¿Existe voluntad política? Retos y desafíos para COP 21.

Una clase en escuela de niños en Kenia impartida con tablets creadas por una compañía local. (Simon Maina/AFP/Getty Images)
Una clase en escuela de niños en Kenia impartida con tablets creadas por una compañía local. (Simon Maina/AFP/Getty Images)

Una nueva agenda internacional con objetivos de desarrollo sostenible acaba de ser aprobada el pasado mes de septiembre en Nueva York. Coincidiendo con el 70 aniversario de la Organización de Naciones Unidas, se pretende por primera vez, una hoja de ruta universal para el desarrollo. Sin duda no podría haber mejor noticia para acabar un año donde la recuperación económica acapara todas las perspectivas para atajar la crisis financiera.

Sin embargo el despegue no ha sido muy halagüeño. Esta agenda no cuestiona los elementos que realmente definen el desarrollo sostenible. El actual modelo de desarrollo económico, determinado por la tasa de productividad y por tanto, estrechamente vinculado al modelo energético y a los patrones de consumo marcados por los países más industrializados no han entrado en esta discusión, tan solo los síntomas que lo descubren como un modelo que acrecienta la desigualdad y en algunos casos la pobreza extrema. Por eso, no han sido posible los compromisos financieros y probablemente tampoco serán reales los compromisos que podrían garantizar un desarrollo sostenible.

A pesar de ello, la Agenda de los Objetivos Sostenibles de Desarrollo (ODS) es un ejercicio de voluntad política muy positivo. Un esfuerzo que comenzó en el año 2000 con la Cumbre del Milenio donde Naciones Unidas se comprometió con la realización de 8 objetivos (para reducir la pobreza y el hambre; conseguir una educación universal; promover la igualdad de género; reducir la mortalidad infantil y maternal; combatir el VIH; la malaria y otras enfermedades; asegurar la sostenibilidad ambiental y desarrollar alianzas globales) que aunque de reconocida limitación, han permitido avances sustantivos, aunque sobre todo, lo que este acuerdo ha permitido, ha sido desbloquear una situación duradera de desconcierto internacional en la lucha para erradicar la pobreza. Esta primera Agenda de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) ha creado un escenario que demanda respuestas de gobernanza global de índole económico-financiero pero también político y social.

Y bajo esta pretensión se acaban de aprobar 17 nuevos objetivos (para poner fin a la pobreza en el mundo, erradicar el hambre y lograr la seguridad alimentaria; garantizar una vida sana y una educación de calidad; lograr la igualdad de género; asegurar el acceso al agua y la energía; promover el crecimiento económico sostenido; adoptar medidas urgentes contra el cambio climático; promover la paz y facilitar el acceso a la justicia). La nueva agenda de los ODS surge sin resolver gran parte de las críticas vertidas sobre su antecesora pero con conquistas que sin duda le otorgan un rango superior y por tanto, mayores desafíos. Del lado de las deficiencias, los nuevos ODS siguen sin contar con un órgano que institucionalmente se responsabilice de su cumplimiento ni mecanismos claros de consecución de las metas, los indicadores de referencia siguen sin estar actualizados (anclados en estadística de los años 90) por lo que no resultan ni siquiera suficientemente ambiciosos y en cuanto a la financiación, se sigue incluso desconociendo no tanto si se hará un esfuerzo real, sino a cuanto podría ascender con precisión la cantidad necesaria, actualmente estimada en 2,6 billones de dólares (cantidad que supone unas 20 veces más que lo destinado para Ayuda al Desarrollo en 2014 por los países más ricos -134.000 millones de dólares-).

En este sentido, la III Conferencia sobre financiación al desarrollo que tuvo lugar el pasado mes de julio en Addis Abeba (Etiopía) ha sido un fracaso. No solo no se consiguió el compromiso de financiación para llevar a cabo la nueva agenda, tampoco se dio el giro necesario en la orientación de los recursos disponibles para propiciar cambios en las políticas y los marcos regulatorios de cooperación (nacionales e internacionales) que permitieran alinear los fondos públicos y privados.

Formalmente, esta conferencia sobre financiación para el desarrollo ha vuelto a fijar el 0,7% del PIB a la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) como objetivo de los países más industrializados y entre el 0,15% y el 0,20% el de los países menos adelantados. La Unión Europea tampoco consigue ir más allá. Se reafirma en el 0,7% colectivo, inamovible desde el año 2000. De igual forma, se renuevan algunos de los consensos adquiridos en las conferencias pasadas dado su incumplimiento, reforzando el ámbito multilateral con el reconocimiento del comercio internacional como un factor decisivo en el desarrollo aunque solo dentro del ámbito de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y la prioridad de aplicar las reformas anunciadas en 2010 para el Fondo Monetario Internacional en su adaptación a los cambios en la economía mundial. Habrá que esperar a la próxima conferencia sobre financiación, en 2019, para constatar la importancia que realmente la comunidad internacional le otorga a la agenda recientemente aprobada.

Del lado de las conquistas y sin duda mejoras de esta nueva agenda, tenemos el carácter universal de su cumplimiento, un enfoque más amplio sobre las causas que impiden el desarrollo y el eje de la sostenibilidad de las acciones. En primer lugar y partiendo de una agenda de los ODM para “los pobres” la nueva agenda de los ODS pretende transitar hacia una hoja de ruta que involucre a todos los países en una responsabilidad conjunta con un desarrollo que a su vez atienda las diferencias de cada país (y su población). En segundo lugar, su mejor aproximación a los problemas de desarrollo a través de sus causas, corregirá la insuficiente focalización que supuso en la anterior agenda combatirlos solo desde sus síntomas, consiguiéndose una mayor proximidad a las soluciones que, y aquí está el tercer y avance más importante de la agenda aprobada, deben pasar por ser garantizadas de un modo sostenible. Así surge, el eje de la sostenibilidad como vertebrador del desarrollo, como una condición sin la cual, todo esfuerzo será prescindible.

Por lo tanto, la Conferencia de Paris (COP 21) sobre cambio climático que tendrá lugar en diciembre permitirá conocer mejor la voluntad política que acompañará esta agenda en sus propósitos. Entre sus objetivos destaca el primer acuerdo global sobre la emisión de gases de efecto invernadero, (GEI). Por primera vez, todos los países presentaron previamente en el mes de marzo sus compromisos cuantificables que, una vez revisados, permitirán determinar si son lo suficientemente ambiciosos como para limitar el calentamiento global a los dos grados centígrados previamente establecidos por la comunidad científica en el quinto Informe de evaluación (AR5) del grupo intergubernamental de expertos sobre el cambio climático (IPCC). Más aún, si se tiene en cuanta la ausencia de una hoja de ruta que permita alcanzar los 100.000 millones de dólares comprometidos por los países en materia de financiación para 2020.

En la Conferencia de París debería adoptarse un acuerdo internacional en el que se establezca el marco para una transición hacia sociedades y economías resilientes y con bajas emisiones de carbono. A partir de 2020 el objetivo consiste en que todos los países, incluidos los mayores emisores de gases de efecto invernadero (tanto los países desarrollados como los países en desarrollo), se comprometan por primera vez con un acuerdo universal sobre el clima.

Con todo, esta nueva agenda además, gana legitimidad con respecto a la anterior debido a tres factores. En primer lugar, la implicación de la sociedad civil a través de las consultas celebradas a lo largo de estos dos últimos años en todos los países para incorporar la diversidad y multiplicidad de posturas que exige una agenda común y universal. En segundo lugar, la presencia de una posición común africana (Common Africa Position (CAP) on the Post 2015 Development Agenda), ausente en la Agenda anterior y el llamamiento concreto al G77 (grupo de 77 + China) reiterando la suficiente implicación. En tercer lugar, el carácter transformador que anuncia un cambio necesario para que el mundo pueda alcanzar un desarrollo equitativo y sostenible.

Por otro lado, le sigue restando legitimidad la falta de acuerdos concretos o la siempre cuestionable vinculación jurídica que define a los compromisos, dado que no consigue romper con la tradicional lógica de agregación propia de una negociación intergubernamental, que conduce a acomodar intereses diversos sin una priorización definida. Tampoco supone un avance -sino más bien lo contrario-, que cada país aterrice en su particular contexto nacional el cumplimiento de la agenda ya que cuando menos supone una contradicción con el carácter universal de la misma. Por último, descubrir entre los objetivos formulados, metas irrealizables sobre todo para aquellos países que se pueden ver desbordados por la combinación de los desafíos que impone la agenda y sus propias limitaciones (la cobertura universal de salud -una de las 13 metas del Objetivo 3- se estima para el continente africano, la cantidad de 100.000 millones de dólares anuales, el equivalente a las tres cuartas partes del total de la ayuda actual en todo el mundo), convierte los ODS en un “punto de partida” y no en la “hoja de ruta” para el desarrollo de los próximos 15 años, un período de tiempo claramente insuficiente para abordar con rigor todos los retos que la nueva agenda propone.