surafrica_portada
Una mujer escucha el discurso del Presidente Surafricano, Alexanndra, abril 2019. WIKUS DE WET/AFP/Getty Images

Veinticinco años después de la victoria electoral de Nelson Mandela y de la llegada al poder del Congreso Nacional Africano (ANC), Suráfrica vuelve a las urnas para cambiar el marco discursivo.  El país, la principal locomotora del continente junto a Nigeria, afronta el reto de hablar de economía, educación, medio ambiente o lucha anticorrupción sin que el legado del histórico mandatario condicione la conversación.

Resulta demasiado difícil que cualquier charla, verse sobre política, seguridad o delicias culinarias, no desemboque en Nelson Mandela. O al menos en el tiempo de este mandatario, un referente que si ya de por sí es patrimonio universal, los surafricanos se encargan de enaltecer una y otra vez. Están orgullosos de él. Y no hay demasiadas cosas de las que estén orgullosos.

Hace meses que las malas cifras económicas, con una caída de más de 68.000 millones de dólares desde 2011, comparten titulares con escándalos de corrupción y sucesos truculentos. Un país en negativo que conquista los medios de comunicación y el discurso político oscureciendo los avances en biomedicina liderados por la Universidad de Cape Town, el crecimiento de una sociedad civil capaz de escudriñar al poder ejecutivo o los proyectos innovadores en campos como la energía solar o las fintech.

Cada uno de los asuntos claves para el país, desde los apagones energéticos que lastran la economía a la gentrificación en barrios como Maboneng (Johannesburgo) o Bo Kaap (Ciudad del Cabo), son politizados bajo el prisma racial: “Desafortunadamente, la mayoría de los problemas políticos en Suráfrica se han racializado porque esto conviene a la agenda política de algunos partidos políticos. En mi opinión, el tema racial no es un problema entre la mayoría silenciosa del país, pero los extremistas de ambos lados alimentan deliberadamente el fuego del racismo”, subraya el comentarista político y exlíder local del opositor Democratic Alliance (DA), Clive Hatch.

Sin negar el impacto que más de un siglo de prácticas racistas y cuatro décadas de discriminación racial legalizada han tenido en la sociedad surafricana, estos comicios se presentan como una oportunidad para empezar a hablar de las oportunidades y debilidades del país sin encajonar las soluciones en los límites raciales. Estos son cuatro de los temas que marcan la conversación electoral en Suráfrica más allá del legado de Mandela.

 

Crisis económica = crisis política. La organización del Mundial de fútbol de 2010 convirtió a Suráfrica en el país de moda. La inversión extranjera se disparó hasta casi los 10.000 millones de dólares en 2008 y la paridad del poder adquisitivo rozó la convergencia con la media global. “Fue muy bueno para el país, se creó mucho trabajo y la gente consumía y compraba nuestros productos. Con lo que se ganaba entonces la gente del barrio se podía permitir una entrada para ir al estadio a ver los partidos”, relata Taban, un joven artista de Soweto.

El Soccer City, bautizado comercialmente como First National Bank Stadium, sigue dando la bienvenida a los turistas que se desplazan en masa en busca del rastro de Mandela, pero la zona ya no tiene la pujanza de la década prodigiosa que convirtió cada rincón del país en una oportunidad de negocio inmobiliario. La inversión extranjera se ha reducido a poco más de 1.372 millones de dólares en 2017 y el PIB mantiene crecimientos por debajo del 2% desde 2014: en el segundo trimestre del pasado año el país cayó momentáneamente en recesión por primera vez desde 2009 tras una dramática crisis del sector agrícola.

Surafrica_Ramaphosa
El Presidente Surafricano, Cyril Ramaphosa. RAJESH JANTILAL/AFP/Getty Images

Aunque la política económica del presidente Cyril Ramaphosa, apoyada por los organismos internacionales, ha logrado aliviar la presión y cerrar 2018 con un crecimiento del 0,8%, la realidad diaria sigue siendo demasiado problemática para millones de ciudadanos: el 18,9 % de la población vive con apenas 1,90 dólares al día. El país ha perdido el tren de la paridad adquisitiva, y lo que es más preocupante, no consigue reducir el desempleo: a finales de 2018, superaba el 27%, un 0,4% más que en el mismo período del año anterior, e incluyendo las cifras de personas que han dejado de buscar trabajo el porcentaje aumentaría al menos en 10 puntos más.

Sin trabajo, coinciden analistas y ciudadanos, la solución a los otros grandes problemas del país resulta imposible. Y según un informe del Institute of Race Relations citado por el diario Financial Times, la economía surafricana debería crecer entre un 5% y un 6% anualmente durante 20 años para reducir el desempleo hasta el 10%.

La crisis económica, creada a partes iguales por la sequía que fustiga el sector agrícola, las carencias en infraestructuras, la debilidad de la moneda del país, el rand, y la falta de buena gobernanza de gobernantes y gobernados, ha acabado por desembocar en una crisis política que ni siquiera la salida del expresidente Jacob Zuma, envuelto en una sucesión de escándalos de corrupción, ha logrado atajar. “Ramaphosa llegó con un discurso prometedor, pero su acción ha resultado tibia”, resume Hatch. La falta de poder interno ha limitado su capacidad de maniobra y al frente del partido y del Gobierno continúan cargos públicos como el ministro de Medio Ambiente, Nomvula Mokonyane, o los responsables de finanzas Gwede Mantashe y Zweli Mkhize, encausados por la mala gestión durante el mandato de Zuma. “Ramaphosa todavía no ha podido separarse de Zuma”, continúa Hatch, “En el Foro Económico Mundial de 2019 en Davos, tildó la era Zuma como ‘nueve años perdidos’, pero a su regreso a Suráfrica aplacó al expresidente diciendo que en los últimos años, el ANC condujo al país en la dirección correcta. Entonces, ¿ha sido un tiempo perdido o ganado?”.

Aunque para la mayoría negra el voto al ANC sigue siendo incuestionable, en los últimos años el voto al partido que lideró la lucha contra el apartheid ha ido decayendo hasta perder en las municipales de 2016 el control de tres municipios metropolitanos clave como los de Johannesburgo, Tshwane (donde se encuentra Pretoria) o Nelson Mandela Bay (junto a Port Elizabeth). Ciudad del Cabo lleva más de una década en manos de la oposición.

La decisión del mediático Economic Freedom Fighters (EFF), creado tras la expulsión del líder juvenil del ANC Julius Malema en 2013, de permitir a la formación Alianza Democrática (DA en sus siglas en inglés) formar gobierno en estas localidades (en Nelson Mandela Bay la ANC logró recupera el control de la municipalidad tras 15 meses de liderazgo opositor) produjo una sacudida al panorama político surafricano: “Parece que estamos pasando de un sistema de partido hegemónico a una democracia competitiva”, resumió en un artículo la investigadora de la Universidad de Pretoria Sithembile Mbete.

“Las municipales de 2016 será recordadas por los historiadores como el principio del fin del ANC”, insiste Hatch, quien reconoce no obstante que las posibilidades de una victoria opositora en las generales “son muy escasas”. Pese a su intento por atraer capital político afrodescendiente, el DA sigue siendo visto como un partido de la minoría blanca especialmente tras la salida en 2014 de Lindiwe Mazibuko.

Los sondeos auguran un crecimiento del DA hasta una cuota por encima del 25%, todavía demasiado lejos del ANC: pese a su continuado descenso desde el 69,7% alcanzando en 2004, el Consejo Nacional Africano continúa capitalizando el rédito político de la lucha por los derechos civiles. Nadie duda de que sus resultados electorales volverán a ser peores en 2019, pero suficientes para seguir gobernando. Por lo menos por el momento.

 

Cortes de luz, el legado de la mala gobernanza. Queda menos de media hora para que la gran masa de turistas vuelva a Maboneng, el barrio de moda en Johannesburg, y las cocinas siguen cerradas. No hay luz, algo demasiado frecuente en un país en el que los cortes de electricidad planificados, los denominados load shedding, dejan sin suministro a empresas y consumidores particulares durante periodos de ocho horas o más. Eskom, la empresa pública que gestiona el sector, se escuda en que estos cortes son la única herramienta eficaz para evitar el colapso total de la red.

Surafrica_electricidad
Torres eléctricas en Mokopane, Suráfrica. DANIEL GARCIA/AFP/Getty Images

Lo que no esconde su argumento es la deficiente gestión, con un régimen tarifario mal planteado y falta de infraestructuras, realizada durante décadas y que ha provocado la situación actual: a la falta de mantenimiento de unas plantas obsoletas se ha sumado un incremento demográfico exponencial: si en 1994 el país contaba con poco más 41 millones de habitantes hoy son 56,7 millones. Buena parte de la población, con unos ingresos paupérrimos, no paga impuestos y permanece conectada a la red de manera irregular.

Los cortes controlados comenzaron en 2008, cuando varios episodios de alta demanda energética dispararon el consumo por encima de la capacidad del sistema. No obstante, nunca antes habían sido tan prolongados y frecuentes como en lo que llevamos de 2019, lo que ha comenzado ya a afectar fuertemente a la debilitada economía surafricana. El pasado marzo, Goldman Sachs recortó 9 décimas la proyección de crecimiento del país para este año, cifrada en el 1,7%, atribuyéndolo directamente a la crisis de Eskom. Los cortes de luz suponen, según los expertos, pérdidas económicas de entre 2.000 y 4.000 millones de rands (126 a 252 millones de euros) diarios. “La crisis de Eskom significa probablemente que estamos ya en recesión”, declaró recientemente a la prensa local el director del fondo Brenthurst Magnus Heystek.

En lo que no existe consenso es en la receta a seguir. Líderes ambientalistas como Makoma Lekalakala, ganadora en 2018 del premio Goldman por descubrir una trama secreta pactada por el Gobierno surafricano y Rusia para el desarrollo de un programa nuclear civil, califican la crisis de suministro como una oscura maniobra política para justificar la construcción de nuevas plantas de carbón y nucleares, y aboga por impulsar el desarrollo de energías renovables, especialmente solar, off grid (autónomo). “Necesitamos un sistema descentralizado que permita a la gente generar su propia electricidad”. Otros expertos, como el investigador de la University of Johannesburg Seán Mfundza Muller, dudan de la “panacea” de las renovables: “Se dice a menudo que es una solución sin costo, pero no lo es. La generación descentralizada de energía renovable rara vez está completamente “fuera de la red”. Cuando el sol no brilla, la electricidad se toma de la red. Pero los ingresos por la venta de esta electricidad no son suficientes para financiar los costos de la infraestructura subyacente de generación y transmisión”, escribió en The Conversation.

La respuesta del Gobierno Ramaphosa ha consistido por el momento en consignar un paquete de ayuda financiera a 10 años por valor de 150.000 millones de rands (casi 9.476 millones de euros) con el que hacer frente a la deuda de más de 400.000 millones de rands (más de 25.000 millones de euros) que mantiene la entidad y plantear una reestructuración de la compañía dividiéndola en tres empresas, generación, transmisión y distribución, y abriendo la puerta a su privatización.

 

Sociedad civil, el liderazgo de las protestas estudiantiles. El movimiento estudiantil ha tenido históricamente una gran fuerza en Suráfrica. De hecho, se considera que la revuelta de Soweto en 1976 contra la ley de educación bantú que pretendía imponer la obligación de estudiar en afrikáans, el idioma de los colonizadores, la mitad de las asignaturas fue la primera piedra para derrocar al régimen del apartheid. Aunque las protestas fueron violentamente reprimidas, la mecha prendida durante aquellos días alimenta todavía hoy el fulgor cívico de la sociedad.

Proyectos como la plataforma Amandla.mobi coordinan campañas contra la venta de armas en Yemen o para frenar proyectos extractivos por su impacto ambiental. Su último gran éxito ha sido forzar al Gobierno a sufragar parte de los costes para la transformación digital de la televisión en el país.

Pero han sido de nuevo los movimientos estudiantiles los que han liderado los grandes movimientos sociales de los últimos años. En 2015, lograron paralizar el país bajo el lema #FeesMustFall (las tasas deben bajar) y en 2018 volvieron a tomar las calles para protestar contra la desigualdad económica que estaba expulsando a muchos jóvenes de la educación superior. Aunque denunciaban la falta de residencias universitarias y el encarecimiento de los alquileres, las protestas hablaban en realidad del verdadero problema que hoy afronta el país: la desigualdad.

“Hay un problema de discriminación geográfica: dependiendo de donde nazcas vas a tener más oportunidades”, asegura Chumani Maxwele, uno de los líderes del movimiento juvenil. El EFF, el partido con más ascendencia entre la juventud urbana, hizo suyas las dos demandas principales de los estudiantes: la descolonización del modelo educativo, exigiendo la modificación de los temarios y la incorporación de profesores afrodescendientes, y reclamando la ansiada reforma de la ley de tierras, convertida en uno de los ejes de la campaña.

“A pesar de tener los medios constitucionales para abordar el problema de la tierra, el ANC no lo ha hecho. Además, el presupuesto para la reforma agraria se ha reducido progresivamente en los últimos 25 años. Es esencial que esta se realice con urgencia, pero con la capacitación y los fondos adecuados”, subraya el comentarista y exdirigente del DA.

La presión del EFF ha obligado al Gobierno a mover ficha e incluir en su programa electoral la expropiación de tierras sin compensación, lo que ya ha puesto en alerta a inversores y organismos internacionales hasta ahora encantados con la política liberal de Ramaphosa.

 

Surafrica_desigualdad
Un niño camina al lado de una vivienda informal en Soweto, Suráfrica. WIKUS DE WET/AFP/Getty Images

Hablar de inseguridad pero no de desigualdad. Si hay un tema del que todo el mundo habla en Suráfrica es la inseguridad. Incluso aunque nada les haya ocurrido a los interlocutores. “Mi marido y yo nos queremos ir del país, estamos arreglando los papeles para ir a Canadá. Aquí las cosas no están bien, hay mucha inseguridad”, afirma Chelsea, una enfermera que supera la treintena y que vive en un barrio residencial en Rustenburg, a una hora de Pretoria. En los seis años que lleva ahí nada le ha ocurrido. Ni a ella ni a sus vecinos.

Pero el imaginario de un país que se desangra a causa de robos y secuestros tiene conquistada la conversación pública. Los medios abrazan las informaciones de sucesos para ganar lectores y los líderes políticos aprovechan para prometer seguridad a cambio de votos. Es innegable que el país sufre de unas tasas de criminalidad disparadas, con una media de 56 homicidios al día, y lo que es más preocupante, no dejan de aumentar: si en 2017 se producían 34,1 asesinatos por cada 100.000 habitantes, el pasado año se cerró con 35,8. Para las mujeres, con una media de 110 violaciones denunciadas cada día, Suráfrica no es un país sencillo.

Estas cifras son utilizadas para justificar la creación de auténticos barrios fortificados, con alambradas, alarmas y seguridad privada, o incluso para justificar la apropiación de espacios públicos con calles y playas cuyo uso está de facto restringido. El incidente de la pasada Navidad en Clifton Beach, uno de los entornos más exclusivos de Ciudad del Cabo, cuando el arenal fue desalojado por servicios de seguridad privados justo los únicos días en los que la mayoría negra ocupa la playa, fue explicado de nuevo bajo el prisma de la discriminación racial, cuando en realidad es un ejemplo más de la privatización social que es hoy lo que divide a los surafricanos: su capacidad económica para acceder a servicios, educación o barrios seguros.

“La violencia está asociada a los negros, pero somos nosotros los que más la sufrimos”, asegura Maxwele. Los datos le dan la razón: un estudio realizado sobre las muertes causadas por asaltos violentos demostraba que el 81% de las víctimas eran surafricanos de piel negra, el 14% de mestizos y solo el 4% blancos. Sin embargo, son los casos que afectan a estos últimos los que copan las portadas y las conversaciones. “Lo que nadie se pregunta”, concluye el joven activista, “es cuáles son las causas de esa violencia”.