Agentes de la policía bloquean una manifestación contra el anuncio de que las elecciones van a ser propuestas por motivos de seguridad, Abuja, febrero de 2015. AFP/Getty Images
Agentes de la policía bloquean una manifestación contra el anuncio de que las elecciones van a ser propuestas por motivos de seguridad, Abuja, febrero de 2015. AFP/Getty Images

El gigante africano ha aplazado seis semanas la cita que tenía con las urnas el 14 de febrero. La polémica justificación es la necesaria intervención de fuerzas internacionales para garantizar el voto en el noreste del país. No solo se trata de la elección de un presidente, sino también de un examen crucial para la unidad de Nigeria. He aquí varios factores a tener en cuenta.

La crueldad no decible de Boko Haram. Su escalada de ensañamiento –segó la vida de más de 10.000 personas en 2014 y en lo que va de año ya ha asesinado a más de 2.000,  casi un centenar de ellos en Camerún y varios en Níger–, le ha bastado para poner en jaque mate la consulta en Borno, Yobe y Adamawa, los estados del noreste donde la banda se ha hecho fuerte. Aunque no la han reclamado, se les atribuye la autoría de un intento de atentado contra el actual presidente nigeriano, Goodluck Jonathan, al finalizar un mitin el pasado 2 de febrero.

Tanto el Gobierno como el que no hace mucho fuera el Ejército más sólido y numeroso de África son incapaces de hacer frente a los radicales islamistas, por ello la Unión Africana acaba de aprobar el despliegue de 8.700 militares para combatirlos.

Es ingenuo creer que en seis semanas se va a hacer lo que no se ha hecho en casi seis años, tiempo que dura la versión más cruenta de la insurgencia, pero es razonable pensar que la actuación de las tropas internacionales posibilitará al cuerpo castrense nigeriano cuidar de la seguridad del evento.

A pesar de todo, muchos votantes ven a los insurrectos como un problema más en un país grande y diverso, que sólo afecta al remoto y pobre noreste y países vecinos, así como de modo ocasional a la capital y otras ciudades mediante aislados ataques con bombas.

Los candidatos con más posibilidades. Tan solo dos de los 25 partidos inscritos cuentan con opciones de llegar al poder. Por un lado, el conservador Partido Democrático Popular (PDP) que domina la escena política nigeriana desde el fin de los gobiernos de juntas militares, hace 15 años; y por el otro, el Congreso de Todos los Progresistas (APC por sus siglas en inglés), una formación socialdemócrata creada en 2013 por la fusión de los cuatro principales grupos de oposición.

El candidato del PDP es el actual presidente de Nigeria, Goodluck Jonathan, un cristiano del sur que presentándose a su reelección rompe un pacto no escrito por el cual musulmanes y cristianos alternan candidatura cada dos mandatos. Además de la apertura de esta demoledora crisis interna –tránsfugas incluidos– también hay que añadir su incapacidad para combatir tanto la insurgencia yihadista como la corrupción –declaró que robar no lo es–. La malversación de casi 30.000 millones de dólares de la que está acusada la actual Administración unida a la caída del precio del barril de petróleo –del que es el mayor productor en África– frenan el crecimiento meteórico de la economía más potente del continente y ponen a la naira –la moneda local– al borde de la devaluación.

Muhammadu Buhari, ex militar septuagenario, que con mano de hierro dirigió su patria durante año y medio en los 80, será como en 2011, su adversario. Este musulmán del norte se presenta por cuarta vez a la presidencia y aparte de su reputación de hombre recto y honesto juega con la baza de su cuna, donde fue gobernador. Cuenta por lo tanto en su haber con el conocimiento de las peculiaridades e intrigas de poder de las regiones más golpeadas por el terror y pese a que tiene fama de no ser muy astuto, su distanciamiento del fundamentalismo religioso le acerca al votante cristiano.

El proceso electoral. Los comicios presidenciales y a la Asamblea han sido convocados el 28 de marzo, mientras que los gobernadores estatales serán elegidos dos semanas después. Si tuviesen que ser pospuestas nuevamente (en 2011 se hizo hasta en dos ocasiones), la fecha limite impuesta por la Constitución es el 30 de abril.

Una vez más las promesas de la Comisión Electoral no se corresponden con la realidad en el terreno. La inamovilidad de la fecha señalada era una de ellas, mientras que la entrega del carnet de votante, imprescindible por primera vez para ejercer el derecho al sufragio, es otra. Cerca del 22% del electorado, es decir unos 15 millones de electores, está a la espera de recibirlo y cientos de miles de desplazados todavía no saben si van a poder votar.

Estos no son los únicos malos tragos por los que pasa la Comisión, ya que la decisión, posteriormente suspendida, de crear 30.000 colegios electorales –sobre todo en los estados del norte– fue ampliamente rechazada por los líderes del sur que la consideraban favorable a un rival de aquella región. Los recelos de los sureños no se han disipado del todo y en este clima de falta de confianza tendrán lugar unas elecciones con el padrón electoral incompleto.

A pesar de que los analistas ven en el atraso una artimaña de Jonathan (las encuestas ya no lo dan como favorito) para ganar tiempo y utilizar el aparato del Estado a su favor, lo cierto es que hubiese sido una irresponsabilidad, que podría haber costado muchas vidas, abrir los colegios electorales bajo la amenaza terrorista.

La violencia electoral y la inestabilidad. En Nigeria, los comicios siempre se han visto salpicados por graves altercados –tras los de 2011 murieron en tres días de enfrentamientos alrededor de 800 personas y aproximadamente 65.000 se vieron forzadas a abandonar sus hogares–.

Esta consulta cuenta con más alicientes aún para que la historia no solo se repita, sino que se agrave: por primera vez desde el regreso a la democracia en 1999 no hay un claro favorito, el riesgo de polarización del voto es alto y la inestabilidad, elevada.

La incertidumbre del resultado es señal de progreso democrático, pero la acritud entre las partes ha creado un entorno volátil, de manera que la violencia se ha intensificado desde el pasado enero y siete correligionarios de la oposición han perdido la vida en un ataque armado, presumiblemente perpetrado por incondicionales del PDP. Para colmo de males los partidarios de ambos bandos han amenazado con seguir con los disturbios si entienden que hay fraude.

Afortunadamente, de momento, las consecuencias de la resolución adoptada por la Comisión Electoral no han hecho mella en los nervios del pueblo, que paciente y obediente a los llamamientos de sus líderes (sobre todo de Buhari), ha preferido conceder el beneficio de la duda a los responsables. Muy diferente pinta el panorama una vez se conozca el resultado final, ya que los perdedores seguramente se encarguen de propagar rápidamente la inestabilidad por todo el territorio.

Este atenuante puede deteriorar la economía del país y la de sus débiles vecinos hasta el punto de ahuyentar la imprescindible inversión de las cada vez más desconfiadas compañías extranjeras, que hastiadas de la situación, se lo piensan dos veces antes de establecer relaciones con un Estado que anda con paso firme hacia el caos y la anarquía.

El escenario político. Actualmente el PDP gobierna en 20 de los 36 estados, mientras que el APC lo hace en 14, entre ellos los dos estados con el mayor número de votantes registrados: Kano y Lagos.

Aunque en principio el control de la mayoría de los estados puede favorecer al PDP, lo cierto es que el APC puede aprovechar que la mitad de los gobernadores, es decir 18, deja el cargo, para aumentar su poder a ese nivel. Por el contrario, que la mayoría de desplazados provenga de áreas tradicionalmente feudo del APC, lo puede perjudicar de manera desproporcionada.

A tenor de estas circunstancias, parece que la contienda estará reñida hasta el final, lo que podría llevar a una segunda vuelta presidencial sin precedentes, todo un desafío para una nación compleja donde las emociones están a flor de piel.

El ganador se encontrará con un país profundamente desigual y dividido –norte empobrecido con paro juvenil del 80% y sur financieramente más desahogado, cristianos y musulmanes y decenas de etnias– y se enfrentará a grandes desafíos sobre todo en lo que se refiere a seguridad y economía.

Nigeria necesita un líder que deje de utilizar los recursos estatales de manera partidista, como se ha venido haciendo hasta ahora, y se centre en la unificación del Estado en torno a un plan bien articulado.