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Bandera con la imagen de Donald Trump durante una manifestación de ultraderecha y negadores del Covid en Berlín, Alemania, agosto 2020. JOHN MACDOUGALL/AFP via Getty Images

Mientras se especula qué hará Donald Trump en las semanas que restan hasta la fecha en que debe entregar la Casa Blanca a Joe Biden, el presidente electo, su herencia política se prolongará tanto en Estados Unidos como en otras partes del mundo. El trumpismo es el populismo de ultraderecha que ataca a la democracia, normaliza la violencia contra la cultura liberal y la regulación del mercado.   

El desafío de Trump a los resultados del proceso electoral es el último de sus actos de deslegitimación de la democracia. Meses atrás anunció que aceptaría la validez de las elecciones sólo en el caso de que resultase victorioso.  Este tipo de afirmaciones, repetidas por el presidente de Estados Unidos, desgastan el sistema democrático.

Más aún, desde su campaña electoral en 2016 instauró formas de actuar hacia sus contrincantes políticos (especialmente la burla y la difamación) y hacia los medios de comunicación (presentándolos como sesgados adversarios políticos) que rompían con las normas del respeto entre adversarios y hacia la libertad de expresión.

Las mentiras y distorsiones de la realidad (como hablar de éxito contra la pandemia el día que los contagios en su país alcanzaron los 11 millones y los 251.000 fallecidos) fueron tomadas por muchos analistas políticos como anécdotas o excentricidades.  Inclusive, los conceptos mismos de fake news (noticias falsas) y “realidades alternativas” se han vuelto casi normales.

Pero, entre tanto, Trump y su equipo de colaboradores e ideólogos (como el autoritario fiscal William Barr, el extremista asesor sobre migraciones Stephen Miller y el promotor de una internacional ultraderechista Steve Bannon) tomaron el Estado desde dentro, tratando de destruir sus instituciones y afectar al sistema federal.

 

Un marco de referencia autoritario

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Un muñeco con la imagen de Donald Trump como un nazi en una protesta en Medellí, Colombia, noviembre 2020. JOAQUIN SARMIENTO/AFP via Getty Images

Durante cuatro años se ha argumentado repetidamente que Trump es un pragmático egocéntrico sin una ideología consistente. Según el comentarista del diario The New York Times David Brooks, por ejemplo, Trump no dividía al mundo en derecha e izquierda sino en ganadores y perdedores. Su pasajera adhesión al Partido Demócrata en el pasado y su estilo frívolo de vida generó, en parte, el malentendido, llevando a creer que sería una presidencia sin rumbo.

Pero esto ha sido un extendido error de análisis. Proveniente de dos fuertes pilares de la cultura popular estadounidense, el individualismo del hombre que se hace a sí mismo y la televisión, Trump encontró su lugar, actuando firmemente como un político autoritario de ultraderecha en el marco de la crisis multidimensional que asola a Estados Unidos.  El profesor Christopher Browning ha escrito que creó “una coalición de descontentos” al igual que Adolf Hitler.

Un debate académico durante los últimos cuatro años ha sido sobre si Trump es un líder fascista. Los expertos en este movimiento coinciden en que no reúne todas las características pero que se ha deslizado hacia la práctica de peligrosas políticas muy autoritarias, antidemocráticas y promotoras de la violencia.

Más allá de si Trump es un fascista o un advenedizo improvisado, su presidencia ha combinado el pragmatismo con la creación de ideología. Benito Mussolini escribió en 1933 que el fascismo “no fue un hijo de una doctrina desarrollada de antemano de forma muy detallada; nació de la necesidad de actuar, y desde el principio fue de por sí algo más práctico que teórico”.  El filósofo Enzo Traverso indica que “en nuestros días, la política ya no deriva de la ideología; en cambio, esta última se improvisa, a posteriori, en busca de legitimar una política”.  Trump ha seguido esta línea pragmática y no ha elaborado una ideología, pero con sus políticas generó un paradigma, un marco de referencia ideológico de ultraderecha que, a la vez, se inscribe en la tendencia autoritaria global y el descrédito de la democracia.

 

Creando la base social

De este modo, frente a la falta de credibilidad de los políticos en general y sacando partido de que sólo el 17% de los ciudadanos estadounidenses tienen confianza en el gobierno, se presentó como el antipolítico. Ante los trabajadores rurales e industriales que perdieron sus puestos, debido a la internacionalización de la producción llevada a cabo desde los 90 y a la robotización, se erigió como un salvador que les devolvería el empleo gracias a sus habilidades empresariales y su lucha contra las reglas del Estado.

Por otra parte, se insertó como líder instrumental en un Partido Republicano que viene desde hace décadas abandonando el conservadurismo liberal con el fin de llevar a cabo una revolución económica, política y cultural de ultraderecha.

A los sectores empresariales y financieros que promueven menos Estado les aseguró la disminución de los impuestos y la desregulación de medidas ambientales y contrarias a la explotación de espacios naturales protegidos. A los grandes beneficiarios de la atención médica privada les juró que acabaría con la reforma sanitaria del presidente Barack Obama.

En The fifth risk, Michael Lewis explica, por ejemplo, que durante la Administración Trump se han eliminado millones de datos que tenía el Estado sobre cambio climático, abusos contra animales o crímenes violentos. Los beneficiarios son las compañías del carbón, los grandes productores de carne y los vendedores de armas a civiles. Paralelamente, se han corroído y parcialmente vaciado de contenido a las instituciones estatales, y se han revertido decenas de leyes y medidas progresistas en campos tan variados como el medio ambiente, la educación y la integración de diferentes identidades sexuales.

Al sector de juristas que promueve que Estados Unidos tenga un sistema presidencialista casi monárquico con un poder legislativo débil, Trump les garantizó que con su popularidad ganada en diversos mundos del espectáculo les ayudaría. Así mismo, le aseguró a la poderosa National Rifle Association que obstruiría toda medida que tomase el Congreso contra la posesión de armas de guerra por parte de civiles. Biden será un presidente respetuoso de los otros poderes, pero los partidarios de un ejecutivo fuerte seguirán pugnando. Respecto del control de armas, Trump logró su objetivo, pero es una de las cuestiones conflictivas que enfrentará el Partido Demócrata.

Desde la Casa Blanca impulsó la destrucción del monopolio del uso de la fuerza por parte del Estado democrático al alentar las acciones de grupos de ultraderecha, pronazis, milicias y grupos paramilitares, al tiempo que se negó a hacer reformas para combatir la brutalidad policial contra los afroamericanos.

 

Con el apoyo de Dios

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Banderas de apoyo a Donald Trump en Oregón, EE UU. MARANIE R. STAAB/AFP via Getty Images

También les dio garantías a los evangélicos nacionalistas de derechas de que adoptaría su agenda. Pese a presentarse como movimientos confesionales, promueven el presidencialismo fuerte y la revolución hiperconservadora contra el reconocimiento legal del matrimonio homosexual, la diversidad de identidades de género, el derecho al aborto y que la Corte Suprema tenga competencias en disputas referentes a derechos laborales. Así mismo, se oponen a la igualdad de la mujer y reivindican el predominio masculino en la esfera privada y pública.

Varios pastores evangélicos consideran que Trump llegó a presidente gracias a “la mano de Dios”.  Los líderes evangélicos, explica la investigadora Katherine Stewart, “han declarado una nueva guerra santa contra la democracia étnica y religiosamente diversa” tanto en Estados Unidos como globalmente.  Trump ha nombrado, además, a dos jueces hiperconservadores en la poderosa Corte Suprema, y ha designado más de un centenar de jueves también conservadores en diversos estados, que eventualmente obstaculizarán medidas progresistas que quiera adoptar el gobierno de Biden.

La fractura social presente en la sociedad estadounidense ha sido también explotada por Trump y sus ideólogos. Primero, la cuestión racial en dos aspectos. Por un lado, la falta de reconocimiento por gran parte de la población blanca que la esclavitud y los afroamericanos son parte constitutiva de la historia de EE UU. Por otra, el creciente peso demográfico de los ciudadanos de origen latinoamericano.

La Administración Trump ha sido abiertamente racista en responder a las movilizaciones de los afroamericanos (y los blancos que les apoyan) y fuertemente contrario a la inmigración, con medidas como separar a padres inmigrantes de sus hijos, expulsar a descendientes de inmigrantes nacidos en territorio estadounidense y prohibir la entrada de ciudadanos musulmanes.

 

La herencia

Trump deja varias herencias peligrosas para la democracia en Estados Unidos y el resto del mundo.

Primero, ha mostrado que se puede llegar al poder por la vía electoral para luego subvertir el Estado desde dentro, como lo están haciendo otros gobernantes en Europa oriental (Hungría y Polonia), Turquía, Brasil, Filipinas y Rusia. A la vez, que con el fin de perpetuarse en el poder pueden deslegitimarse las elecciones mediante noticias falsas, usar las redes sociales favorables, acusar de tendencioso al periodismo tradicional y movilizar a sectores paramilitares en las calles.

Segundo, ha alentado la idea que para triunfar económicamente (siguiendo su ejemplo) se deben eliminar las normas del Estado, y saltarse las que existen, descriminalizando de hecho la corrupción.

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Donald Trump con el senador republicano Tom Cotton en Washington, EE UU. Alex Wong/Getty Images

Tercero, ha normalizado el racismo, el sexismo y el desprecio por la izquierda, los defensores del medio ambiente y todos los que representen la agenda liberal de diversidad y derechos humanos que se desarrolló desde los 60.  Particularmente, ha puesto en palabras y hechos el rechazo a los inmigrantes y solicitantes de refugio.

Cuarto, ha reafirmado la legitimidad de grupos pronazis, milicias extremistas, y grupos conspirativos que reivindican estar armados y organizados contra el Estado.

Quinto, con motivo de la pandemia del Covid-19 ha desacreditado a la ciencia, promoviendo interpretaciones también conspirativas y peligrosamente supersticiosas.

Sexto, ha capturado la idea de nación con fines sectarios, antidemocráticos y excluyentes.

Séptimo, ha promovido una concepción política y nacionalista de la religión, a través de su alianza con los evangélicos. De este modo ha ido siglos atrás en la separación entre estado y religión.

Y octavo, ha indicado que en política exterior cada país debe defender sus intereses con métodos transaccionales alejándose de cualquier política cooperativa, despreciando y debilitando el sistema multilateral, en particular los acuerdos y resoluciones de Naciones Unidas.

Gobernantes autoritarios, al igual que aspirantes a gobernar y a movilizar a sectores de sus sociedades, han tomado inspiración del actual presidente de EE UU, que previsiblemente seguirá usando su influencia (y el peso de más de 70 millones de personas que le han votado).

Posiblemente Trump no se presente en las elecciones de 2024, pero algunas personalidades políticas ya se vislumbran como posibles candidatos, en particular el senador por Arkansas Tom Cotton, que mantiene posiciones muy duras sobre la migración, las protestas de Black Lives Matter, China y mantener abierta la prisión en la base de Guantánamo. Otros nombres son Josh Hawley, senador por Missouri, el vicepresidente Mike Pence (que cuenta con serios apoyos empresariales), y la ex embajadora ante la ONU Nikki Haley.  Pero también se especula con que su hija Ivanka podría aspirar al puesto o su hijo Donald Trump Jr.

Sea quien sea su heredero político, si se quiere preservar y mejorar la democracia en Estados Unidos y en otros países, habrá que reflexionar sobre todos los campos en los que dejó su legado. Porque el mundo ya no será el mismo tras la presidencia de Donald Trump.