No es descabellado pensar que Corea del Norte pudiera seguir el ejemplo de Myanmar y dar un sorprendente giro de 180 grados hacia la democracia.

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Durante más de dos décadas Myanmar (antigua Birmania) fue un Estado paria gobernado por generales del Ejército que suprimieron la disidencia política, oprimieron a los medios de comunicación, persiguieron a las minorías étnicas y —a pesar de su riqueza en recursos— no lograron mejorar el nivel de vida de su pueblo. Estados Unidos aplicó sanciones a Myanmar de manera continua y sometió al país a habituales tundas retóricas en el Congreso. Era, a falta de un paralelismo mejor, la Corea del Norte del Sureste Asiático. Pero en los últimos meses ha sufrido una transformación que sólo puede calificarse de extraordinaria. La histórica visita de la secretaria de Estado de EE UU,  Hillary Clinton, el año pasado puso de relieve los cambios producidos en Myanmar, y el 13 de enero Estados Unidos restauró plenas relaciones diplomáticas con el país después de que éste cumpliera con su promesa de liberar a un importante número de presos políticos y firmara un alto el fuego con los rebeldes de la etnia Karen. Los avances estadounidenses con Myanmar continúan siendo frágiles; el Gobierno tendrá que cumplir con otros puntos clave como acatar los resultados de las elecciones parlamentarias parciales de abril. Pero aún así, este deshielo suscita una pregunta: ¿Podría suceder esto alguna vez en Corea del Norte?

La opinión más asentada es que el reino ermitaño, en el mejor de los casos, se las apañará para ir tirando durante este periodo de transición en el liderazgo por el que atraviesa o, en el peor, implosionará: en cualquiera de los dos, continuará tratando a Estados Unidos como su enemigo número  uno. No obstante, si el último Kim en controlar Pyongyang se las arregla para consolidar su poder, sí podría seguir las lecciones aprendidas de Myanmar e intentar lograr una apertura estadounidense. Esta opción puede hacerse más y más plausible a medida que la dependencia económica que el régimen tiene de China se vuelva incómodamente alta.

Por el momento la atención del mundo está centrada, con razón, en comprobar si el líder de Corea del Norte, Kim Jong Un puede mantener el país unido. Mientras que su padre pasó décadas siendo preparado para convertirse en líder, el más joven de los Kim fue ascendido prácticamente de la noche a la mañana; su capacidad para ganarse la lealtad de los generales y del conjunto de mandos que forman la élite norcoreana sigue sin conocerse. La combinación de una lucha interna por el poder y el descontento popular podría causar un colapso, provocando salidas masivas de refugiados, la proliferación de material nuclear y una península de Corea que se mostrara unificada pero inestable.

Pero sería igual de fácil que Corea del Norte pudiera sobrevivir. Las predicciones sobre su defunción, aunque formuladas de manera regular, han subestimado sistemáticamente la capacidad del régimen para resistir a pesar de imponer terribles privaciones económicas a su pueblo. Durante la hambruna de los 90, en la que es posible que perecieran varios millones de norcoreanos, el régimen canalizó los alimentos y otros productos a las élites del Ejército y del partido, garantizando su lealtad. Y para ganar un poco de tiempo mientras Kim consolida su mandato es probable que Pyongyang continúe provocando a Washington con su retórica beligerante, pruebas de misiles y posiblemente otros juegos arriesgados y mucho más letales. Una vez que haya logrado asegurarse internamente, no obstante, Pyongyang podría apartarse del camino de la confrontación e intentar normalizar las relaciones con EE UU. Para dar una señal de su deseo de mejorar los vínculos, Corea del Norte podría hacer limitados cambios a nivel interno —la apertura de una delegación de Associated Press en Pyongyang, anunciada precisamente esta semana, resulta sugerente.

Myanmar, aliada de China al igual que Corea del Norte, acaba de trazar este rumbo. Durante dos décadas, las políticas estadounidenses trataron a este país como un Estado paria. La represión de las protestas populares por parte de la junta militar, el maltrato a los grupos étnicos minoritarios y el confinamiento de la activista en favor de la democracia Aung San Suu Kyi condujeron a EE UU a imponer sanciones aún más duras. Y más allá de su lamentable historial en materia de derechos humanos, Myanmar planteaba también un riesgo de seguridad. En un intento de conseguir tecnología de misiles, la junta militar recurrió a Corea del Norte en busca de ayuda; precisamente el año pasado, la Marina estadounidense interceptó un cargamento de misiles con destino a Myanmar. Y ocasionalmente han surgido rumores sobre un incipiente programa nuclear.

Pero más que continuar su confrontación con Washington, lo que hizo Myanmar fue comenzar a variar su rumbo. Desde noviembre de 2010, su Gobierno lanzó una serie limitada —pero inconfundible— de reformas políticas, liberando a Aung San Suu Kyi y a algunos presos políticos, quitándose los uniformes militares para sustituirlos por ropas civiles y reduciendo la censura a los medios de comunicación. Abandonó también sus intentos de lograr tecnología para misiles tras el frustrado intento del año pasado. Y después de la visita de Clinton, Myanmar respondió con una nueva oleada de gestos de apertura, incluyendo la liberación de 651 presos políticos más y la firma de un acuerdo de alto el fuego con los rebeldes de etnia karen.

Estos cambios, que han pillado desprevenidos a la mayoría de los observadores externos, estuvieron sobre todo motivados por las preocupaciones despertadas por el aliado de Myanmar: China. Aislado de la economía mundial por las sanciones internacionales a largo plazo, el Gobierno birmano se volvió más dependiente que nunca del gigante asiático para su comercio e inversiones. La dependencia se fue desdibujando gradualmente hasta convertirse en una erosión de la independencia nacional a medida que las empresas chinas importaban trabajadores y pasaban a dominar la infraestructura de energía y trasporte del país. Al mismo tiempo, el cada vez mayor interés de Pekín en el Océano Índico ponía en riesgo a Myanmar de convertirse en una extensión de la estrategia naval china. Buscando relajar lo que había pasado a ser una influencia demasiado dominante, el gobierno de Myanmar puso en marcha las reformas internas necesarias para que Estados Unidos le ofreciera la normalización diplomática.

La legitimidad de la familia Kim permanece anclada en su desafío al poder estadounidense, incluyendo el recurso a la continuada posesión de armas nucleares

Si Corea del Norte sobrevive al fallecimiento de su antiguo líder Kim Jong Il se tendrá que enfrentar a un dilema similar. Las empresas chinas cuentan ya con una importante presencia en el Norte. Hay compañías de este país implicadas en la extracción de recursos y en la construcción, y la zona de libre comercio de Rason se ha convertido en un punto de atracción para Pekín que, según se ha informado, envía allí delegaciones de alto nivel con regularidad.  La presencia económica china en el interior de Corea del Norte continuará ampliándose, especialmente si Kim Jong Un está dispuesto a llevar a cabo reformas orientadas hacia el mercado de una forma más seria y constante de lo que lo hizo su padre. Aunque el deseo de Kim de realizar tales reformas es incierto, la impaciencia de China por verle revitalizar la economía de Corea del Norte no lo es. A pesar de la transición en el liderazgo en Pyongyang, los objetivos de Pekín permanecen inmutables: contemplar un país que sea económicamente viable y sumiso en la mitad septentrional de la península de Corea en un futuro cercano.

El nuevo dirigente norcoreano  puede acabar enfrentándose a una dura elección: convertirse en un protectorado económico de China o construir una relación menos antagonista con EE UU. Para Pyongyang, normalizar los lazos con Washington es la vía de acceso para mejorar las relaciones con otras potencias de la región: Japón y Corea del Sur. Estos dos aliados de Washington podrían convertirse en importantes fuentes de comercio e inversión para Corea del Norte y contribuir a contrarrestar la influencia china. Ninguno, no obstante, adoptará un enfoque radicalmente diferente hacia Pyongyang a menos que Washington mueva ficha primero.

El camino de Corea del Norte hacia una mejor relación con EE UU será difícil. La legitimidad de la familia Kim permanece anclada en su desafío al poder estadounidense, incluyendo el recurso a la continuada posesión de armas nucleares; la confrontación con Washington no fue nunca crucial para la legitimidad de la junta de Myanmar. Además, Pyongyang es mucho más represivo de lo que lo fue nunca Birmania. Queda por ver si Corea del Norte es capaz de hacer el tipo de cambios que Myanmar ha llevado a cabo. Por otro lado, Pyongyang podría presentar algunos de los elementos de una apertura estadounidense —por ejemplo una visita de alto nivel— como un reconocimiento del elevado status y la sagacidad diplomática de Kim. El reforzamiento de la legitimidad dentro del país podría compensar la debilidad del control interno.

Mientras tenga que enfrentarse a una Corea del Norte en transición, Estados Unidos debería prepararse para lo peor mientras pone gran cuidado en no pasar por alto los posibles primeros indicadores de una nueva dirección para el régimen. En vez de preocuparse por las inversiones chinas en territorio norcoreano —un factor sobre el que tiene poca capacidad de influencia— Washington debería reconocer la parte positiva: estas inversiones podrían en realidad precipitar un acercamiento entre EE UU y Pyongyang.

 

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