Demostrar que la amistad de EE UU no está en venta permitirá obtener el respeto de mil millones de personas.

Mucha gente opina que la influencia de EE UU ha disminuido y su imagen se ha deteriorado. No es ésa mi conclusión. Desde que me sacaron de una cárcel china, en abril de 2007, después de haber pasado cinco años allí por investigar el descontento laboral, he hablado con muchas personas de todo el mundo sobre este tema. Para mí, Estados Unidos sigue siendo un gran país y su pueblo es un gran pueblo. Aún es la única fuerza mundial con autoridad para promover la democracia y salvaguardar la libertad y la seguridad.

Sin embargo, sí creo que tiene un problema de coherencia. Es un país que se fundó sobre los principios de libertad, democracia y ciertos derechos inalienables de la gente corriente, pero el deseo de satisfacer sus intereses inmediatos suele poner en peligro la lealtad a esos valores. Esa incoherencia daña su credibilidad en el mundo.

Desde las violentas medidas tomadas contra los manifestantes de la plaza de Tiananmen en 1989, la política estadounidense respecto a China ha sido voluble e incluso errática. Un día se utiliza el comercio como arma para promover los derechos humanos en China y al día siguiente se indican mil razones por las que no hay que utilizar ese arma. Muchos creen, sin razón, que presionar a Pekín en materia de derechos humanos puede despertar animosidad hacia EE UU entre los ciudadanos chinos. Al contrario, son los constantes cambios de opinión los que refuerzan la idea general de que Washington sólo actúa en defensa de sus intereses. Las declaraciones llenas de propósitos nobles y la falta de acción que viene después hacen que los chinos piensen que algunos políticos, especialistas y empresarios estadounidenses son hipócritas. La autocensura a la que se someten cuando tratan con el régimen comunista es decepcionante.

El próximo presidente puede tomar medidas concretas para dejar claro que la política estadounidense sobre China no se compra ni se vende. Hay que adjuntar una cláusula de derechos humanos, por pequeña que sea, a cualquier asunto que Estados Unidos debata con el gigante asiático. La Administración debe mantener un diálogo sistemático y público con los demócratas de dentro y fuera de China con el objetivo a largo plazo de ayudar a establecer una democracia constitucional. Y, por último, EE UU debe obligar al país a que celebre elecciones locales. Pekín no se opone por completo a la idea, porque podría ayudar a reducir la corrupción y los abusos de poder que está tratando de eliminar.

Las acciones para promover la democracia y la libertad causarán pánico entre los dictadores e incluso confundirán a los que tienen el cerebro lavado por sus gobernantes, pero no suscitarán ninguna falta de respeto. Lo que sí provocará el desdén es que la proclamación de las preciadas ideas lo sea sólo de boquilla y que las promesas no se conviertan en acciones.