¿Es posible acabar con la corrupción en China sin cambiar el sistema político?


AFP/Getty Images
Policías chinos instalan carteles anticorrupción en el centro de Pekín.

 

“En política, la mejor manera de protegerte es gritar ‘¡alto al ladrón!’ mientras coges la cartera del bolsillo de tu vecino”. Esa es la conclusión de uno de los personajes de la novela Apuntes de un funcionario público, que describe las cañerías de la lucha por el poder en China. El autor, Wang Xiaofang, sabe de lo que habla. Antes de convertirse en un escritor de éxito, hizo carrera en la administración. De hecho, su jefe, Ma Xiangdong, fue condenado a muerte por apostar –y perder– 3,6 millones de dólares de dinero público en los casinos de Macao. Desde entonces, Wang ha publicado 13 obras que tratan sobre la corrupción en el país asiático.

Xi Jinping ha tratado de convencer a los escépticos como Wang de que va a enfrentarse en serio contra la corrupción, convirtiendo esta lucha en uno de sus estandartes desde que asumió el cargo de secretario general del Partido Comunista Chino (PCCh) en el pasado mes de noviembre. “A fin de ganarnos la confianza del pueblo con resultados reales, debemos tener la determinación de luchar contra cualquier tipo de corrupción, de castigar a todos los funcionarios corruptos y de erradicar el caldo de cultivo que alimenta la corrupción”, afirmó Xi el pasado 22 de enero en una reunión de la comisión de disciplina del Partido, según la agencia de noticias Xinhua.

En este tiempo han saltado a la palestra un buen número de casos delictivos, lo que invita a pensar que hay más que mera palabrería en los repetidos alegatos de Xi. También han tenido efecto las consignas de mayor frugalidad en todos los niveles de la Administración, hasta el punto de que las ventas de licores como el Maotai y otros objetos de lujo se han desplomado. Xi ha prometido luchar contra las “moscas” y los “tigres”, esto es, contra los líderes más poderosos, así como contra los funcionarios de más bajo nivel. Pero todavía le falta una pieza de caza mayor. “Los hechos cuentan más que las palabras; debe derribar un objetivo grande para demostrar que el Partido va en serio”, afirma Kerry Brown, profesor de la Universidad de Sidney.

Durante la Asamblea Popular Nacional, que se ha celebrado recientemente en Pekín y ha nombrado un nuevo Gobierno, los líderes anunciaron una reforma del Gobierno dirigida a mejorar la eficiencia y combatir la corrupción. Los ministerios pasarán de 27 a 25. Además, el Ministerio de Ferrocarriles –foco de importantes corruptelas– se divide en dos: un regulador, por un lado, en manos del Gobierno; y una empresa pública, por otro, que preste los servicios.

¿Se encamina China con este tipo de mejoras a hacer realidad, paso a paso pero constantemente, el sueño confuciano de un liderazgo benevolente, meritocrático y limpio? ¿Puede una dictadura de partido único construir una administración exenta de corrupción?

El sueño, si es posible, aún queda muy lejos. El académico Minxin Pei, director del Centro Keck para los Estudios Estratégicos Internacionales, calcula que la corrupción se lleva alrededor del 3% anual del PIB chino, lo que al nivel de 2012 supondría alrededor de 190.000 millones de euros al año.

Un informe clasificado como confidencial pero colgado momentáneamente en la web del Banco Central en 2011 admitía que 18.000 funcionarios corruptos habían sacado del país alrededor de 95.000 millones de euros desde mediados de los 90 hasta 2008, la fecha de la nota. Los destinos preferidos por los ladrones fueron Estados Unidos, Canadá, Australia y Holanda.

La corrupción es uno de los problemas más graves del país, como reconoce el propio Gobierno. La gente lo percibe –y lo sufre– a todos los niveles, incluso en servicios públicos como la educación y la sanidad. Es difícil saber la evolución real del problema. Pero está claro que la ciudadanía es cada vez más consciente de él, y de que está perdiendo la paciencia. En 2008, un 39% de los chinos pensaba que la corrupción de los funcionarios públicos era un problema muy grave; en 2012, la proporción había subido al 50%, de acuerdo a las encuestas del Pew Research Center. Mucho tiene que ver con eso la emergencia de Internet y las redes sociales como herramienta de fiscalización y denuncia de los abusos de las autoridades.

El país asiático se encuentra en la actualidad en el puesto número 80 –entre 176 Estados– del ránking de percepción de la corrupción que elabora Transparencia Internacional. Las democracias europeas copan los primeros puestos de la clasificación. Sin embargo, la democracia no garantiza la limpieza del sistema, como atestiguan las posiciones de Italia (72), India (94), Bolivia (105) o Venezuela (165), entre muchos otros. Es más, hay países autoritarios, o al menos no escrupulosamente democráticos, que ocupan puestos altos en la lista, como Singapur (5) o el territorio de Hong Kong (14). Por otra parte, las naciones más corruptas son, con excepciones, los más pobres del planeta.

De acuerdo con la lista de Transparencia Internacional, por tanto, la democracia y la riqueza ayudan generalmente a disminuir la corrupción, pero hay muchos otros factores en juego.

La dirigencia china incide sobre todo en la creación de riqueza y en esos otros factores que pueden aportar beneficios en la lucha contra la corrupción. "Debemos asegurar la supervisión de los gobernantes por los ciudadanos y evitar el exceso de concentración de poder”, dijo el pasado 5 de marzo Wen Jiabao, en la inauguración de la Asamblea Popular Nacional.

Para los escépticos, sin embargo, este tipo de reformas sólo pueden aportar un beneficio marginal. “El obstáculo más grande para acabar con la corrupción es el régimen de partido único”, asegura Perry Link, profesor de la Universidad de California. “Mientras una organización ostente todo el poder, los supuestos organismos encargados de controlarlo –la prensa, los tribunales, las organizaciones no gubernamentales y los sindicatos– serán ineficientes”, afirma.

 

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