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Benny Gantz (izquierda) y Benjamin Netanyahu en una póster en Tel Aviv, Israel. Amir Levy/Getty Images

Los grandes perjudicados de las últimas elecciones israelíes han acabado siendo la Lista Conjunta de partidos árabes. A pesar de obtener 15 escaños, el mejor resultado de su historia, y consolidarse como tercera fuerza política del país, la unidad del sionismo como respuesta a la crisis del coronavirus impide su entrada en las instituciones.

El miedo es definido en el diccionario como la angustia por un riesgo o daño real o imaginario, y como el recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea. Pero el miedo también es irracionalidad, intensidad, inseguridad. Asimismo, el miedo es una herramienta que puede servir para controlar o dirigir a todo un pueblo. Bien lo sabe el primer ministro israelí en funciones,  después de 14 años en el poder, 11 de ellos de forma continuada. Miedo a Irán. Al antisemitismo. A los cohetes de Hamás y el terrorismo de Hezbolá. Miedo al todos contra Israel en una región hostil. Ahora es el momento del temor al coronavirus. Y a unas nuevas elecciones.

Más allá del hartazgo de la sociedad, sometida a tres procesos electorales en menos de un año, y de la hipocresía de los que ceden ante Netanyahu tras haber perjurado no hacerlo durante meses, los últimos comicios en Israel han dejado un hecho digno de análisis. La Lista Conjunta de partidos árabes ha conseguido el mejor resultado de su historia, con 15 escaños en la Knesset, el Parlamento israelí. Esto les da un poder y una relevancia que, teóricamente, debería significar que no se les puede ignorar como se ha venido haciendo, puesto que se afianzan como la tercera fuerza política del país.

Para la coordinadora del Panel de Oriente Próximo y Norte de África en la Fundación Alternativas, Itxaso Domínguez, este resultado “es una reacción contra el trato de ciudadanos de segunda que reciben los palestinos de Israel por parte de la sociedad, y sobre todo en la arena política. En este caso, además, contra los continuos gestos racistas, que son algo característico de la sociedad israelí, pero Netanyahu los ha escenificado con un carácter muy marcado durante estos últimos meses y especialmente antes de las elecciones”. Esta es la forma que tienen los árabes israelíes de decir a sus dirigentes que confían en que cuanta más presencia tengan, más podrán luchar por mejorar sus condiciones sociales.

Algo que corre el riesgo de pasar desapercibido por no pocos motivos. Con la excusa de la pandemia global, Netanyahu empezó por clausurar los tribunales israelíes, a punto de iniciar su procesamiento por tres casos de corrupción. También cerró el Parlamento durante dos semanas, cuando la alianza centrista Azul y Blanco, segunda fuerza política del país (antes de partirse en dos y ceder ante King Bibi) se disponía a aprobar una ley que impidiese a un encausado, como es el caso del primer ministro, acceder al cargo.

Tanto es así que los partidos de la oposición e incluso el Presidente israelí, Reuven Rivlin, llegaron a calificar estas maniobras de “apagón” de la democracia. Objetivo cumplido para Netanyahu, que ganó el tiempo que necesitaba mientras se hablaba de estos movimientos y no de sus causas judiciales o de la posibilidad de un gobierno sin él.

El 16 de marzo Rivlin le encargó al líder de Azul y Blanco, Benny Gantz, que intentase sacar adelante un ejecutivo que alejara al país del estancamiento. Diez días después el exjefe del Ejército israelí descartaba lo que había presentado como única opción durante la campaña electoral: el pacto anti-Netanyahu.

Para ello habría necesitado el apoyo de la Lista Conjunta de partidos árabes (a pesar de las contradicciones de la coalición respecto a esta población), los ultranacionalistas laicos de Yisrael Beiteinu y la coalición de izquierdas pacifista Meretz-Laboristas-Gesher. Sin embargo, los tránsfugas más conservadores de Azul y Blanco impedían esta investidura, precisamente por su negativa a gobernar con el apoyo de los árabes, y a Gantz no le hicieron falta más piedras en la rueda.

Con el plazo que tenía Gantz para formar gobierno terminado y ante la alargada sombra de unas nuevas elecciones, el 20 de abril se consiguió el acuerdo. Al derechista Likud de Netanyahu y 15 de los 33 diputados de la coalición Azul y Blanco se unen los ultraortodoxos de Shas y UTJ, algunos laboristas y ultraderechistas de Yamina.

Lo que en principio era un requisito sine qua non para Gantz, la retirada del primer ministro en funciones por los cargos de corrupción en su contra, quedaron en papel mojado. El líder centrista rescató el argumento del miedo, en este caso a la pandemia, para justificar lo que hasta poco antes le parecía inconcebible, un “gobierno de emergencia” porque “es lo que se debe hacer en este momento”.

Netanyahu ha conseguido blindarse ante la justicia de cara a su procesamiento, que fue aplazado hasta el 24 de mayo. Con este acuerdo, Bibi se garantiza su derecho a veto en el nombramiento del próximo fiscal general y fiscal del Estado y, además, no serán nombrados magistrados en los próximos seis meses. Aunque quizás lo más importante de este pacto es que establece abiertamente que la anexión de los asentamientos de colonos israelíes en territorio palestino comenzará el 1 de julio, con el apoyo de Estados Unidos. Esta sería la tercera vez que Israel viola el Derecho internacional de esta forma, lo que no le resta gravedad a una ocupación perpetrada a ojos de la comunidad internacional.

 

El sionismo por encima de todo

Las diferencias entre el Likud y Azul y Blanco han pasado a un segundo plano, en pro de un gobierno de unidad nacional. Se ha impuesto lo que estos partidos y sus apoyos tienen en común: el sionismo como eje vertebrador de la política, y en general de la propia existencia, israelí. Y esto, más allá de Irán y el terrorismo (protagonistas habituales del discurso de Netanyahu), se concreta en una actitud muy clara contra Palestina y, por ende, contra los ciudadanos árabes en Israel.

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Una mujer árabe israelí votando en las elecciones en el norte de Israel, AHMAD GHARABLI/AFP via Getty Images.

Esta discriminación alcanzó su punto álgido con la aprobación de la Ley del Estado-Nación judío, promovida por Netanyahu, en julio de 2018. Con esta se estableció que Israel es exclusivamente del pueblo judío, al que reserva el derecho de autodeterminación, que la capital del Estado es Jerusalén “completa y unida”, que el hebreo es la única lengua oficial y que los asentamientos en territorio palestino son y serán desarrollados.

Por su parte, Gantz jugó al engaño con estos temas cuando parecía que un gobierno con la Lista Conjunta todavía era posible. Incluso declaró que su intención era formar un ejecutivo que funcionase tanto para judíos como para árabes, con tal de evitar unas cuartas elecciones. Sin embargo, lo que prevalece es su cierre de filas con Netanyahu, empezando por el apoyo sin fisuras al acuerdo del siglo del presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

Siguiendo por su defensa de los asentamientos, de la anexión del Valle del Jordán y los Altos del Golán y del estatus de Jerusalén como capital única e indivisible de Israel. Y terminando por su alarde del papel que ocupó como jefe del Ejército israelí durante la guerra de Gaza en 2014, de haber asesinado a más de 1.300 “terroristas” y de haber “devuelto partes de Gaza a la Edad de Piedra”.

En ningún caso cabe esperar por parte del nuevo gobierno mención alguna a la mejora de las condiciones de vida de los palestinos que viven en el país. Menos aún a la solución de los dos Estados, un alto (o el fin) al bloqueo de Gaza, conversaciones de paz o cualquier tipo de cesión tanto hacia los palestinos de Gaza y Cisjordania como hacia los ciudadanos árabes de Israel.

La flagrante invisibilización del conflicto, durante la campaña electoral y durante las negociaciones, es solo un preludio de lo que se espera. “No se habla de que existe un conflicto. Cuando se habla de anexión se menciona como una cuestión doméstica israelí. Cuando se habla de Gaza se habla de una guerra con unos terroristas, pero no se dice nada del conflicto como se hacía hace 10 o 20 años”, explica Domínguez, como algo que le ha venido muy bien a los políticos israelíes. Las diferencias de criterio no han podido, una vez más, con la fuerza del sionismo. En este caso se ha unido para hacer frente a la pandemia y para lo que este objetivo enmascara: anular la posibilidad de alguna presencia palestina en las instituciones de Israel.

Por su parte, la Lista Conjunta no es más que una reacción a esta invisibilización, a esta marginación política y social de los ciudadanos palestinos de Israel, un 20% del electorado. Para ello sus principales propuestas son defender los derechos de los árabes en Israel, denunciar la discriminación de la ley del Estado-nación y apostar por las conversaciones de paz para resolver el conflicto. Ahora, además, se oponen al Acuerdo de Trump, algo que ha motivado enormemente a los árabes a votar en estas últimas elecciones, a pesar de ser las terceras en menos de un año.

Esto quizás pueda ser aceptado por (algunos) partidos israelíes. El problema surge cuando se ponen sobre la mesa cuestiones como el fin de la ocupación, la defensa del Estado de Palestina con las fronteras de la Línea Verde o el cuestionamiento de la calificación de Hezbolá como grupo terrorista, indica el periodista del diario The Times of Israel, Aviad Houminer-Rosenblum.

Asimismo, los vínculos tradicionales con la Autoridad Palestina se mantienen, a pesar de que “todos los partidos árabes israelíes son organismos independientes que no están vinculados organizativa y oficialmente a Fatah”, apunta Houminer. En cuanto a Hamás, los partidos árabes condenan el terrorismo contra los civiles, pero a veces sus declaraciones son imprecisas, y el movimiento islamista en alguna ocasión ha pedido el voto para la Lista Conjunta, lo que ha provocado que la derecha israelí acuse a estos partidos de apoyar el terrorismo.

 

Heterogeneidad, ¿talón de Aquiles?

Los expertos coinciden en que la mayor debilidad de la Lista Conjunta son precisamente las diferencias entre los partidos, Jadash, Balad, Ta’al y la Lista Árabe Unida, así como el personalismo de sus líderes. Nos encontramos ante una amalgama de comunistas, islamistas y laicos que solo se unen para defender los derechos de los palestinos en Israel.

Algunos políticos de la Lista Conjunta gozan de gran popularidad, como es el caso de Ayman Odeh, líder de Jadash y de la coalición, y de Ahmad Tibi, de Ta’al. Ambos saben dirigirse tanto a los palestinos de Israel como a los judíos que están de acuerdo con sus discursos, dentro de lo que cabe, moderados. Sin embargo, esto les ha penalizado con los árabes más radicales.

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Ayman Odeh, líder de Jadash,en la ciudad de Tayyiba, norte de Israel. AHMAD GHARABLI/AFP via Getty Images

Así, unos partidos plantean políticas de izquierdas y otros de derechas, unos accedían a apoyar un Gobierno liderado por Gantz y otros se oponían. “La Lista Conjunta es una composición de cuatro partidos con diferentes ideologías, algunos se contradicen entre sí. También es, de hecho, un partido nacionalista palestino que además intenta abogar por la cooperación árabe-judía. La Lista Conjunta es una coalición de partidos, no una unión completa”, apunta el investigador del Instituto de la Democracia de Israel y experto en la sociedad árabe de Israel, Arik Rudnitzky.

De hecho, no sería la primera vez que la coalición se rompe debido a sus diferencias. En las elecciones de abril de 2019, los partidos acudieron en dos facciones distintas, Jadash y Ta’al conformaron una lista y Balad y la Lista Árabe Unida, otra.  La participación de la población árabe fue tan baja, 49,2%, que supuso una caída de más del 25% respecto a los últimos veinte años —en 1996 la participación de este mismo grupo de población fue del 77%—, según los datos del Comité Electoral Central.

A esto también contribuyó la campaña de boicot, que en principio solo planteaba una minoría dentro de los palestinos de Israel. Por ello en los comicios del 17 de septiembre la Lista Conjunta decidió reunificarse, con un único objetivo estratégico, puesto que saben que es la única forma de sumar para ganar. La reacción pública fue evidente, alta participación entre los árabes israelíes que se sintieron políticamente necesarios para tratar de impedir un nuevo Gobierno de Netanyahu.

Pero, en el fondo, esto demuestra que la Lista no puede darse por sentada en ningún caso. “El mayor reto de la Lista será mantener la unidad de acción durante el mandato de la Knesset, cuatro años, y no solo durante la campaña electoral, dos meses”, concluye Rudnitzky. Es decir, seguir convenciendo a sus votantes de que son útiles dentro de la arena política y de que su voz puede ser escuchada, de forma que ni la participación ni los escaños se reduzcan en las próximas legislaturas.

La última e improbable expectativa es que Netanyahu acabe de quemarse como figura política durante la gestión de esta crisis sanitaria y económica, en lugar de fortalecerse con su imagen de líder sólido y su mensaje de miedo. Y que también lo haga Gantz, como precio a pagar por las promesas electorales incumplidas, para dar paso después a una verdaderamente necesaria nueva fase política en Israel. Una etapa en la que no haya ciudadanos de primera y de segunda categoría, una en la que el raciocinio se imponga al terror.