¿Quieren ayudar al mundo en vías de desarrollo? Contraten a sus mejores mentes.

 

FREDERIC BROWN/AFP/Getty Images

 

Mi primer hijo nació asistido por una comadrona nigeriana en un hospital de Londres. Fue un parto difícil. Mi mujer, Emma, no quería que le pusieran ninguna anestesia epidural hasta que fuera completamente necesaria. Al cabo de varias horas, cuando las contracciones ya eran insoportables, pidió una inyección. “Lo siento, es demasiado tarde”, le contestaron; el niño estaba casi fuera.

Así que Emma hizo una mueca de dolor y dio a luz sin anestesia. La comadrona se mostró impresionada. “No ha estado mal para ser una mujer blanca”, comentó.

Como muchos países ricos, Gran Bretaña importa aviones enteros de personal médico como la comadrona de mi esposa, de países pobres como Nigeria; sin ellos, los hospitales británicos casi no podrían funcionar. Pero esta transferencia de capital intelectual suscita una pregunta inquietante: ¿Es justo que los países ricos arrebaten el talento a los pobres? Al fin y al cabo, parece lógico pensar que la fuga de cerebros perjudica a estos últimos. Frank Dobson, que fue ministro de Sanidad del Reino Unido, lo llamó una “vergüenza internacional”. Si los mejores médicos e ingenieros se van a vivir a Occidente, ¿quién se ocupará de que funcionen los hospitales y se construyan las líneas férreas en Nigeria o Bangladesh? Parece de simple justicia pensar que los países ricos deberían dejar de contratar a médicos e ingenieros de países pobres.

¿Seguro? Uno de los descubrimientos más sorprendentes de la economía moderna es que la fuga de cerebros reduce la pobreza mundial. A la hora de la verdad, la salida de profesionales de los países pobres a los ricos es positiva para los primeros, y aún más para sus ciudadanos, porque muchos logran escapar de la pobreza emigrando.

La emigración mejora los Estados pobres de varias maneras. En primer lugar, la perspectiva de ganar mucho dinero trabajando en el extranjero anima a más personas a adquirir conocimientos y aptitudes que les puedan servir de algo. Se las arreglan para pagarse unos estudios universitarios y se quedan estudiando hasta altas horas. Después de graduarse como médicos o ingenieros, muchos se van enseguida. Pero muchos, no.  Algunos no logran obtener un visado; otros se quedan para cuidar de sus ancianos padres.

Filipinas, por ejemplo, es el mayor exportador mundial de enfermeras. Pero hay tantas alumnas en sus escuelas privadas de enfermería que, aun así, tiene más profesionales por persona que Austria. Lo mismo ocurre con otros países en una situación parecida. Un estudio hecho en 2009 sobre 127 Estados en vías de desarrollo llegó a la conclusión de que, en conjunto, la pérdida de talento producida por la emigración es menor que lo que se gana por toda la gente que se prepara porque contempla la posibilidad de irse. Ahora bien, los autores del informe habían descubierto en un estudio anterior que tampoco conviene extralimitarse: cuando los países pierden más del 20% de sus titulados universitarios, la fuga de cerebros empieza a ser un lastre para el crecimiento económico. En otras palabras, a China e India, que no exportan más que a un pequeño sector de sus ciudadanos bien preparados, les vendría bien exportar muchos más. En cambio, zonas catastróficas y asoladas por la guerra como la República Democrática del Congo, cuyos habitantes de más talento han huido en manada, saldría probablemente perdiendo.

El segundo beneficio que aporta la fuga de cerebros a los países pobres es que los emigrantes suelen enviar remesas de dinero a casa. Un ejemplo es la historia de Haddish Welday. Cuando Welday era joven, en los 80, vivía en Etiopía, que entonces era una dictadura marxista. Un día, vio cómo 20 soldados entraban en su clase de biología y se llevaban a su profesor. Al día siguiente, encontraron el cadáver en la calle, muerto por disparos.

Welday vivía aterrado. Muchos días veía cuerpos en las calles con hojas de papel sujetas encima: “Que el terror rojo caiga sobre mí”, decía una de las frases, que se le quedó clavada en la memoria.

Así que Welday decidió emigrar. Tras un rodeo por la Unión Soviética, consiguió llegar a Estados Unidos, donde pidió y obtuvo asilo. Cuando le conocí, en 2010, trabajaba de contable en Arlington, Virginia. Ahora tiene la ciudadanía estadounidense, pero mantiene estrecho contacto con su país de origen. Tiene una casa en la ciudad etíope de Axum y envía dinero a su madre todos los meses. A veces lo hace mediante un giro a través de Western Union; a veces, da sobres con dinero a amigos etíopes que van a visitarle y que, de regreso, se lo llevan a su familia.

El dinero que los emigrantes envían a sus casas es una gran fuente de ingresos para los Estados pobres. Las remesas registradas en los países en vías de desarrollo se multiplicaron por 10 entre 1990 y 2009, de 31.000 millones de dólares a 216.000 millones de dólares. Las no registradas –esos sobres llenos de dinero– hacen que el total sea todavía mayor. En conjunto, las remesas ascienden a más del doble del volumen de ayuda exterior que se envía al mundo en vías de desarrollo, y, a diferencia de la ayuda, no suelen caer en manos de funcionarios codiciosos.

Además, las remesas también son menos volátiles que otros flujos financieros. Las malas noticias pueden hacer que los inversores normales y corrientes se salgan de un país a toda velocidad. En el caso de las familias no es así; Welday no va a dejar de enviar dinero a su madre solo porque Etiopía haya sufrido un escándalo de corrupción o un golpe de Estado.

Las remesas no solo son más estables que otras formas de financiación, sino que además son anticíclicas. Es decir, tienden a subir cuando caen otros flujos, por lo que crean un colchón muy útil. Cuando se produjeron las crisis financieras que golpearon a México en 1995 e Indonesia en 1998, la entrada de remesas aumentó, porque los inmigrantes mexicanos e indonesios en Estados Unidos, preocupados, empezaron a enviar más dinero a sus familiares que tan mal lo estaban pasando.

Asimismo, es frecuente que los emigrantes inviertan en sus países de origen. Por ejemplo, un estudio de 6.000 pequeñas empresas en México llegó a la conclusión de que el 20% de su capital procedía de las remesas, en su mayoría de mexicanos que trabajaban en EE UU. Los inversores de la diáspora son más audaces y más pacientes que otros porque tienen un apego continuado a su país. Las conmociones repentinas no les preocupan tanto. Un inversor extranjero normal en Nigeria puede asustarse si cree que la divisa local va a derrumbarse, porque lo que desea es convertir sus beneficios en dólares y llevárselos a casa. Sin embargo, para un inversor nigeriano que vive en Estados Unidos, esa misma caída de su moneda le ofrece la oportunidad de comprar tierra a buen precio y construirse una mansión para cuando se jubile.

Las remesas también ayudan a aliviar la pobreza. En Bangladesh, un país que envía decenas de miles de trabajadores de la construcción a los emiratos del petróleo, las remesas que envían esos emigrantes suelen representar la mitad del dinero con el que viven sus familias. En el cercano Nepal, varios sondeos llevados a cabo en hogares indican que las remesas han contribuido tal vez a la mitad de la reducción en los últimos años.

Los emigrantes se llevan sus aptitudes cuando se van, pero el dinero que remiten ayuda a otros a adquirir las suyas. Ayuda de forma directa, cuando sirve para pagar una educación, y de forma indirecta, cuando permite comer a una familia pobre. Un niño hambriento no puede concentrarse en clase. Y una familia que está bien alimentada tiene menos probabilidades de sacar a las hijas de la escuela para ponerlas a trabajar en el campo.

El tercer aspecto en el que la fuga de cerebros ayuda a los países pobres es que, con las idas y venidas de los emigrantes, se abren canales comerciales. Los Estados  hacen más negocios con países de los que han recibido inmigrantes. En parte, porque las redes de la diáspora aceleran al traspaso de información: un comerciante chino en Malaisia que advierte que existe una demanda de fundas de plástico para teléfonos móviles se apresura a animar a su primo, que posee una fábrica en Zhejiang, a que se ponga a fabricarlas cuanto antes. Como los dos hombres de negocios se conocen, existe confianza mutua. Y eso es tremendamente importante, porque significa que pueden cerrar un contrato importante mediante una simple llamada de teléfono y colocar su producto en el mercado antes que ninguna otra persona.

Las redes de la emigración existen desde hace siglos, pero en los últimos tiempos se han vuelto mucho más poderosas por tres motivos. Primero, son más amplias que nunca. Hay 70 millones de chinos que viven fuera del gigante asiático, y 22 millones de indios que viven fuera de India. Existen también cientos de redes más pequeñas, desde los libaneses en África occidental hasta los surcoreanos en Estados Unidos. En total, existen 215 millones de inmigrantes de primera generación en el mundo, un incremento del 40% desde 1990.

En segundo lugar, las redes de la diáspora han aumentado de forma increíble su poder gracias a las comunicaciones modernas. Antiguamente, una llamada transatlántica podía costar el salario de varios meses. Ahora es gratis, a través de Skype. De modo que los inmigrantes permanecen en contacto con sus países de origen y entre sí.

Las redes de la diáspora han aumentado de forma increíble su poder gracias a las comunicaciones modernas

Tercero, los lugares de los que proceden los inmigrantes, como India, China y África, están mucho más abiertos al comercio que hace una generación. Cuando el Imperio del Centro era una sociedad cerrada, los comerciantes chinos en el extranjero tenían que conformarse con enlazar un puerto extranjero con otro. Ahora unen el mundo con China y China con el mundo.

Esos comerciantes hablan la lengua, entienden la cultura y saben en quién confiar. En los países donde el imperio de la ley no es fiable –es decir, en la mayoría de los mercados emergentes que más rápido están creciendo–, eso es importante. El 70% de las inversiones extranjeras directas en China se hacen a través de la diáspora, definida en términos generales. A las empresas estadounidenses que contratan a ciudadanos de origen chino les resulta más fácil hacer negocios en el gigante asiático sin necesidad de establecer una joint venture.

Además, las diásporas pueden acelerar la difusión de tecnología a los países pobres. Los científicos asiáticos de Silicon Valley suelen compartir ideas con sus amigos en sus países de origen. El frigorífico más barato del mundo, que no cuesta más que 70 dólares, se desarrolló mediante la colaboración entre unos genios indios en India y unos genios indios en Estados Unidos. Igual que el software que permitió a India dar a sus 1.200 millones de ciudadanos una identidad biométrica, lo cual ha hecho posible que los cientos de millones de personas que no pueden demostrar quiénes son puedan abrir cuentas bancarias y pedir prestado dinero.

El último argumento, y más importante, en favor de la fuga de cerebros es que la emigración es positiva para los propios emigrantes. Si no pensaran eso, no se irían. Cuatro de cada cinco haitianos que han salido de la pobreza (tomando como criterio el umbral mundial de 10 dólares diarios) lo han logrado yéndose a vivir a EE UU. Casi la mitad de los mexicanos que han conseguido alcanzar ese modesto nivel de vida lo hicieron gracias a cruzar el Río Grande. Y cada año, decenas de miles de niños recién nacidos consiguen sobrevivir debido al sencillo hecho de que sus padres emigraron a un país desarrollado.

En la lucha contra la pobreza mundial, el arma más poderosa es una alfombra de bienvenida.

 

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