Para algunas musulmanas cubrirse con el hiyab es una cuestión
de elección personal y dignidad
.

Durante unos cuarenta minutos, mis colegas del Parlamento turco no dejaron
de gritarme: "¡Fuera de aquí, que se la lleven!". El griterío cesó por
poco tiempo cuando el entonces primer ministro, Bulent Ecevit, alzó la mano
y, señalándome, sentenció a voces: "¡Pongan a esta mujer en su lugar!".
Me quedé paralizada, rígida y horrorizada. Esperaba cierta controversia ese
día de mayo de 1999 cuando llegué a la Cámara. Después de todo, yo era la primera
mujer elegida miembro del Parlamento que llevaba el hiyab (pañuelo
islámico). En Turquía el velo se considera un símbolo de atraso y está prohibido
su uso cuando se ostenta un cargo público. Sin embargo, para mí ese pañuelo
estaba, y sigue estando, ligado a mis convicciones religiosas, y llevarlo es
una cuestión de elección personal.

Once días después de aquella comparecencia en el Parlamento, perdí mi nacionalidad
turca. Entonces me trasladé con mis hijos a EE UU. Dos años después, el Tribunal
Constitucional ilegalizó el Partido de la Virtud, en el que yo militaba, alegando
que suponía una amenaza para el Estado secular turco. A punto de cumplir mi
quinto año en el exilio, todavía no logro entender la rabia que sentí aquel
día en el Parlamento. Incluso la mayoría de las parlamentarias musulmanas que
podían haberme apoyado prefirieron aliarse con los hombres de la Cámara y protestar
por mi presencia. Algunas mujeres llegaron a salir a la calle para manifestar
que nunca permitirían que una mujer que llevase velo ocupase un escaño en el
Parlamento. Reivindicaban la laicité, la forma turca de secularidad
que permite de forma efectiva al Estado determinar los límites de la religión
en todas las facetas de la vida.

Foto de mujeres con pancarta
Otro feminismo

Tras la reacción de mis colegas parlamentarios se ocultaba un mensaje
muy simple: "Sólo te aceptaremos si comulgas con nuestros valores".
Esta forma de pensar –que suelen tener los Estados seculares, las feministas
occidentales y algunas organizaciones de derechos humanos– es el reflejo
de la peor clase de atraso. En lugar de celebrar o promover la liberación
de las mujeres musulmanas, esa postura revela una profunda y creciente falta
de entendimiento entre ellas y el resto del mundo. En febrero, Francia prohibió
el velo y otros símbolos religiosos en las escuelas públicas;
es posible que los políticos alemanes y belgas sigan su ejemplo. Kenneth
Roth, director ejecutivo de Human Rights Watch, ha criticado la política
francesa sosteniendo que "para muchas musulmanas, llevar el velo no es
sólo una cuestión de expresión religiosa, sino una obligación
que prescribe su religión".

Mientras tanto, un estudio reciente indica que el 71% de los turcos cree que
el velo debería estar permitido en las universidades, y el 64%, que se debería
admitir que las parlamentarias lo llevasen en el ejercicio de su cargo. De hecho,
cada vez más mujeres jóvenes en Turquía consideran el hiyab un símbolo
de modernidad y liberación, una alternativa al fundamentalismo secular que el
Gobierno trata de inculcar en la mente de los turcos. Las jóvenes turcas de
clase social más baja, algunas de las cuales han recibido poca o ninguna instrucción
islámica, suelen volverse más religiosas al aumentar su educación. No quieren
ser tan ignorantes como sus madres ni tan indiferentes a la religión como sus
progenitores. Sin embargo, el Estado les niega el acceso al sistema educativo
si deciden ponerse el velo. En su lucha por ser más avanzadas que sus madres
en todas las facetas de su vida, como en su insistencia en llevar el pañuelo
islámico, estas jóvenes desafían el falso progresismo que el Estado pretende
promover.

Por desgracia, las feministas occidentales también fomentan la habitual confusión
sobre las motivaciones de la mujer musulmana para ponerse el hiyab.
A finales de 2003, varias docenas de francesas prestigiosas, entre ellas la
filósofa Elisabeth Badinter y la escritora Catherine Millet, remitieron una
carta abierta al presidente de Francia, Jacques Chirac, que afirmaba: "El velo
islámico nos devuelve a todos, musulmanes y no musulmanes, a una situación intolerable
de discriminación de la mujer". Estas pensadoras relacionan el velo con el sufrimiento
y concluyen que llevarlo traba el crecimiento personal y el desarrollo social
de las mujeres.

Pero esas feministas cometen dos errores. En primer lugar, no comprenden que,
en ciertas sociedades musulmanas, las desigualdades de género tienen
bastante menos que ver con los preceptos religiosos del islam que con tradiciones
culturales ancestrales. Si el velo estuviera intrínsecamente ligado al
sufrimiento de las mujeres, es muy probable que éstas hubieran vivido
una situación muy penosa en los primeros días del islam, en vida
del profeta Mahoma, en el siglo vii. Sin embargo, las musulmanas de aquella
época ocupaban destacados puestos profesionales en la sociedad. No sufrieron
la brutalidad soportada por las afganas bajo el régimen talibán
ni de la represión que aún hoy sufren las mujeres en Arabia Saudí.
Pese a todo, con el tiempo,
se fue menoscabando el derecho a la igualdad en la mayoría de los países
musulmanes y se fue coaccionando a las mujeres para que asumieran papeles domésticos
más tradicionales.

En segundo lugar, las críticas de las feministas occidentales sobre el hiyab
pasan por alto su importante valor religioso. En un principio, las otras dos
religiones monoteístas también prescribían su uso por las mujeres, y algunas
cristianas y judías aún hoy lo llevan. La tradición islámica de la corriente
dominante considera el velo una obligación para las musulmanas porque oculta
su aspecto. Tapada, la mujer puede ser valorada no sólo por sus creencias religiosas,
sino también por su aportación a la sociedad; puede ser juzgada por su intelecto
y no por su apariencia.

Es cierto que algunas musulmanas llevan el velo en contra de su voluntad. Pero
no es correcto afirmar que todas las mujeres que lo llevan lo hacen bajo coacción.
Las musulmanas de todo el mundo deben rebatir esa idea equivocada que pesa demasiado
en Occidente. Para aquellas que lo eligen, el velo es parte indispensable de
su identidad personal, una identidad que no debería verse comprometida.
Si las feministas occidentales y otros críticos quieren avanzar en la
defensa de los derechos de las mujeres, deberían respetar el derecho
de toda mujer a elegir en lugar de tratar de imponer sus prejuicios a los musulmanes.

Para algunas musulmanas cubrirse con el ‘hiyab’ es una cuestión
de elección personal y dignidad
. Merve Kavakci

Durante unos cuarenta minutos, mis colegas del Parlamento turco no dejaron
de gritarme: "¡Fuera de aquí, que se la lleven!". El griterío cesó por
poco tiempo cuando el entonces primer ministro, Bulent Ecevit, alzó la mano
y, señalándome, sentenció a voces: "¡Pongan a esta mujer en su lugar!".
Me quedé paralizada, rígida y horrorizada. Esperaba cierta controversia ese
día de mayo de 1999 cuando llegué a la Cámara. Después de todo, yo era la primera
mujer elegida miembro del Parlamento que llevaba el hiyab (pañuelo
islámico). En Turquía el velo se considera un símbolo de atraso y está prohibido
su uso cuando se ostenta un cargo público. Sin embargo, para mí ese pañuelo
estaba, y sigue estando, ligado a mis convicciones religiosas, y llevarlo es
una cuestión de elección personal.

Once días después de aquella comparecencia en el Parlamento, perdí mi nacionalidad
turca. Entonces me trasladé con mis hijos a EE UU. Dos años después, el Tribunal
Constitucional ilegalizó el Partido de la Virtud, en el que yo militaba, alegando
que suponía una amenaza para el Estado secular turco. A punto de cumplir mi
quinto año en el exilio, todavía no logro entender la rabia que sentí aquel
día en el Parlamento. Incluso la mayoría de las parlamentarias musulmanas que
podían haberme apoyado prefirieron aliarse con los hombres de la Cámara y protestar
por mi presencia. Algunas mujeres llegaron a salir a la calle para manifestar
que nunca permitirían que una mujer que llevase velo ocupase un escaño en el
Parlamento. Reivindicaban la laicité, la forma turca de secularidad
que permite de forma efectiva al Estado determinar los límites de la religión
en todas las facetas de la vida.

Foto de mujeres con pancarta
Otro feminismo

Tras la reacción de mis colegas parlamentarios se ocultaba un mensaje
muy simple: "Sólo te aceptaremos si comulgas con nuestros valores".
Esta forma de pensar –que suelen tener los Estados seculares, las feministas
occidentales y algunas organizaciones de derechos humanos– es el reflejo
de la peor clase de atraso. En lugar de celebrar o promover la liberación
de las mujeres musulmanas, esa postura revela una profunda y creciente falta
de entendimiento entre ellas y el resto del mundo. En febrero, Francia prohibió
el velo y otros símbolos religiosos en las escuelas públicas;
es posible que los políticos alemanes y belgas sigan su ejemplo. Kenneth
Roth, director ejecutivo de Human Rights Watch, ha criticado la política
francesa sosteniendo que "para muchas musulmanas, llevar el velo no es
sólo una cuestión de expresión religiosa, sino una obligación
que prescribe su religión".

Mientras tanto, un estudio reciente indica que el 71% de los turcos cree que
el velo debería estar permitido en las universidades, y el 64%, que se debería
admitir que las parlamentarias lo llevasen en el ejercicio de su cargo. De hecho,
cada vez más mujeres jóvenes en Turquía consideran el hiyab un símbolo
de modernidad y liberación, una alternativa al fundamentalismo secular que el
Gobierno trata de inculcar en la mente de los turcos. Las jóvenes turcas de
clase social más baja, algunas de las cuales han recibido poca o ninguna instrucción
islámica, suelen volverse más religiosas al aumentar su educación. No quieren
ser tan ignorantes como sus madres ni tan indiferentes a la religión como sus
progenitores. Sin embargo, el Estado les niega el acceso al sistema educativo
si deciden ponerse el velo. En su lucha por ser más avanzadas que sus madres
en todas las facetas de su vida, como en su insistencia en llevar el pañuelo
islámico, estas jóvenes desafían el falso progresismo que el Estado pretende
promover.

Por desgracia, las feministas occidentales también fomentan la habitual confusión
sobre las motivaciones de la mujer musulmana para ponerse el hiyab.
A finales de 2003, varias docenas de francesas prestigiosas, entre ellas la
filósofa Elisabeth Badinter y la escritora Catherine Millet, remitieron una
carta abierta al presidente de Francia, Jacques Chirac, que afirmaba: "El velo
islámico nos devuelve a todos, musulmanes y no musulmanes, a una situación intolerable
de discriminación de la mujer". Estas pensadoras relacionan el velo con el sufrimiento
y concluyen que llevarlo traba el crecimiento personal y el desarrollo social
de las mujeres.

Pero esas feministas cometen dos errores. En primer lugar, no comprenden que,
en ciertas sociedades musulmanas, las desigualdades de género tienen
bastante menos que ver con los preceptos religiosos del islam que con tradiciones
culturales ancestrales. Si el velo estuviera intrínsecamente ligado al
sufrimiento de las mujeres, es muy probable que éstas hubieran vivido
una situación muy penosa en los primeros días del islam, en vida
del profeta Mahoma, en el siglo vii. Sin embargo, las musulmanas de aquella
época ocupaban destacados puestos profesionales en la sociedad. No sufrieron
la brutalidad soportada por las afganas bajo el régimen talibán
ni de la represión que aún hoy sufren las mujeres en Arabia Saudí.
Pese a todo, con el tiempo,
se fue menoscabando el derecho a la igualdad en la mayoría de los países
musulmanes y se fue coaccionando a las mujeres para que asumieran papeles domésticos
más tradicionales.

En segundo lugar, las críticas de las feministas occidentales sobre el hiyab
pasan por alto su importante valor religioso. En un principio, las otras dos
religiones monoteístas también prescribían su uso por las mujeres, y algunas
cristianas y judías aún hoy lo llevan. La tradición islámica de la corriente
dominante considera el velo una obligación para las musulmanas porque oculta
su aspecto. Tapada, la mujer puede ser valorada no sólo por sus creencias religiosas,
sino también por su aportación a la sociedad; puede ser juzgada por su intelecto
y no por su apariencia.

Es cierto que algunas musulmanas llevan el velo en contra de su voluntad. Pero
no es correcto afirmar que todas las mujeres que lo llevan lo hacen bajo coacción.
Las musulmanas de todo el mundo deben rebatir esa idea equivocada que pesa demasiado
en Occidente. Para aquellas que lo eligen, el velo es parte indispensable de
su identidad personal, una identidad que no debería verse comprometida.
Si las feministas occidentales y otros críticos quieren avanzar en la
defensa de los derechos de las mujeres, deberían respetar el derecho
de toda mujer a elegir en lugar de tratar de imponer sus prejuicios a los musulmanes.

Merve Kavakci, profesora de Cultura
y Asuntos Internacionales en la Elliott School of International Affairs (G.
Washington University), en Washington, es autora de Basortusuz demokrasi (Democracia
sin velo), publicado por Timas (Estambul, 2004).