Desde hace varias décadas, en el mundo desarrollado ha ido creciendo un extraño movimiento de liberación. Sus seguidores apuntan mucho más alto que los activistas de los derechos civiles, de las mujeres o de los homosexuales. Lo que quieren es nada más y nada menos que liberar a la raza humana de sus limitaciones biológicas. Según los transhumanistas, los seres humanos deben arrebatar su destino biológico al ciego proceso evolutivo de la variación aleatoria y la adaptación, para pasar a la siguiente fase como especie.

Es tentador descartar a los transhumanistas como si fueran una especie de secta extraña, un poco de ciencia-ficción tomada demasiado en serio; no hay más que ver sus extravagantes webs y sus recientes comunicados de prensa ("Los pensadores cyborg estudiarán el futuro de la humanidad", proclama uno de ellos). Los planes de varios transhumanistas de hacerse congelar con la esperanza de que les revivan en el futuro no parece sino confirmar el sitio que ocupa el movimiento en la periferia intelectual.

Pero ¿es que el principio fundamental del transhumanismo –que un día podremos usar la biotecnología para ser más fuertes,
más listos y longevos, y menos inclinados a la violencia– es tan descabellado? En gran parte de las prioridades de investigación de la biomedicina contemporánea hay cierto transhumanismo. Los nuevos procedimientos y tecnologías surgidos de laboratorios y hospitales –fármacos que alteran el estado de ánimo, sustancias para aumentar la masa muscular o borrar la memoria de forma selectiva, diagnóstico genético prenatal o terapia genética– se pueden emplear tanto para aliviar o mejorar las enfermedades como para mejorar la especie.

Aunque los rápidos avances en biotecnología, muchas veces, nos dejan vagamente incómodos, la amenaza intelectual o moral que representan no es siempre fácil de identificar. Al fin y al cabo, la raza humana es un poco desastrosa, con nuestras tercas enfermedades, nuestras limitaciones físicas y la brevedad de nuestra vida. Si a ello añadimos las envidias, la violencia y las angustias, el proyecto transhumanista empieza a parecer razonable. Si fuera tecnológicamente posible , ¿por qué no íbamos a querer superar nuestra especie actual? La aparente sensatez del plan, sobre todo si se proyecta hacer de forma gradual, es una de las cosas que lo hace peligroso. La sociedad no va a caer de repente bajo el hechizo de la concepción transhumanista. Pero es muy posible que mordisqueemos las tentadoras ofertas de la biotecnología
sin darnos cuenta de su aterrador coste moral.

La primera víctima del transhumanismo podría ser la igualdad. La Declaración de Independencia de Estados Unidos afirma que "todos los hombres son creados iguales", y las luchas políticas más intensas que ha habido en la historia del país han sido las disputas sobre quién reunía los requisitos para ser considerado plenamente humano. En 1776, cuando Thomas Jefferson redactó la declaración, las mujeres y los negros no estaban incluidos. Poco a poco, con esfuerzo y dificultades, las sociedades avanzadas han comprendido que el mero hecho de ser humano da a alguien el derecho a la igualdad política y legal. De hecho, hemos trazado una línea roja alrededor de la persona y hemos dicho que es sacrosanta.

La idea de la igualdad de derechos se basa en que todos poseemos una esencia humana más importante que las diferencias. Dicha esencia, y la opinión de que, por consiguiente, los individuos poseen un valor intrínseco, constituye el centro del liberalismo político. Sin embargo, la base del proyecto transhumanista consiste en modificar la esencia. Si empezamos
a transformarnos en algo superior, ¿qué derechos reivindicarán esas criaturas perfeccionadas y qué derechos poseerán en comparación con los que se queden atrás? Si unos dan un paso adelante, ¿podrá alguien permitirse no imitarlos? Inquieta ya en las sociedades ricas y desarrolladas. La amenaza a la idea de igualdad preocupa más aún si se piensa
en los ciudadanos más pobres del mundo, que, seguramente, no tendrán acceso a las maravillas de la biotecnología.

"Si empezamos a transformarnos
en algo superior, ¿qué derechos reivindicarán esas
criaturas perfeccionadas y cuáles poseerán en comparación
con los que se queden atrás?"

Los partidarios del transhumanismo creen saber lo que constituye un buen ser
humano, y están dispuestos a dejar atrás a los seres limitados
a cambio de algo mejor. ¿Pero de verdad lo comprenden? A pesar de nuestros
defectos visibles, los humanos somos productos milagrosamente complejos, derivados
de un largo proceso evolutivo; unos productos en los que el todo es mucho más
que la suma de las partes. Nuestras buenas características están íntimamente
relacionadas con las malas: si no fuéramos violentos y agresivos, no
podríamos defendernos; si no tuviéramos sentimientos posesivos,
no seríamos leales a la gente cercana a nosotros; si no tuviéramos
celos, tampoco sentiríamos amor. Incluso nuestra mortalidad desempeña
una función esencial, porque permite que la especie, como tal, sobreviva
y se adapte (y los transhumanistas son prácticamente el grupo al que
menos me gustaría ver vivir eternamente). Modificar cualquiera de nuestros
rasgos fundamentales entraña modificar un conjunto complejo e interrelacionado
de características, y nunca podremos predecir el resultado final.

Nadie sabe qué posibilidades surgirán para que el hombre se modifique a sí mismo, pero se pueden ver los primeros atisbos en los fármacos para alterar la conducta que toman nuestros hijos. El ecologismo nos ha enseñado humildad ante la naturaleza no humana. La necesitamos también frente a la nuestra, humana. Si no, estaremos invitando a los transhumanistas a desfigurar
la humanidad con sus excavadoras genéticas y sus almacenes de psicotrópicos.

 

Francis Fukuyama es catedrático
de Economía Política Internacional en la Escuela Johns Hopkins
de Estudios Internacionales Avanzados y autor de State-Building: Governance
and World Order in the 21st Century (Cornell University Press, Ithaca, 2004).