Por qué Pekín no cederá en Xinjiang.

 

Peter Parks/AFP/GettyImages

Tras censurar a Occidente por interferir en los asuntos internos de Irán, ahora el departamento de relaciones públicas del Gobierno chino se pondrá a la defensiva con el tema de la revuelta en Urumqi, capital de Xinjiang, la región más occidental del país. Por el momento, han muerto 156 personas y más de 1.400 han sido arrestadas. Cientos de ciudadanos se han lanzado a la calle para protestar contra la forma en que las autoridades locales gestionaron una reyerta entre trabajadores uigures y chinos de etnia han a finales de junio en el sur del país, y en la que murieron dos uigures. La policía ha empleado la fuerza contra los manifestantes, alegando que la agitación era obra de elementos extremistas extranjeros, y que para controlar la situación era necesaria una respuesta contundente.

Dado que la región tiene 20 millones de habitantes –apenas el 1,5% de la población del país– muchos se preguntan: ¿por qué Pekín ha adoptado una postura tan dura en Xinjiang? Los motivos los resume uno de losmantras favoritos del partido: “estabilidad del Estado”. Las autoridades piensan que incluso unos disturbios de pequeña magnitud pueden tener enormes consecuencias si crecen y se les escapan de las manos.

Inestabilidades como la de estos días en Xinjiang no son nada nuevo en China. Tras el glamour de Shanghai y la grandeza de Pekín se ocultan grandes bolsas de desunión y desorden. Taiwan –que la China continental reclama como parte integrante del país– sigue resistiéndose y actuando de manera autónoma. La población de Hong Kong quiere garantías de que Pekín no abolirá las libertades de las que disfrutaron bajo gobierno colonial británico. Y los tibetanos tradicionales, temerosos de que la mayoría de etnia han imponga su poder político y religioso, quieren autonomía cultural y administrativa, y la mayoría ha renunciado a toda esperanza de conseguir la independencia. Gran parte de los 10 millones de uigures de Xinjiang quieren eso mismo. La revuelta de estos días es sólo la última manifestación de su incontenible ira.

Existen desórdenes generalizados incluso en provincias que no plantean ningún desafío a la autoridad china. En 2005, por ejemplo, se tiene constancia oficial de 87.000 disturbios (entendiéndose como tales aquellos en los que participan 15 o más personas), frente a los pocos miles que se producían hace una década. Casi todas las protestas son espontáneas, más que políticas; nacen de la frustración que invade a los mil millones de desposeídos que cada día tienen que lidiar con impuestos ilegales, apropiaciones de tierras, cargos corruptos y una larga lista de agravios. Para hacer frente a estos conflictos, el Gobierno ha creado una Policía Armada Popular integrada por 800.000 efectivos y ha elaborado varios manuales -del grosor de una tesis doctoral- para instruir a las autoridades sobre cómo gestionar las protestas. Estos documentos exponen de modo detallado las opciones para tratar con los líderes de las protestas: concretamente la utilización táctica de la permisividad y la represión, y de la negociación y la intimidación, en función de las características concretas de cada caso. A veces se deporta a los cabecillas, otras se los soborna; pero en ocasiones se les da lo que quieren.

La mayoría de los chinos no apoyan los planes separatistas de Tíbet, Xinjiang o Taiwan

La mayoría de estas medidas se llevan a cabo con discreción, y quizá eso es lo que hace que la actual revuelta llame tanto la atención. Cuando el Gobierno se enfrenta a lo que considera comportamientos separatistas, no se anda con sutilezas. Aunque su población es relativamente pequeña, Xinjiang y Tíbet juntos suponen más de un tercio de la superficie del país, y Pekín nunca tolerará perder el control sobre ese territorio. Está claro que los manifestantes de Urumqi y quienes les apoyan no tienen capacidad para desatar un levantamiento generalizado en China. Al final la protesta será sofocada, y sus líderes tratados con brutalidad. Pero si algo nos enseña la historia del Partido Comunista Chino es que, cuando la legitimidad moral y política del régimen se ve amenazada, la cúpula dirigente casi siempre opta por la dureza y la intransigencia.

El presidente Hu Jintao, que ya en un momento temprano de su carrera ganó puntos dentro del partido precisamente por liderar una campaña de represión contra disidentes políticos tibetanos en 1989, comprende mejor que nadie el peligro que corren los regímenes autoritarios si se muestran débiles. Piensa que claudicar sólo servirá para reforzar a los “enemigos del Estado”. El Grupo Avanzado sobre Asuntos Exteriores del Partido Comunista, presidido por Hu, en numerosas ocasiones se ha referido con desconfianza a los “virus” democráticos ocultos tras las “revoluciones de colores” de Ucrania y Georgia, y quizá incluso la de Irán -las mismas que podrían desatarse en zonas como Xinjiang y Tíbet. Por eso las autoridades chinas desconfían enormemente de cualquier grupo cuyas lealtades puedan ir más allá del régimen, o que al menos no sea fácilmente controlable por el Estado, como el Falun Gong, los católicos o los sindicatos independientes.

Es importante recordar que, dentro del país, la dureza del Ejecutivo no es en absoluto impopular. La mayoría de los chinos no apoyan los planes separatistas de Tíbet, Xinjiang o Taiwan. Prefieren ver cómo una China fuerte y unificada recupera su gloria histórica. Así que a nadie debería sorprender que los medios de comunicación estatales hayan sido los primeros en informar de los disturbios en Urumqi.

Los dirigentes chinos aprendieron mucho sobre control es sus detallados estudios sobre el colapso de la Unión Soviética. Llegaron a una clara conclusión: fueron los malogrados intentos de Mijaíl Gorbachov por ser razonable los que provocaron la caída del imperio. La actual generación de gobernantes del gigante asiático esta decidida a no cometer ese error. Y eso significa no ceder en Xinjiang.

 

Artículos relacionados