El islamismo político tendrá que dar respuestas a una población depauperada, pero cada vez más consciente de su individualidad.

 

Un año después, el proceso desencadenado por la primavera árabe es imparable aunque traerá capítulos dolorosos. De momento, en la lectura constructiva no solo cabe destacar el fin de tres dictaduras en el Mediterráneo sur -Túnez, Libia y Egipto- sino que se ha producido además un cambio psicológico de primer orden: el árabe se ha desprendido del fatalismo vital en que le había situado una historia de colonialismos y patriarcas locales colaboracionistas. No volverá a haber un dictador treinta años en el poder. El caso más claro de esta pérdida del temor es Siria, que persiste en la revuelta a pesar de los miles de muertos. Bashar el Asad caerá, pero será una quiebra con imprevisibles ondas expansivas que afectará a Irán, Turquía e Israel, tres potencias en la región.

Finalmente, es el momento en que el islamismo político asume por primera vez el reto del poder en las altas instancias. Tendrá que dar respuestas a una población depauperada, pero cada vez más estipulada por la creciente consciencia de individualidad. Epílogo contradictorio para esta primera fase de la llamada primavera: el islamismo ha ganado sin haber hecho la revolución; las urnas no han reconocido a los héroes. La realidad político-estratégica del Mediterráneo ha dado un vuelco, pero la preocupante realidad es que frente a los islamistas reforzados todavía no hay organización suficiente ni ayudas consistentes a los árabes que quieren construir otras alternativas democráticas.

 

Lola Bañón, periodista y profesora de la Universidad de Valencia.