniano puro quiere conservar el brillante excepcionalismo de la experiencia democrática estadounidense y cree que los valores de su país tienen sus raíces en la historia y la cultura de EE UU y, por tanto, no son fácilmente exportables.

Para el presidente actual, esa visión es demasiado estrecha. Como Abraham Lincoln, Woodrow Wilson y Martin Luther King, Barack Obama no sólo ama a Estados Unidos por lo que es. Ama lo que debería y puede ser. El liderazgo no es el arte de preservar un proyecto democrático ya logrado; gobernar es el arte de empujar al país por el camino hacia el aún lejano objetivo de hacer realidad su misión y su destino.

Tal vez Obama crea lo que dijo en su discurso de toma de posesión –“rechazamos como falso que haya que elegir entre nuestra seguridad y nuestros ideales”–, pero, como tiene que hacer cualquier presidente, ya está sacrificando cosas. ¿Por qué prometer su apoyo al régimen corrupto del presidente Hamid Karzai en Afganistán o ayudar a Pakistán pese a la desoladora trayectoria de los brazos civil y militar del Gobierno paquistaní a la hora de utilizar de forma transparente los recursos estadounidenses? ¿No renovó Washington sus esfuerzos para construir una relación con el régimen de Teherán mientras en sus cárceles estaban torturando y violando a manifestantes pacíficos en pro de la democracia? ¿No está ofreciendo Obama incentivos al régimen de Jartum, que desde hace más de una década desarrolla una estrategia en la región de Dafur que el Gobierno de EE UU ha calificado de genocida?

Es difícil conciliar la visión trascendente wilsoniana del futuro de Estados Unidos con una política exterior basada en sucios compromisos con regímenes repugnantes. Si el gobierno debe usar su poder y sus recursos para ayudar a los pobres y a las víctimas de la injusticia en casa, ¿no debería hacer algo cuando la gente de otros países afronta injusticias y peligros extremos? La Administración de Obama no puede abandonar por las buenas la defensa de los derechos humanos en el extranjero. La contradicción entre el sobrio y limitado realismo de la visión jeffersoniana y la concepción expansiva y transformadora de los wilsonianos perseguirá probablemente a este Ejecutivo como persiguió al de Carter, especialmente cuando rechazó los llamamientos para que dejara que el sha de Persia actuara de forma brutal con el fin de mantenerse en el poder. Los wilsonianos del partido de Obama ya están criticando el hecho de que no se haya apresurado a cerrar el campo-prisión de Guantánamo, su afición al secretismo oficial, su tibio apoyo a que se investiguen los abusos del Gobierno anterior y el hecho de que no presionara más para tener una ley sobre comercio de derechos de emisión antes de la cumbre de Copenhague.

Con el tiempo, estos murmullos descontentos aumentarán, y la historia seguirá poniendo obstáculos inesperados en su camino. ¿Será capaz este presidente de vivir tranquilo si no consigue evitar una nueva oleada de genocidios en la región de los Grandes Lagos de África? ¿Puede librar una guerra humanitaria si todas las demás opciones fracasan? ¿Puede tomar esas difíciles decisiones con rapidez y confianza cuando sus asesores más próximos y su base política tienen unas diferencias profundas y sin remedio?

En el pasado, la preocupación jeffersoniana por gestionar la política exterior estadounidense con el mínimo grado posible de riesgo ha ayudado a los presidentes a elaborar estrategias eficaces, como la idea de contención propuesta por George Kennan en los primeros tiempos de la guerra fría y la Doctrina Monroe de principios del XIX. Si tiene éxito, la reestructuración que haga Obama de diplomacia estadounidense sería tan influyente como estos planes estratégicos clásicos.

Sin embargo, en las últimas décadas, ha disminuido la influencia de Jefferson en la política exterior de Estados Unidos. Los estadounidenses, hoy, son conscientes de los problemas que hay en todo el mundo; la respuesta jeffersoniana, muchas veces, parece demasiado pasiva. La modesta forma de contención de Kennan pronto perdió terreno ante la estrategia muscular y militar de Dean Acheson y la idea de responder a la presión soviética acumulando fuerzas de Estados Unidos y aliadas en Europa y Asia. La política de disuasión de Nixon y Kissinger se encontró con el rechazo de los dos partidos, el Republicano y el Demócrata. Carter llegó a la Casa Blanca con la esperanza de acabar con la guerra fría, pero, al final de su mandato, estaba apoyando a la resistencia frente a la ocupación soviética de Afganistán, aumentando el presupuesto de defensa y sentando las bases para una mayor presencia de Estados Unidos en Oriente Medio.

En el siglo XXI, los presidentes estadounidenses deben reflexionar sobre una serie de nuevas cuestiones. Habrá que reexaminar la naturaleza del sistema internacional y el lugar de Estados Unidos en él ahora que están ascendiendo nuevas potencias, las viejas están en decadencia y la atención se traslada del Atlántico al Pacífico. El rápido desarrollo tecnológico que caracteriza nuestra época transformará la sociedad mundial a una velocidad que pondrá a prueba la capacidad de todos los países de gestionar unos cambios vertiginosos y en cascada.

Con gran dignidad y con gran valentía, Obama ha emprendido un viaje difícil e incierto. Lo tiene todo en contra, y todavía no está claro si sus intuiciones y sus instintos pueden producir una gran estrategia similar a las que elaboraron en el pasado estadistas como John Quincy Adams y Henry Kissinger. Pero no cabe duda de que la política exterior estadounidense necesita una profunda revisión.

En sus mejores momentos, los jeffersonianos proporcionan un elemento necesario de cautela y contención en la política exterior que previene lo que el historiador Paul Kennedy llama la “desmesura imperial”, al asegurarse de que los fines de Estados Unidos sean proporcionales a sus medios. Necesitamos esa visión hoy más que nunca: si la política exterior de Obama se desintegra -arrastrada por Afganistán o por conflictos aún no previstos- en la incoherencia y los cambios de opinión que caracterizaron la estrategia bienintencionada pero fallida de Carter, a los futuros presidentes les será todavía más difícil trazar un rumbo prudente y precavido a través de los mares agitados que nos aguardan.