Por qué funciona todavía el terror que viene del cielo.

 

Desde que el Informe sobre Bombardeos Estratégicos de EE UU sembró dudas sobre la eficacia de los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, desde de que la aviación no sirvió para ganar en Vietnam, el poder aéreo ha adquirido mala reputación. Hoy en día se considera inútil matar enemigos desde el cielo, mientras que, en el extremo opuesto, combatir la insurgencia construyendo naciones es la política oficial del Gobierno de EE UU. Pero aún no ha llegado la hora de tirar nuestros aviones a la basura. La fuerza aérea sigue teniendo mucho que ofrecer, incluso en un mundo sembrado de movimientos insurgentes.

La aviación militar tuvo un espléndido comienzo, en 1911, cuando los italianos realizaron el primer bombardeo aéreo de la historia en Libia. Pero desde entonces, y a menudo, ha causado grandes decepciones, debido a que no se dan las dos condiciones que hicieron posible aquel éxito: la aridez del desierto libio, que permitió a los pilotos ver con claridad sus objetivos, y la inexistencia de fuerzas aéreas enemigas o defensas antiaéreas que pudieran obstaculizar los ataques.

 

 

En todas las guerras posteriores, las reglas de 1911 han seguido vigentes. Los bombardeos aéreos funcionan muy bien, pero sólo si el enemigo se mueve en terrenos abiertos y áridos y no dispone de naves ni armas antiaéreas efectivas. Desde luego, estas condiciones no se dieron durante la Segunda Guerra Mundial, salvo en su fase final. Vietnam estaba lleno de árboles y de gente valiente: de ahí el fracaso de los bombardeos tácticos en el Sur, mientras que los bombardeos estratégicos en el Norte se toparon con una feroz resistencia y, en cualquier caso, había pocos objetivos buenos.

Pero las supuestas lecciones de Vietnam han dejado una huella desproporcionada. Cuando en 2006 los aviones israelíes empezaron a bombardear objetivos en el sur de Líbano, todos los expertos vaticinaron que la campaña sería un fracaso. Hezbolá, desafiante, continuaba lanzando cohetes sobre territorio israelí día tras día, lo cual parecía corroborarlo. Y como la televisión y los fotógrafos desplazados al país de los cedros seguían enviando a los medios de todo el mundo imágenes de bebés muertos –o al menos de muñecas rotas– mientras se guardaban las fotos de las bases y del armamento de Hezbolá destruidos, Israel tuvo que pagar un alto precio político por sus acciones. En cualquier caso, se estaba quedando sin blancos: en Líbano hay un número limitado de puentes y viaductos. Hasta sus partidarios admitían apesadumbrados que Tel Aviv parecía estar fracasando.

Pero eso no es lo que ocurrió al final. El líder de Hezbolá, Hassan Nasralá, admitió nada más acabar la guerra que si hubiese sabido que Israel iba a contraatacar de manera tan devastadora nunca habría ordenado el mortífero ataque con­tra una patrulla fronteriza israelí. Antes de 2006, cada vez que la milicia chií quería aumentar la tensión lanzaba cohetes sobre el norte de Israel. Pero desde el alto el fuego que declaró el 14 de agosto de ese año se ha cuidado de volver a hacerlo. Si, aun así, se lanzan cohetes, los portavoces de Nasralá se apresuran a ase­gurar que Hezbolá no ha tenido nada que ver. Los bombardeos israelíes, supuesta­mente inútiles, lograron su objetivo.

 

PICO DE INSURGENCIA

A PRINCIPIOS DE LOS 90, una vez finalizada la guerra fría, emergió una oleada de conflictos menores, pero brutales, en los Balcanes y en África, que hicieron creer que el mundo iba a adentrarse en una época de conflictos irregulares y de guerras civiles. Pero, según un estudio de dos politólogos de la Universidad de Yale, la realidad es completamente distinta: el número de conflictos civiles llegó a su punto extremo en 1991, y ha ido disminuyendo a un ritmo constante desde entonces. El porcentaje de esos conflictos que podría describirse como una sublevación –un conflicto asimétrico entre un grupo rebelde y un gobierno central– también ha disminuido. Tanto hablar de “la anarquía que vendrá”, que el periodista Robert Kaplan predijo en 1994, y ahora resulta que los investigadores declaran que una sublevación es “un fenómeno político históricamente contingente que ya ha alcanzado su nivel más alto”. Los autores, Stathis Kalyvas y Laia Balcells, creen que la dinámica de la guerra fría benefició a los insurgentes bastante más que a los gobiernos centrales, puesto que las superpotencias prestaron su ayuda a los grupos rebeldes que habían luchado en su representación. Las sublevaciones en Irak y en Afganistán, que tienen preocupados a los que dictan la política en Occidente, parecen ser una vuelta a otra época. Puede que los conflictos vuelvan a escena pero, en su mayoría, en forma de lo que los investigadores llaman “guerra civil simétrica no convencional”. Este tipo de lucha, como es el caso del caos actual que está viviendo Somalia, suele describirse de forma errónea como una guerra de guerrillas, pero de hecho implica a dos partes iguales, aunque mal preparadas. En otras palabras: adiós, Bagdad; hola, Mogadiscio. —Joshua E. Keating

 

Pese a ello, menos de tres años después, durante la campaña sistemática de bombar­deos aéreos israelíes sobre Gaza, los mismos escépticos repitieron sus pronósticos, que de nuevo resultaron erróneos. Al igual que en 2006, hubo numerosas víctimas entre la población, y no sólo a causa de la proximidad accidental: los comandantes de Hamás intentaron aumentar las bajas civiles en su propio bando, lanzando cohetes desde edificios residenciales para atraer el fuego de artillería con el objetivo de elevar los costes po­líticos para Tel Aviv. Esos costes fueron reales. Y los 1.300 civiles palestinos muertos sugieren por qué nunca se puede denominar “quirúrgico” a un ataque aéreo. Pero cuando se aplican las reglas de 1911, esas tácticas pueden dar frutos materiales. En 2008, 3.278 proyectiles procedentes de Gaza aterrizaron en Israel, incluyendo 1.553 cohetes. El año pasado, la cifra total descendió a 248, ha­ciendo de 2009 el año más pacífico en la historia reciente de Israel, sin atentados suicidas y con sólo 15 muertos en ataques varios.

Y¿qué hay de Afganistán? ¿Funcionan allí las reglas de 1911? La opinión generalizada parece ser de nuevo que no. Y eso que a los talibanes, por muchas virtudes militares que tengan, les faltan varios siglos para lograr una fuerza aérea capaz de enfrentarse a los cazas estadounidenses –que vuelan demasiado alto para las armas antiaéreas portátiles– y que, a pesar de la orografía del país, sus milicianos deben atravesar terrenos áridos y desprotegidos para pasar de un valle a otro.

Lo más desafortunado es que, habiendo sobrevalorado tan a menudo en el pasado el poder aéreo, Estados Unidos esté ahora despreciando el potencial estratégico de su aviación, usándola sólo de forma táctica para perseguir a individuos con aparatos teledirigidos y para dar apoyo a operaciones sobre el terreno, la mayoría de las veces con helicópteros, los únicos aparatos que los talibanes pueden derribar. El jefe de la misión de la OTAN, el general Stanley McChrystal, preocupado por las consecuencias políticas de bombardeos erráticos condenados tanto dentro como fuera de Afganistán, ha lanzado la consigna de quE el poder aéreo debe utilizarse sólo como último recurso. Pretende derrotar a los talibanes protegiendo a los civiles, prestando servicios esenciales, estimulando el desarrollo económico y supervisando el buen gobierno. Dadas las características de Afganistán, esta loable empresa podría requerir uno o dos siglos. Entre tanto, la guerra está lejos de salir barata: el presidente estadounidense Barack Obama está a punto de enviar 30.000 soldados para duplicar el número de efectivos, con un coste medio de un millón de dólares anuales por soldado, para derrotar a unos 25.000 talibanes. La alternativa mejor y menos costosa sería resucitar los bombardeos estratégicos de una manera renovada, armando a los numerosos enemigos de los talibanes y sustituyendo la presencia de tropas por ataques aéreos esporádicos. Cada vez que los talibanes se concentrasen para atacar, se les bombardearía. Sería una solución imperfecta, pero pondría fin a la costosa inutilidad de construir naciones en una tierra remota y hostil. Al final, después de intentar todo lo demás, seguramente Obama acabará haciéndolo.