La NBA sabe lo que es el poder de un icono. Cuando Michael
Jordan se retiró del
baloncesto, los índices de audiencia empezaron a caer. Para reponerse,
la Liga de EE UU se abrió y decidió recurrir al talento extranjero.
Y ningún embajador es tan grande como Yao Ming. La NBA ve su salvación
en esta sensación china de
2,27 metros… y en 1.300 millones de aficionados.

El jugador más valioso: el chino Yao Ming se ha convertido en la figura más popular de la NBA.
El jugador más valioso: el
chino Yao Ming se ha convertido en la figura más popular de la NBA.

A los magos del marketing en la Asociación Nacional de
Baloncesto (NBA) les gusta decir que China es la “última frontera” del
baloncesto. Pero la fascinación del Imperio del Centro con la canasta
comenzó mucho antes de que un afable gigante de 2,27 metros llamado
Yao Ming empezara a jugar con los Houston Rockets en 2002. Puede que Pekín
no inventara este deporte, como aseguran algunos historiadores chinos cuando
mencionan el antiguo pasatiempo del shouju, una variedad de balonmano de la
dinastía Han. Pero sí es cierto que el baloncesto llegó al
gigante asiático antes que a EE UU y sólo unos cuantos años
después de que un excéntrico canadiense llamado James Naismith
inventara el juego, en 1891.

Desde el principio, el basket estaba destinado a ser un deporte mundial –y
China, su última conquista– por una casualidad muy curiosa: Doc
Naismith creó el juego en el centro internacional de formación
de la Asociación de Jóvenes Cristianos (YMCA) en Springfield,
Massachusetts, un lugar en el que los jóvenes misioneros se empapaban
de un cristianismo muscular antes de que les enviaran a redimir al mundo. China
era el mayor mercado nuevo de almas necesitadas de salvación, un imperio
de 400 millones de personas en los últimos años de la dinastía
Qing. Cuando los misioneros del YMCA llegaron a la ciudad de Tianjin alrededor
de 1890, con Las 13 reglas del baloncesto en su equipaje además de sus
biblias, estaban convencidos de que la salvación iba a llegar a través
de Dios y la canasta, y no necesariamente en ese orden.

Más de un siglo después, llegó al Imperio del Centro
otra oleada de evangelizadores occidentales que predicaba un credo de globalización
más deslumbrante. En vez de biblias y Las 13 reglas
del baloncesto
,
los extranjeros que empezaron a llegar a China en los 90 llevaban otros símbolos
de su fe: los logotipos de Nike y la NBA y películas sobre los grandes
momentos de un tipo milagroso llamado Michael Jordan, todo ello sobre el fondo
hip-hop de la cultura juvenil globalizada. La potencia, con sus 1.300 millones
de habitantes, había salido por fin de decenios de aislamiento e iba
lanzada hacia una expansión económica vertiginosa. Con la esperanza
de abrir el último gran mercado virgen de la tierra, los nuevos predicadores
vendieron una visión del deporte como espectáculo, una mercancía
agradable que encarnaba los valores de la libertad, la competitividad y el
heroísmo individual. Los occidentales depositaron su fe en la fuerza
de los símbolos deportivos –sobre todo, las estrellas del baloncesto– para
inspirar un lazo emocional que empujara a las masas a ver, aplaudir y llenar
sus hogares de montones de cosas importadas y realmente modernas.

Sueños occidentales: Pekín no mostró mucho interés por el baloncesto al principio, pero ahora el número de aficionados crece por minutos.
Sueños occidentales: Pekín no mostró mucho
interés por el baloncesto al principio, pero ahora el número
de aficionados crece por minutos.

Aunque los jóvenes chinos han adoptado los emblemas de la hipercapitalista
cultura deportiva de Occidente, la nueva generación de dirigentes del
país sigue considerando el deporte, más que como un negocio,
un entretenimiento o un espectáculo, como una proyección de las
ambiciones nacionales, un anhelo especialmente poderoso ahora que Pekín
se dispone a albergar los Juegos Olímpicos de 2008. Su inmensa maquinaria
deportiva de tipo socialista, inspirada en el viejo sistema soviético,
puede parecer un anacronismo en la economía de la globalización;
de hecho, sólo Cuba y Corea del Norte mantienen esos programas “de
la cuna a la sepultura”. Sin embargo, las fábricas siguen produciendo
deportistas de categoría mundial que dan gloria a la madre patria, y
Pekín se resiste a detener la elaboración en serie de campeones.
Al fin y al cabo, los éxitos del sistema son prueba tangible de que
el país vuelve a ocupar un lugar honorable en la comunidad de naciones.

El encuentro de Oriente y Occidente –China y el mundo– será,
sin duda, el que defina el siglo XXI. Y tal vez nadie simboliza esa convergencia
cósmica como Yao Ming. La vida de esta estrella de 25 años y
rostro alargado ha estado tan marcada por las dos grandes fuerzas de nuestro
tiempo (la explosiva ascensión de su país y la expansión
del capitalismo transnacional) que se le puede considerar verdaderamente un
hijo de la globalización. Si no fuera por la ambición de elevar
su categoría internacional a través del deporte, los padres de
Yao (ambos jugadores de baloncesto, de 2,05 y 1,85 metros, respectivamente)
nunca se habrían visto reclutados por la fuerza por el sistema chino
de deportes ni emparejados, al retirarse, para producir la siguiente generación
de gigantes. Si Yao hubiera nacido en cualquier otro sitio –en Chile,
Chad, o incluso Madrid–, es muy probable que no le hubieran sacado del
colegio para meterle en escuelas de baloncesto desde su tierna edad. Y, desde
luego, el pívot de Shanghai no habría causado tanto placer a
la NBA cuando, después de un prolongado tira y afloja entre orientales
y occidentales, recibió finalmente el permiso para ir a Estados Unidos
en 2002.

Cuando Yao encestó por primera vez en Houston fue como si se hubiera
cerrado un círculo y una corriente eléctrica de ida y vuelta
hubiera atravesado el Pacífico. Millones de compatriotas, que habían
ignorado al jugador hasta entonces, le ensalzan hoy y le ven como un símbolo
patriótico que está destruyendo el estereotipo del chino débil
y pequeño. Los aficionados estadounidenses, al principio asombrados
por su increíble altura, han acogido con afecto su personalidad retraída
y le han seleccionado tres temporadas consecutivas para el All-Star
Weekend
(espectáculo en el que, durante un fin de semana, hinchas y jugadores
confraternizan en una ciudad). Las mayores multinacionales del mundo, desde
Pepsi y Reebok hasta Visa y McDonald’s, se han apresurado a firmar contratos
multimillonarios de publicidad con Yao. A sus directivos, no sólo les
gusta porque mide 2,27 metros, tiene talento, es simpático y representa
al deportista limpio en un mundo de superestrellas vanidosas y conflictivas.
Les gusta, sobre todo, porque es chino.

COMPETIR CON EL MUNDO
Una de las deliciosas ironías de la historia es que el destino de los
atletas más altos del Estado estuviera en manos de uno de sus gobernantes
más bajos. Deng Xiaoping, el líder supremo cuando nació Yao,
no medía más de 1,47 metros, aunque su estatura exacta se ocultó como
un secreto de Estado. Puede que le impulsara su propio tamaño o no,
pero el caso es que Deng estaba obsesionado por volver a colocar a China en
la cima que había ocupado entre las potencias mundiales.

Cuando subió al poder en 1978, el país seguía postrado,
apenas saliendo de los 10 años de catástrofe que supuso la Revolución
Cultural. El renacimiento económico que pretendía provocar tardaría
tiempo. Incluso con unos índices elevados de crecimiento, pasarían
décadas para que pudiera competir con Occidente en lo económico,
lo militar o lo diplomático. El único terreno visible en el que
podía colocarse a la altura del resto del mundo era el de los deportes.
Durante las dos décadas anteriores, China se había retirado o
había sido expulsada de casi todas las federaciones deportivas internacionales,
incluido el COI. La primera organización que ofreció su respaldo
a los comunistas de Pekín y dejó a sus rivales nacionalistas
de Taipei fue la Federación Internacional de Tenis de Mesa: un capricho
de la historia que hizo que China se convirtiera en una potencia mundial dentro
de un deporte que, para la opinión pública, estaba asociado a
los sótanos de las casas en los barrios residenciales. Con su extraña
forma de agarrar las palas –hasta hace poco, las cogían como si
fueran palillos de comer–, los chinos continentales dominan este deporte
desde hace 45 años y han ganado más de la mitad de los campeonatos
mundiales, incluidos todos los títulos masculinos y femeninos en 2005.

A los directivos de las
multinacionales, Yao no les gusta porque mide 2,27 metros, tiene talento
y es simpático… Les gusta porque es chino

Aún así, esto no era más que ping-pong. Un deporte que
requiere agilidad y reflejos rapidísimos, pero que no inspira miedo
ni respeto en el mundo. Incluso entre la burocracia china, para hablar de él
se decía que era el de “las pelotas pequeñas”. Las
autoridades sabían que el verdadero respeto sólo llegaría
cuando fueran capaces de competir con las potencias occidentales en “las
grandes pelotas” –fútbol, voleibol y baloncesto– y
en el acontecimiento deportivo más prestigioso de todos, los Juegos
Olímpicos. Las gestiones diplomáticas de Deng abrieron la puerta.
En 1979, el mismo año en el que Pekín y Washington normalizaron
sus relaciones, la China continental logró apartar a Taiwan y se incorporó al
movimiento olímpico. Los frenéticos preparativos para su participación
en los Juegos Olímpicos de 1984, en Los Ángeles, enloquecieron
al aparato deportivo. La “estrategia de medallas de oro” empleó sus
principales ventajas –un inmenso número de jóvenes y el
hecho de que el Estado pudiera obligarles a competir–, amplió la
estructura deportiva (3.000 escuelas, en las que se entrenaban casi 400.000
jóvenes) y se centró en deportes con gran densidad de oro olímpico.
Nada habría podido satisfacer tanto a un país lleno de inseguridades
como el resultado final de Los Ángeles: 15 medallas del metal más
preciado, ninguna deserción y la afectuosa acogida del resto del mundo.
Esta escalada ha continuado durante los últimos 20 años, siempre
un paso por delante de su crecimiento económico. Antes de cada reunión
olímpica, las autoridades se fijan unos fines ambiciosos en cuanto a
medallas de oro. Esa presión tan intensa, pese a los escándalos
de drogas en los 90, ha creado un coloso deportivo. Cuando los Juegos regresaron
a su cuna, Atenas, el año pasado, Pekín rivalizó con EE
UU en los primeros puestos de la tabla, con 32 de oro frente a las 35 de los
estadounidenses, una hazaña que desató rumores entusiastas sobre
la posibilidad de que China superase a Estados Unidos cuando juegue en casa,
en 2008. Cuando los 407 miembros del equipo chino desfilaron en el estadio
olímpico de Atenas, no es casualidad que la bandera con las cinco estrellas
de la República Popular ondeara más alta que la de ningún
otro país. El elegido para encabezar el desfile no era sino Yao Ming,
mucho más alto que todos los demás. El sueño de Deng se
había hecho literalmente realidad.

Cómo viaja el juego

La NBA (National Basketball Association) ha logrado desarrollar
en todo el mundo una imagen de lo más cool. Pero tiene algo
que sigue siendo increíblemente anacrónico: su nombre.
En realidad, debería llamarse IBA y sustituir “National” por “International”.
Ya obtiene gran parte de sus ingresos en otros países y
su comisario, David Stern, prevé que, en la próxima
década, las retransmisiones al extranjero supondrán
el 50% de los ingresos televisivos. Sin embargo, las influencias
mundiales se manifiestan en algo mucho más visible incluso
para el espectador menos avispado: la rápida afluencia de
nombres y rostros extranjeros a una Liga que, durante mucho tiempo,
dio por sentada la superioridad de los jugadores de EE UU.

Nuevas estrellas: el argentino Manu Ginobili.
Nuevas
estrellas:
el argentino Manu
Ginobili.

Cuando el baloncesto estadounidense emprendió su carrera
hacia la globalización en 1992 –la primera vez que
el mundo vio participar a jugadores de la NBA en unos Juegos–,
el Dream Team se paseó por la competición e incluso
firmó autógrafos a sus asombrados rivales. Aquellas
retransmisiones olímpicas engendraron una nueva generación
de aspirantes a la NBA en todas partes, desde Pekín hasta
Buenos Aires. Antes de 1992, en la Liga no había más
que una docena de jugadores extranjeros. La temporada pasada eran
81, oriundos de 35 países, entre ellos el catalán
Pau Gasol. Sólo hubo dos equipos sin ningún foráneo,
y el campeón de la Liga, San Antonio Spurs, tuvo a tres
titulares nacidos fuera de EE UU: Tim Duncan, de las Islas Vírgenes;
Tony Parker, de Francia, y Manu Ginobili, de Argentina. Explorar
las regiones más remotas de la Tierra en busca de adolescentes
que superen los 2,10 se ha puesto de moda entre los equipos de
la NBA. En el último draft, el sorteo donde los peores equipos
eligen a los mejores universitarios, fueron seleccionados
18 jugadores extranjeros, frente a los 10 de 1999 y los 4 de 1994.

La invasión extranjera cuenta con sus detractores, desde
quienes se quejan por el deseo de la NBA de explotar los mercados
foráneos a quienes dicen que forma parte de una estrategia
de “soltar perlas” para blanquear una liga cuyos jugadores
son mayoritariamente negros, y cuyos aficionados y patrocinadores
son mayoritariamente blancos. Sin embargo, esos argumentos resultan
huecos cada vez que los extranjeros demuestran que saben jugar.
Constituyen ya alrededor del 15% de las alineaciones iniciales
en la Liga, y están prácticamente colonizando el
All-Star Game. Por si eso no basta, no hay más que ver la
paliza que recibió Estados Unidos en Atenas. Los autógrafos
los firmaron los argentinos, ganadores de la medalla de oro.

 

EN BUSCA DE LA ÚLTIMA FRONTERA
Desde los primeros Juegos Olímpicos de Atenas, el deporte ha recibido
elogios por su facultad de atravesar las fronteras de la raza, la cultura,
el dialecto y la nación. Pero ahora, alimentado por las fuerzas de la
globalización –la televisión por satélite, la revolución
informática, la caída del comunismo–, se ha transformado
en una industria billonaria que abarca sin esfuerzos todo el planeta. El historiador
Walter LaFeber dice que, aparte del narcotráfico, el deporte se ha convertido
en el negocio más globalizado y lucrativo del mundo.

En lo más alto: Yao simboliza la esperanza de oro en 2008.
En lo más alto: Yao simboliza la esperanza de oro
en 2008.

Sin embargo, no era ésa la situación de la NBA cuando David
Stern fue elegido comisario de la Liga, en 1984. El baloncesto profesional
estadounidense era un páramo asolado por equipos en bancarrota y escándalos
de drogas, con un público tan escaso que la CBS, pocos años antes,
había llegado a emitir las finales de noche, en diferido. Cuando Stern
sugirió que el baloncesto podía acabar siendo tan popular en
el mundo como el fútbol, sus detractores debieron pensar que estaba
tan colocado como muchos jugadores en aquella época. La NBA, decían,
era demasiado lejana, demasiado amenazadora, demasiado “negra” para
el público normal estadounidense, y mucho más para el resto del
mundo. Pero Stern tenía la visión de un deporte que superara
las divisiones de raza, cultura y geografía con tanta facilidad como
sus jugadores hacían acrobacias y desafiaban los límites de la
gravedad. La aparición de jugadores estrella –primero Larry Bird
y Magic Johnson, luego Michael Jordan– ayudó a atraer a los aficionados.
Pero el camino hasta convertirse en un negocio de 3.000 millones de dólares
(unos 2.500 millones de euros) y un fenómeno cultural de dimensión
internacional lo inició un hombre cuyos sueños tenían
escala mundial. “Comprendí”, cuenta Stern, “que la
combinación del atractivo universal de nuestro deporte y el crecimiento
de los mercados de televisión en todo el mundo significaba que los partidos
de la competición estadounidense se iban a ver en todas partes”.

La última frontera por descubrir para la NBA, como para tantas multinacionales,
era China. Cuando Stern viajó por primera vez al Imperio del Centro
en 1989, la Liga había extendido ya sus tentáculos hacia Europa,
jugaba partidos de temporada en Japón y contaba con el primer jugador
procedente de la que pronto iba a dejar de ser Unión Soviética.
El gigante asiático, sin embargo, no le acogió tan bien. Stern
había llegado con lo que consideraba una oferta imposible de rechazar:
una programación gratis para la televisión monopolizada por el
Estado, que ayudaría a la NBA a abrirse camino en el mayor mercado del
mundo. Pero cuando el hombre más poderoso del deporte estadounidense
entró en el vestíbulo de mármol de la sede de la Televisión
Central en Pekín no había nadie para recibirle; es más,
nadie sabía quién era. Se vio ninguneado por un directivo y tuvo
que esperar durante horas para hablar con un funcionario de bajo nivel que
le sermoneó sobre la importancia de ennoblecer a la gran audiencia,
en lugar de entretenerla.

Juego interior: el estilo agresivo que se practica en la NBA ha obligado a Yao a replantearse su forma de jugar.
Juego interior: el estilo agresivo que se practica en la
NBA ha obligado a Yao a replantearse su forma de jugar.

No obstante, las masas soñaban con que las entretuvieran, dijera lo
que dijera la televisión estatal. Cuando, en 1990, la Televisión
Central empezó, por fin, a transmitir en diferido las finales de la
NBA, el momento coincidió con el primer campeonato logrado por Jordan
con los Bulls. El volador espacial, como le llamaban los chinos, caló hondo
en un país que intentaba encontrar el equilibrio que él encarnaba
entre el talento individual y el espíritu de equipo. En un sondeo realizado
en 1992, un grupo de escolares consideraba que Jordan era una figura histórica
más importante que Mao Zedong. Pese a esta popularidad, Stern se dio
cuenta de que el público chino nunca acogería por completo la
NBA hasta que jugara un compatriota suyo. Pero encontrar a un héroe
local que fuera capaz de dar el salto a la Liga no era nada sencillo. Los mejores
jugadores seguían formándose tras los muros de la estructura
deportiva socialista del Estado. A finales de los 90, se difundieron en Occidente
rumores sobre dos jóvenes de gran talento que medían más
de 2,10 metros. Tanto Yao Ming como su rival, el soldado Wang Zhizhi, que era
mayor y medía 2,13, habían adquirido un juego sólido y,
cuando los ojeadores de la NBA y los ejecutivos de Nike les descubrieron, ya
se inspiraban en las estrellas que veían por televisión.

Hubo que esperar hasta 2001 para que el primer jugador chino pudiera saltar
a ese universo deslumbrante. En abril, como parte de un gesto de buena voluntad
para consolidar la candidatura olímpica de Pekín para 2008, las
autoridades deportivas dejaron que Wang se fuera a los Mavericks. Su primera
aparición en Dallas se produjo días después del derribo
de un avión espía de Estados Unidos sobre territorio chino, pero
los aficionados dieron la bienvenida a Wang como antídoto pacífico
a la tensión. Su éxito, no obstante, se agrió muy pronto.
Un año después, ante el temor de que Pekín no le dejara
proseguir su trayectoria en la NBA y le obligara a regresar para reforzar su
Liga nacional, en mala situación, el soldado se negó a volver
a casa y desapareció en Estados Unidos. Calificado de traidor, el antiguo
héroe perdió su puesto en la selección nacional y millones
de dólares en posibles contratos publicitarios.

Si Wang Zhizhi parecía atrapado en el abismo entre los dos países,
Yao Ming pronto simbolizó el puente entre Oriente y Occidente. Los Houston
Rockets escogieron a Yao, pero Pekín tardó tres angustiosos meses
en convencerse de que no iba a desertar y de que daría peor imagen internacional
si se aferraba a su estrella. Cuando Yao aterrizó en Houston, el dueño
de los Rockets, Les Alexander, se mostró entusiasmado. “Es la
mayor figura deportiva de todos los tiempos”, dijo. “Tomen nota:
de aquí a dos o tres años será más importante que
Tiger Woods o Michael Jordan”.

Al principio, Yao parecía abrumado por el peso de las expectativas
a ambos lados del Pacífico. “La presión de EE UU la tenía
delante y la de China detrás. Me sentía estrujado entre ambas”,
declaró posteriormente. Al tímido pívot le costó un
mes de balbuceos coger el ritmo del juego americano, pero, para cuando empezó a
asombrar al público, la NBA obtenía beneficios de su presencia.
Después de casi una década de abrirse paso con precaución
en China, la Liga estadounidense inauguró su primera oficina en Pekín,
lanzó una página web en chino y firmó nuevos contratos
de televisión con 12 estaciones de provincias para emitir un total de
168 partidos, más del doble respecto al año anterior.

El MUNDO DE YAO
Los partidos de temporada en la NBA, que atraen alrededor de un millón
de espectadores en EE UU, son vistos por 30 millones en China, hasta el punto
de que los Houston Rockets se han convertido en el equipo favorito del país,
y el más visto del mundo. Cuando el portal Sohu difundió una
entrevista de 90 minutos con Yao, en diciembre de 2002, entraron en
la página casi nueve millones de aficionados, que hicieron que se cayera
el sistema en seis de las mayores ciudades chinas. En EE UU está acudiendo
a los pabellones un nuevo grupo demográfico, el asiático, para
observar los pasos gigantescos que recorren la cancha y ofrecen una imagen
de China que no tiene nada que ver ni con Mao ni con las matanzas de Tiananmen.
Al mismo tiempo, a los aficionados no asiáticos les gusta porque hace
que lo ajeno parezca conocido. “Es un lujo”, dice el presidente
de los Rockets, George Postolos. “Lleva la globalización a otra
dimensión”.

La grandiosa convergencia que preveía Stern se haría realidad
en octubre de 2004, cuando Yao volvió a su país para encabezar
los primeros partidos de la NBA jugados en territorio chino. Nunca unos partidos
sin valor tuvieron tanto significado. Para un país loco por el baloncesto
(China) y una Liga obsesionada con China (la NBA), fue un acontecimiento crucial,
el momento en el que el negocio deportivo de más crecimiento del mundo
logró aterrizar, por fin, en el mercado con mayor desarrollo del mundo.
En esta ocasión, Stern no temió que le ningunearan. Con Yao a
su lado –y un reino que abarca ya más que la ONU (los partidos
de la NBA se emiten en más de doscientos países y territorios)–,
el comisionado asistió satisfecho al partido en el pabellón reservado
a personalidades, por fin recibido con alfombra roja.

En el horizonte se avecina un acontecimiento aún mayor: los Juegos
Olímpicos de 2008. La esperada cita, exactamente un siglo después
de que los misioneros del YMCA pensaran por primera vez en la posibilidad,
debe marcar el regreso de China como superpotencia. Y la estrella de la fiesta
será Yao Ming. Es el único deportista chino considerado una figura
mundial. Pero los dirigentes de Pekín no serán los únicos
deseosos de que tenga una buena actuación en 2008. También estarán
pendientes los magnates de EE UU. Los Juegos coincidirán con los 27
años del pívot, su momento culminante como jugador y como imagen
de marca, un periodo en el que sus ingresos por publicidad podrían ascender
a más de cien millones de dólares. “Será el cénit”,
explica Bill Sanders, encargado de marketing en Team Yao. La fusión
de Oriente y Occidente ha dado al jugador más fama y riqueza de las
que podía imaginar cuando era un niño pobre en Shanghai. Pero
también es muy consciente de las contradicciones. Sabe, por ejemplo,
que la misma amabilidad que le ha ganado el afecto de los aficionados, los
anunciantes y los funcionarios chinos limita su eficacia en el mundo competitivo
y brutal de la NBA, lo cual hace que algunos críticos le dediquen el
adjetivo más peyorativo de la Liga: “blando”. Sin embargo,
cuando muestra un atisbo de dureza, las autoridades comunistas se escandalizan
porque piensan que el individualismo egoísta de la NBA ha corrompido
a su obediente estrella. “Ha cambiado”, dijo un funcionario en
Atenas. “Parece más americano. Se atreve a decir lo que sea”.

La verdad es que Yao aprecia los valores que aprendió en China: maña
antes que fuerza, pasividad antes que agresividad, honor colectivo antes que
triunfo individual. Pero ahora sabe que ya no le van a ayudar a desplegar todo
su potencial. Aunque ha reiterado su compromiso patriótico de jugar
con la selección nacional, también ha dicho que, para endurecer
su juego, necesitaría entrenarse más tiempo fuera de temporada
en EE UU y menos con la selección nacional. “Tengo que hallar
la forma de equilibrar las dos cosas”, ha dicho. Un esfuerzo de equilibrio
que va a proseguir, igual que continuará entre todos los que tratan
de sortear la división que separa a China del mundo.

 

¿Algo más?
Es posible que la relación entre deporte
y globalización sea tan omnipresente como un partido de
fin de semana en televisión, pero existen pocos libros sobre
el tema. El historiador Walter LaFeber ofrece un ágil
panorama en Michael Jordan and
the New Global Capitalism
(W. W. Norton & Co.,
Nueva York, 1999), una viva polémica sobre la NBA,
Nike y la globalización de la industria del deporte.
El periodista de Sports Illustrated Alexander
Wolff utiliza un enfoque muy distinto, desde abajo –es
decir, casi desde cada país aficionado al baloncesto
en el mundo–, en su delicioso Big Game,
Small World: A Basketball Adventure
(Warner
Books, Nueva York, 2002).

La influencia occidental en la
cultura deportiva china es visible en el incisivo relato
histórico de Andrew Morris Marrow of
the Nation: A History of Sport and Physical Culture in Republican
China
(University of California Press, Berkeley,
2004). El artículo de
Judy Polumbaum ‘From Evangelism to Entertainment: The YMCA,
the NBA, and the Evolution of Chinese Basketball’ (Modern
Chinese Literature and
Culture, 2002) examina
más en concreto la
historia del baloncesto chino, desde finales de la dinastía
Qing hasta la Larga Marcha del Ejército comunista. La
antropóloga estadounidense Susan Brownell, en Training
the Body for China: Sports in the Moral Order of the People’s
Republic
(University
of Chicago Press, Chicago, 1995), sumerge a los lectores
aún más
en la maquinaria deportiva comunista. Para otro punto de vista
sobre la intersección de cultura,
política y deporte, ver el artículo de Franklin
Foer ‘Beckham y la globalización’ (FP edición
española , febrero/marzo 2004).

 

 

La NBA sabe lo que es el poder de un icono. Cuando Michael
Jordan se retiró del
baloncesto, los índices de audiencia empezaron a caer. Para reponerse,
la Liga de EE UU se abrió y decidió recurrir al talento extranjero.
Y ningún embajador es tan grande como Yao Ming. La NBA ve su salvación
en esta sensación china de
2,27 metros… y en 1.300 millones de aficionados.
Brook Larmer

El jugador más valioso: el chino Yao Ming se ha convertido en la figura más popular de la NBA.
El jugador más valioso: el
chino Yao Ming se ha convertido en la figura más popular de la NBA.

A los magos del marketing en la Asociación Nacional de
Baloncesto (NBA) les gusta decir que China es la “última frontera” del
baloncesto. Pero la fascinación del Imperio del Centro con la canasta
comenzó mucho antes de que un afable gigante de 2,27 metros llamado
Yao Ming empezara a jugar con los Houston Rockets en 2002. Puede que Pekín
no inventara este deporte, como aseguran algunos historiadores chinos cuando
mencionan el antiguo pasatiempo del shouju, una variedad de balonmano de la
dinastía Han. Pero sí es cierto que el baloncesto llegó al
gigante asiático antes que a EE UU y sólo unos cuantos años
después de que un excéntrico canadiense llamado James Naismith
inventara el juego, en 1891.

Desde el principio, el basket estaba destinado a ser un deporte mundial –y
China, su última conquista– por una casualidad muy curiosa: Doc
Naismith creó el juego en el centro internacional de formación
de la Asociación de Jóvenes Cristianos (YMCA) en Springfield,
Massachusetts, un lugar en el que los jóvenes misioneros se empapaban
de un cristianismo muscular antes de que les enviaran a redimir al mundo. China
era el mayor mercado nuevo de almas necesitadas de salvación, un imperio
de 400 millones de personas en los últimos años de la dinastía
Qing. Cuando los misioneros del YMCA llegaron a la ciudad de Tianjin alrededor
de 1890, con Las 13 reglas del baloncesto en su equipaje además de sus
biblias, estaban convencidos de que la salvación iba a llegar a través
de Dios y la canasta, y no necesariamente en ese orden.

Más de un siglo después, llegó al Imperio del Centro
otra oleada de evangelizadores occidentales que predicaba un credo de globalización
más deslumbrante. En vez de biblias y Las 13 reglas
del baloncesto
,
los extranjeros que empezaron a llegar a China en los 90 llevaban otros símbolos
de su fe: los logotipos de Nike y la NBA y películas sobre los grandes
momentos de un tipo milagroso llamado Michael Jordan, todo ello sobre el fondo
hip-hop de la cultura juvenil globalizada. La potencia, con sus 1.300 millones
de habitantes, había salido por fin de decenios de aislamiento e iba
lanzada hacia una expansión económica vertiginosa. Con la esperanza
de abrir el último gran mercado virgen de la tierra, los nuevos predicadores
vendieron una visión del deporte como espectáculo, una mercancía
agradable que encarnaba los valores de la libertad, la competitividad y el
heroísmo individual. Los occidentales depositaron su fe en la fuerza
de los símbolos deportivos –sobre todo, las estrellas del baloncesto– para
inspirar un lazo emocional que empujara a las masas a ver, aplaudir y llenar
sus hogares de montones de cosas importadas y realmente modernas.

Sueños occidentales: Pekín no mostró mucho interés por el baloncesto al principio, pero ahora el número de aficionados crece por minutos.
Sueños occidentales: Pekín no mostró mucho
interés por el baloncesto al principio, pero ahora el número
de aficionados crece por minutos.

Aunque los jóvenes chinos han adoptado los emblemas de la hipercapitalista
cultura deportiva de Occidente, la nueva generación de dirigentes del
país sigue considerando el deporte, más que como un negocio,
un entretenimiento o un espectáculo, como una proyección de las
ambiciones nacionales, un anhelo especialmente poderoso ahora que Pekín
se dispone a albergar los Juegos Olímpicos de 2008. Su inmensa maquinaria
deportiva de tipo socialista, inspirada en el viejo sistema soviético,
puede parecer un anacronismo en la economía de la globalización;
de hecho, sólo Cuba y Corea del Norte mantienen esos programas “de
la cuna a la sepultura”. Sin embargo, las fábricas siguen produciendo
deportistas de categoría mundial que dan gloria a la madre patria, y
Pekín se resiste a detener la elaboración en serie de campeones.
Al fin y al cabo, los éxitos del sistema son prueba tangible de que
el país vuelve a ocupar un lugar honorable en la comunidad de naciones.

El encuentro de Oriente y Occidente –China y el mundo– será,
sin duda, el que defina el siglo XXI. Y tal vez nadie simboliza esa convergencia
cósmica como Yao Ming. La vida de esta estrella de 25 años y
rostro alargado ha estado tan marcada por las dos grandes fuerzas de nuestro
tiempo (la explosiva ascensión de su país y la expansión
del capitalismo transnacional) que se le puede considerar verdaderamente un
hijo de la globalización. Si no fuera por la ambición de elevar
su categoría internacional a través del deporte, los padres de
Yao (ambos jugadores de baloncesto, de 2,05 y 1,85 metros, respectivamente)
nunca se habrían visto reclutados por la fuerza por el sistema chino
de deportes ni emparejados, al retirarse, para producir la siguiente generación
de gigantes. Si Yao hubiera nacido en cualquier otro sitio –en Chile,
Chad, o incluso Madrid–, es muy probable que no le hubieran sacado del
colegio para meterle en escuelas de baloncesto desde su tierna edad. Y, desde
luego, el pívot de Shanghai no habría causado tanto placer a
la NBA cuando, después de un prolongado tira y afloja entre orientales
y occidentales, recibió finalmente el permiso para ir a Estados Unidos
en 2002.

Cuando Yao encestó por primera vez en Houston fue como si se hubiera
cerrado un círculo y una corriente eléctrica de ida y vuelta
hubiera atravesado el Pacífico. Millones de compatriotas, que habían
ignorado al jugador hasta entonces, le ensalzan hoy y le ven como un símbolo
patriótico que está destruyendo el estereotipo del chino débil
y pequeño. Los aficionados estadounidenses, al principio asombrados
por su increíble altura, han acogido con afecto su personalidad retraída
y le han seleccionado tres temporadas consecutivas para el All-Star
Weekend
(espectáculo en el que, durante un fin de semana, hinchas y jugadores
confraternizan en una ciudad). Las mayores multinacionales del mundo, desde
Pepsi y Reebok hasta Visa y McDonald’s, se han apresurado a firmar contratos
multimillonarios de publicidad con Yao. A sus directivos, no sólo les
gusta porque mide 2,27 metros, tiene talento, es simpático y representa
al deportista limpio en un mundo de superestrellas vanidosas y conflictivas.
Les gusta, sobre todo, porque es chino.

COMPETIR CON EL MUNDO
Una de las deliciosas ironías de la historia es que el destino de los
atletas más altos del Estado estuviera en manos de uno de sus gobernantes
más bajos. Deng Xiaoping, el líder supremo cuando nació Yao,
no medía más de 1,47 metros, aunque su estatura exacta se ocultó como
un secreto de Estado. Puede que le impulsara su propio tamaño o no,
pero el caso es que Deng estaba obsesionado por volver a colocar a China en
la cima que había ocupado entre las potencias mundiales.

Cuando subió al poder en 1978, el país seguía postrado,
apenas saliendo de los 10 años de catástrofe que supuso la Revolución
Cultural. El renacimiento económico que pretendía provocar tardaría
tiempo. Incluso con unos índices elevados de crecimiento, pasarían
décadas para que pudiera competir con Occidente en lo económico,
lo militar o lo diplomático. El único terreno visible en el que
podía colocarse a la altura del resto del mundo era el de los deportes.
Durante las dos décadas anteriores, China se había retirado o
había sido expulsada de casi todas las federaciones deportivas internacionales,
incluido el COI. La primera organización que ofreció su respaldo
a los comunistas de Pekín y dejó a sus rivales nacionalistas
de Taipei fue la Federación Internacional de Tenis de Mesa: un capricho
de la historia que hizo que China se convirtiera en una potencia mundial dentro
de un deporte que, para la opinión pública, estaba asociado a
los sótanos de las casas en los barrios residenciales. Con su extraña
forma de agarrar las palas –hasta hace poco, las cogían como si
fueran palillos de comer–, los chinos continentales dominan este deporte
desde hace 45 años y han ganado más de la mitad de los campeonatos
mundiales, incluidos todos los títulos masculinos y femeninos en 2005.

A los directivos de las
multinacionales, Yao no les gusta porque mide 2,27 metros, tiene talento
y es simpático… Les gusta porque es chino

Aún así, esto no era más que ping-pong. Un deporte que
requiere agilidad y reflejos rapidísimos, pero que no inspira miedo
ni respeto en el mundo. Incluso entre la burocracia china, para hablar de él
se decía que era el de “las pelotas pequeñas”. Las
autoridades sabían que el verdadero respeto sólo llegaría
cuando fueran capaces de competir con las potencias occidentales en “las
grandes pelotas” –fútbol, voleibol y baloncesto– y
en el acontecimiento deportivo más prestigioso de todos, los Juegos
Olímpicos. Las gestiones diplomáticas de Deng abrieron la puerta.
En 1979, el mismo año en el que Pekín y Washington normalizaron
sus relaciones, la China continental logró apartar a Taiwan y se incorporó al
movimiento olímpico. Los frenéticos preparativos para su participación
en los Juegos Olímpicos de 1984, en Los Ángeles, enloquecieron
al aparato deportivo. La “estrategia de medallas de oro” empleó sus
principales ventajas –un inmenso número de jóvenes y el
hecho de que el Estado pudiera obligarles a competir–, amplió la
estructura deportiva (3.000 escuelas, en las que se entrenaban casi 400.000
jóvenes) y se centró en deportes con gran densidad de oro olímpico.
Nada habría podido satisfacer tanto a un país lleno de inseguridades
como el resultado final de Los Ángeles: 15 medallas del metal más
preciado, ninguna deserción y la afectuosa acogida del resto del mundo.
Esta escalada ha continuado durante los últimos 20 años, siempre
un paso por delante de su crecimiento económico. Antes de cada reunión
olímpica, las autoridades se fijan unos fines ambiciosos en cuanto a
medallas de oro. Esa presión tan intensa, pese a los escándalos
de drogas en los 90, ha creado un coloso deportivo. Cuando los Juegos regresaron
a su cuna, Atenas, el año pasado, Pekín rivalizó con EE
UU en los primeros puestos de la tabla, con 32 de oro frente a las 35 de los
estadounidenses, una hazaña que desató rumores entusiastas sobre
la posibilidad de que China superase a Estados Unidos cuando juegue en casa,
en 2008. Cuando los 407 miembros del equipo chino desfilaron en el estadio
olímpico de Atenas, no es casualidad que la bandera con las cinco estrellas
de la República Popular ondeara más alta que la de ningún
otro país. El elegido para encabezar el desfile no era sino Yao Ming,
mucho más alto que todos los demás. El sueño de Deng se
había hecho literalmente realidad.

Cómo viaja el juego

La NBA (National Basketball Association) ha logrado desarrollar
en todo el mundo una imagen de lo más cool. Pero tiene algo
que sigue siendo increíblemente anacrónico: su nombre.
En realidad, debería llamarse IBA y sustituir “National” por “International”.
Ya obtiene gran parte de sus ingresos en otros países y
su comisario, David Stern, prevé que, en la próxima
década, las retransmisiones al extranjero supondrán
el 50% de los ingresos televisivos. Sin embargo, las influencias
mundiales se manifiestan en algo mucho más visible incluso
para el espectador menos avispado: la rápida afluencia de
nombres y rostros extranjeros a una Liga que, durante mucho tiempo,
dio por sentada la superioridad de los jugadores de EE UU.

Nuevas estrellas: el argentino Manu Ginobili.
Nuevas
estrellas:
el argentino Manu
Ginobili.

Cuando el baloncesto estadounidense emprendió su carrera
hacia la globalización en 1992 –la primera vez que
el mundo vio participar a jugadores de la NBA en unos Juegos–,
el Dream Team se paseó por la competición e incluso
firmó autógrafos a sus asombrados rivales. Aquellas
retransmisiones olímpicas engendraron una nueva generación
de aspirantes a la NBA en todas partes, desde Pekín hasta
Buenos Aires. Antes de 1992, en la Liga no había más
que una docena de jugadores extranjeros. La temporada pasada eran
81, oriundos de 35 países, entre ellos el catalán
Pau Gasol. Sólo hubo dos equipos sin ningún foráneo,
y el campeón de la Liga, San Antonio Spurs, tuvo a tres
titulares nacidos fuera de EE UU: Tim Duncan, de las Islas Vírgenes;
Tony Parker, de Francia, y Manu Ginobili, de Argentina. Explorar
las regiones más remotas de la Tierra en busca de adolescentes
que superen los 2,10 se ha puesto de moda entre los equipos de
la NBA. En el último draft, el sorteo donde los peores equipos
eligen a los mejores universitarios, fueron seleccionados
18 jugadores extranjeros, frente a los 10 de 1999 y los 4 de 1994.

La invasión extranjera cuenta con sus detractores, desde
quienes se quejan por el deseo de la NBA de explotar los mercados
foráneos a quienes dicen que forma parte de una estrategia
de “soltar perlas” para blanquear una liga cuyos jugadores
son mayoritariamente negros, y cuyos aficionados y patrocinadores
son mayoritariamente blancos. Sin embargo, esos argumentos resultan
huecos cada vez que los extranjeros demuestran que saben jugar.
Constituyen ya alrededor del 15% de las alineaciones iniciales
en la Liga, y están prácticamente colonizando el
All-Star Game. Por si eso no basta, no hay más que ver la
paliza que recibió Estados Unidos en Atenas. Los autógrafos
los firmaron los argentinos, ganadores de la medalla de oro.

 

EN BUSCA DE LA ÚLTIMA FRONTERA
Desde los primeros Juegos Olímpicos de Atenas, el deporte ha recibido
elogios por su facultad de atravesar las fronteras de la raza, la cultura,
el dialecto y la nación. Pero ahora, alimentado por las fuerzas de la
globalización –la televisión por satélite, la revolución
informática, la caída del comunismo–, se ha transformado
en una industria billonaria que abarca sin esfuerzos todo el planeta. El historiador
Walter LaFeber dice que, aparte del narcotráfico, el deporte se ha convertido
en el negocio más globalizado y lucrativo del mundo.

En lo más alto: Yao simboliza la esperanza de oro en 2008.
En lo más alto: Yao simboliza la esperanza de oro
en 2008.

Sin embargo, no era ésa la situación de la NBA cuando David
Stern fue elegido comisario de la Liga, en 1984. El baloncesto profesional
estadounidense era un páramo asolado por equipos en bancarrota y escándalos
de drogas, con un público tan escaso que la CBS, pocos años antes,
había llegado a emitir las finales de noche, en diferido. Cuando Stern
sugirió que el baloncesto podía acabar siendo tan popular en
el mundo como el fútbol, sus detractores debieron pensar que estaba
tan colocado como muchos jugadores en aquella época. La NBA, decían,
era demasiado lejana, demasiado amenazadora, demasiado “negra” para
el público normal estadounidense, y mucho más para el resto del
mundo. Pero Stern tenía la visión de un deporte que superara
las divisiones de raza, cultura y geografía con tanta facilidad como
sus jugadores hacían acrobacias y desafiaban los límites de la
gravedad. La aparición de jugadores estrella –primero Larry Bird
y Magic Johnson, luego Michael Jordan– ayudó a atraer a los aficionados.
Pero el camino hasta convertirse en un negocio de 3.000 millones de dólares
(unos 2.500 millones de euros) y un fenómeno cultural de dimensión
internacional lo inició un hombre cuyos sueños tenían
escala mundial. “Comprendí”, cuenta Stern, “que la
combinación del atractivo universal de nuestro deporte y el crecimiento
de los mercados de televisión en todo el mundo significaba que los partidos
de la competición estadounidense se iban a ver en todas partes”.

La última frontera por descubrir para la NBA, como para tantas multinacionales,
era China. Cuando Stern viajó por primera vez al Imperio del Centro
en 1989, la Liga había extendido ya sus tentáculos hacia Europa,
jugaba partidos de temporada en Japón y contaba con el primer jugador
procedente de la que pronto iba a dejar de ser Unión Soviética.
El gigante asiático, sin embargo, no le acogió tan bien. Stern
había llegado con lo que consideraba una oferta imposible de rechazar:
una programación gratis para la televisión monopolizada por el
Estado, que ayudaría a la NBA a abrirse camino en el mayor mercado del
mundo. Pero cuando el hombre más poderoso del deporte estadounidense
entró en el vestíbulo de mármol de la sede de la Televisión
Central en Pekín no había nadie para recibirle; es más,
nadie sabía quién era. Se vio ninguneado por un directivo y tuvo
que esperar durante horas para hablar con un funcionario de bajo nivel que
le sermoneó sobre la importancia de ennoblecer a la gran audiencia,
en lugar de entretenerla.

Juego interior: el estilo agresivo que se practica en la NBA ha obligado a Yao a replantearse su forma de jugar.
Juego interior: el estilo agresivo que se practica en la
NBA ha obligado a Yao a replantearse su forma de jugar.

No obstante, las masas soñaban con que las entretuvieran, dijera lo
que dijera la televisión estatal. Cuando, en 1990, la Televisión
Central empezó, por fin, a transmitir en diferido las finales de la
NBA, el momento coincidió con el primer campeonato logrado por Jordan
con los Bulls. El volador espacial, como le llamaban los chinos, caló hondo
en un país que intentaba encontrar el equilibrio que él encarnaba
entre el talento individual y el espíritu de equipo. En un sondeo realizado
en 1992, un grupo de escolares consideraba que Jordan era una figura histórica
más importante que Mao Zedong. Pese a esta popularidad, Stern se dio
cuenta de que el público chino nunca acogería por completo la
NBA hasta que jugara un compatriota suyo. Pero encontrar a un héroe
local que fuera capaz de dar el salto a la Liga no era nada sencillo. Los mejores
jugadores seguían formándose tras los muros de la estructura
deportiva socialista del Estado. A finales de los 90, se difundieron en Occidente
rumores sobre dos jóvenes de gran talento que medían más
de 2,10 metros. Tanto Yao Ming como su rival, el soldado Wang Zhizhi, que era
mayor y medía 2,13, habían adquirido un juego sólido y,
cuando los ojeadores de la NBA y los ejecutivos de Nike les descubrieron, ya
se inspiraban en las estrellas que veían por televisión.

Hubo que esperar hasta 2001 para que el primer jugador chino pudiera saltar
a ese universo deslumbrante. En abril, como parte de un gesto de buena voluntad
para consolidar la candidatura olímpica de Pekín para 2008, las
autoridades deportivas dejaron que Wang se fuera a los Mavericks. Su primera
aparición en Dallas se produjo días después del derribo
de un avión espía de Estados Unidos sobre territorio chino, pero
los aficionados dieron la bienvenida a Wang como antídoto pacífico
a la tensión. Su éxito, no obstante, se agrió muy pronto.
Un año después, ante el temor de que Pekín no le dejara
proseguir su trayectoria en la NBA y le obligara a regresar para reforzar su
Liga nacional, en mala situación, el soldado se negó a volver
a casa y desapareció en Estados Unidos. Calificado de traidor, el antiguo
héroe perdió su puesto en la selección nacional y millones
de dólares en posibles contratos publicitarios.

Si Wang Zhizhi parecía atrapado en el abismo entre los dos países,
Yao Ming pronto simbolizó el puente entre Oriente y Occidente. Los Houston
Rockets escogieron a Yao, pero Pekín tardó tres angustiosos meses
en convencerse de que no iba a desertar y de que daría peor imagen internacional
si se aferraba a su estrella. Cuando Yao aterrizó en Houston, el dueño
de los Rockets, Les Alexander, se mostró entusiasmado. “Es la
mayor figura deportiva de todos los tiempos”, dijo. “Tomen nota:
de aquí a dos o tres años será más importante que
Tiger Woods o Michael Jordan”.

Al principio, Yao parecía abrumado por el peso de las expectativas
a ambos lados del Pacífico. “La presión de EE UU la tenía
delante y la de China detrás. Me sentía estrujado entre ambas”,
declaró posteriormente. Al tímido pívot le costó un
mes de balbuceos coger el ritmo del juego americano, pero, para cuando empezó a
asombrar al público, la NBA obtenía beneficios de su presencia.
Después de casi una década de abrirse paso con precaución
en China, la Liga estadounidense inauguró su primera oficina en Pekín,
lanzó una página web en chino y firmó nuevos contratos
de televisión con 12 estaciones de provincias para emitir un total de
168 partidos, más del doble respecto al año anterior.

El MUNDO DE YAO
Los partidos de temporada en la NBA, que atraen alrededor de un millón
de espectadores en EE UU, son vistos por 30 millones en China, hasta el punto
de que los Houston Rockets se han convertido en el equipo favorito del país,
y el más visto del mundo. Cuando el portal Sohu difundió una
entrevista de 90 minutos con Yao, en diciembre de 2002, entraron en
la página casi nueve millones de aficionados, que hicieron que se cayera
el sistema en seis de las mayores ciudades chinas. En EE UU está acudiendo
a los pabellones un nuevo grupo demográfico, el asiático, para
observar los pasos gigantescos que recorren la cancha y ofrecen una imagen
de China que no tiene nada que ver ni con Mao ni con las matanzas de Tiananmen.
Al mismo tiempo, a los aficionados no asiáticos les gusta porque hace
que lo ajeno parezca conocido. “Es un lujo”, dice el presidente
de los Rockets, George Postolos. “Lleva la globalización a otra
dimensión”.

La grandiosa convergencia que preveía Stern se haría realidad
en octubre de 2004, cuando Yao volvió a su país para encabezar
los primeros partidos de la NBA jugados en territorio chino. Nunca unos partidos
sin valor tuvieron tanto significado. Para un país loco por el baloncesto
(China) y una Liga obsesionada con China (la NBA), fue un acontecimiento crucial,
el momento en el que el negocio deportivo de más crecimiento del mundo
logró aterrizar, por fin, en el mercado con mayor desarrollo del mundo.
En esta ocasión, Stern no temió que le ningunearan. Con Yao a
su lado –y un reino que abarca ya más que la ONU (los partidos
de la NBA se emiten en más de doscientos países y territorios)–,
el comisionado asistió satisfecho al partido en el pabellón reservado
a personalidades, por fin recibido con alfombra roja.

En el horizonte se avecina un acontecimiento aún mayor: los Juegos
Olímpicos de 2008. La esperada cita, exactamente un siglo después
de que los misioneros del YMCA pensaran por primera vez en la posibilidad,
debe marcar el regreso de China como superpotencia. Y la estrella de la fiesta
será Yao Ming. Es el único deportista chino considerado una figura
mundial. Pero los dirigentes de Pekín no serán los únicos
deseosos de que tenga una buena actuación en 2008. También estarán
pendientes los magnates de EE UU. Los Juegos coincidirán con los 27
años del pívot, su momento culminante como jugador y como imagen
de marca, un periodo en el que sus ingresos por publicidad podrían ascender
a más de cien millones de dólares. “Será el cénit”,
explica Bill Sanders, encargado de marketing en Team Yao. La fusión
de Oriente y Occidente ha dado al jugador más fama y riqueza de las
que podía imaginar cuando era un niño pobre en Shanghai. Pero
también es muy consciente de las contradicciones. Sabe, por ejemplo,
que la misma amabilidad que le ha ganado el afecto de los aficionados, los
anunciantes y los funcionarios chinos limita su eficacia en el mundo competitivo
y brutal de la NBA, lo cual hace que algunos críticos le dediquen el
adjetivo más peyorativo de la Liga: “blando”. Sin embargo,
cuando muestra un atisbo de dureza, las autoridades comunistas se escandalizan
porque piensan que el individualismo egoísta de la NBA ha corrompido
a su obediente estrella. “Ha cambiado”, dijo un funcionario en
Atenas. “Parece más americano. Se atreve a decir lo que sea”.

La verdad es que Yao aprecia los valores que aprendió en China: maña
antes que fuerza, pasividad antes que agresividad, honor colectivo antes que
triunfo individual. Pero ahora sabe que ya no le van a ayudar a desplegar todo
su potencial. Aunque ha reiterado su compromiso patriótico de jugar
con la selección nacional, también ha dicho que, para endurecer
su juego, necesitaría entrenarse más tiempo fuera de temporada
en EE UU y menos con la selección nacional. “Tengo que hallar
la forma de equilibrar las dos cosas”, ha dicho. Un esfuerzo de equilibrio
que va a proseguir, igual que continuará entre todos los que tratan
de sortear la división que separa a China del mundo.

 

¿Algo más?
Es posible que la relación entre deporte
y globalización sea tan omnipresente como un partido de
fin de semana en televisión, pero existen pocos libros sobre
el tema. El historiador Walter LaFeber ofrece un ágil
panorama en Michael Jordan and
the New Global Capitalism
(W. W. Norton & Co.,
Nueva York, 1999), una viva polémica sobre la NBA,
Nike y la globalización de la industria del deporte.
El periodista de Sports Illustrated Alexander
Wolff utiliza un enfoque muy distinto, desde abajo –es
decir, casi desde cada país aficionado al baloncesto
en el mundo–, en su delicioso Big Game,
Small World: A Basketball Adventure
(Warner
Books, Nueva York, 2002).

La influencia occidental en la
cultura deportiva china es visible en el incisivo relato
histórico de Andrew Morris Marrow of
the Nation: A History of Sport and Physical Culture in Republican
China
(University of California Press, Berkeley,
2004). El artículo de
Judy Polumbaum ‘From Evangelism to Entertainment: The YMCA,
the NBA, and the Evolution of Chinese Basketball’ (Modern
Chinese Literature and
Culture, 2002) examina
más en concreto la
historia del baloncesto chino, desde finales de la dinastía
Qing hasta la Larga Marcha del Ejército comunista. La
antropóloga estadounidense Susan Brownell, en Training
the Body for China: Sports in the Moral Order of the People’s
Republic
(University
of Chicago Press, Chicago, 1995), sumerge a los lectores
aún más
en la maquinaria deportiva comunista. Para otro punto de vista
sobre la intersección de cultura,
política y deporte, ver el artículo de Franklin
Foer ‘Beckham y la globalización’ (FP edición
española , febrero/marzo 2004).

 

 

Brook Larmer, ex corresponsal de Newsweek,
es autor de
Operation Yao Ming: The Chinese Sports Empire, American
Big Business, and the Making of an NBA Superstar
(Gotham
Books, Nueva York, 2005).