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Un vendedor callejero rodeado de gente en la plaza Tahrir, El Cairo, Egipto. ODD ANDERSEN/AFP/Getty Images

Un libro que muestra el drama político de la primavera egipcia. Pero también cómo son los ciudadanos de a pie, cómo es la vida de un gay en El Cairo, los problemas de aprender árabe o en qué se diferencia un chino de un egipcio.

The Buried

Peter Hessler

Penguin Press, 2019

¿Qué harías si te dieran medio millón de dólares? Peter Hessler decidió irse a estudiar árabe a Egipto. Después de una reputada carrera en China como corresponsal del New Yorker, donde relató las transformaciones económicas y sociales de los chinos de a pie, la fundación MacArthur le seleccionó para su “beca para genios”, con un premio asociado de 500.000 dólares. Se lo anunciaron cuando vivía en Colorado junto a su mujer, otra importante corresponsal. Ambos se habían marchado de China en 2007 para buscar nuevos retos. Querían aprender un nuevo idioma. Eligieron el árabe. Tenían dos opciones de destino: Damasco y El Cairo. Escogieron la segunda. Varios conocidos les dijeron que Egipto no valía demasiado la pena: “Allí nunca sucede nada”.

Pocos meses antes de la fecha que habían elegido para marcharse, estallaron las revoluciones árabes de 2011. En Egipto los manifestantes derrocaban al autócrata Hosni Mubarak. Siria empezaba a ser invivible. Hessler, su mujer y sus dos hijas recién nacidas cogieron las maletas y se marcharon hacia El Cairo en plena revuelta. De los cinco años que allí pasarían saldría The Buried, el último y excelente libro de Hessler.

Al contrario que en su trilogía de no ficción sobre China, donde Hessler destacó por relatar la larga transformación de la China desarrollista —sin entrar demasiado en la vertiente política—, el autor de The Buried se encuentra en este caso en medio de un Egipto donde se suceden revueltas y elecciones que captan las portadas internacionales. Eso hace que buena parte de la obra se concentre en su cobertura de los —en principio— grandes cambios políticos que estaban dándose en el país.

El libro empieza con el período electoral posterior a la caída de Mubarak. Varios fenómenos conviven. Por un lado, el caos organizado de los manifestantes que todavía protestan en la plaza Tahrir. Por otro, el partido de los Hermanos Musulmanes, que saldrían ganadores en estos comicios. La conclusión a la que llega Hessler es que este grupo político tenía mucho más de propaganda y mito —especialmente por su carácter clandestino durante décadas— que de enraizamiento real entre la población egipcia. Después de entrevistar a militantes de base y a dirigentes de los Hermanos Musulmanes —y de reportear tanto en la capital como en las zonas rurales—, el periodista ve en ellos un grupo bien organizado pero sin objetivos claros. Hessler no encuentra casi por ningún lado los tan cacareados “servicios sociales y de caridad” que los Hermanos Musulmanes habían “vendido” como causa de su popularidad. La prensa y analistas occidentales compraron este discurso de manera acrítica, apunta el autor.

El libro prosigue por la breve presidencia de Mohamed Morsi, el líder de los Hermanos Musulmanes, que va acrecentando su autoritarismo a medida que la economía empeora. A la vez, crecen movimientos contestatarios en su contra en los que irá infiltrándose el Ejército, que finalmente dará un golpe de Estado contra este dirigente.

Quien tomará el mando apoyado por los militares y extenderá una enorme represión será Abdelfatá al Sisi, militar que Morsi había situado en el puesto de ministro de Defensa, ya que lo veía cercano a sus tesis islamistas. Hessler cubre la llegada de este militar al poder, los juicios contra Morsi y otros líderes de los Hermanos Musulmanes y la violencia estatal cada vez más cruda que se extiende por el país. En el año posterior a la caída de Morsi, por ejemplo, decenas de miles de personas fueron detenidas y decenas de ellas murieron en custodia —los datos varían según las fuentes—. En este sentido, el autor establece una comparación con la China en la que había sido periodista: aunque ambos son Estados autoritarios, Egipto es mucho peor por su tiranía “desestructurada”, donde no hay unas líneas rojas claras y la represión es muchas veces incoherente e impredecible, lo que aumenta el peligro y la brutalidad del régimen y sus cuerpos armados.

Si The Buried ya es valioso por la cobertura que hace de estos hechos políticos, todavía lo es más cuando nos muestra el Egipto alejado del foco mediático. Hessler vuelve a fijarse en este libro en lo que siempre le ha interesado: la vida cotidiana y las trayectorias de la gente de a pie.

Uno de los personajes principales —y amigo del autor— es Sayyid, un basurero de El Cairo. Gracias a él conocemos cómo funcionan los matrimonios entre las clases bajas egipcias, cómo es la vida de los inmigrantes del Alto Egipto que llegaron a la capital, o cuáles son las obsesiones, fobias o bromas de los hombres egipcios. También nos sirve para entender cómo el carácter autogestionado e informal de los ciudadanos a veces va mucho por delante del Gobierno egipcio: el gremio de los basureros al que pertenece Sayyid, por ejemplo, funciona por iniciativa propia y al margen de las autoridades, pero consigue que todas las casas y calles estén mayoritariamente limpias y que las tasas de reciclajes sean del 80 % —en Estados Unidos es menos de la mitad—. Cada vecino paga directamente a estos basureros lo que considera conveniente. El barrio periférico donde vive Sayyid también nació de un impulso informal similar: ha sido construido por sus propios habitantes y tiene una red de servicios locales que funciona bien. En bastantes casos, la intervención del Gobierno acaba perjudicando más a estas comunidades que si se las deja vivir por su cuenta.

Otro personaje del libro es Manu, uno de los traductores que Hessler tuvo al llegar al país. Mediante su vida conocemos el peligroso día a día de los homosexuales egipcios. Es un mundo más extenso de lo que podría parecer. La concepción de qué es ser gay no es la misma que en Occidente: Manu le explica al autor cómo hay, por un lado, los homosexuales como él, que se consideran como tales, y, por otro, heterosexuales que acuden en busca de encuentros sexuales con hombres, pero que no se consideran gais y tienen la intención de casarse y tener hijos con mujeres. Tantos unos como otros se conocen en espacios públicos claves de El Cairo. El problema es que —especialmente en el caso de estos heterosexuales que buscan la compañía de hombres— después de mantener relaciones sexuales muchos tienen sensación de culpa, a lo que responden con brotes de homofobia y violencia. Muchos homosexuales acaban recibiendo una paliza por parte de los hombres con los que se han acostado. Otros son denunciados a la policía acusados de violaciones falsas, lo que genera detenciones sádicas y violentas.

Otra constante de los libros de Hessler es que su trabajo de campo no se reduce a las grandes ciudades, sino que sus viajes a pueblos o aldeas rurales nos sirven para contrastar diferentes realidades dentro de una misma nación. Aprovechando las visitas que hace a excavaciones arqueológicas a lo largo de todo el país —y que ocupan la parte del libro dedicada a explicar la vida y momentos estelares del Egipto faraónico—, el autor cuenta cómo la influencia de los diversos clanes locales juega un papel esencial en las elecciones y en la vida pública de estas zonas. Los motivos de apoyar a cierto partido —o empezar una manifestación— son muy distintos a los de los habitantes de El Cairo. También la visión política es diferente: en estas zonas se aprecia mucho más a los líderes con mano dura. En el caso de Morsi, por ejemplo, si muchos en la capital lo acusaban de ser cada vez más autoritario, en estas zonas rurales se le criticaba por ser demasiado blando.

The Buried también explica otras realidades egipcias actuales, como la relación de las mujeres con la religión, la familia o el trabajo; o algunas históricas, como el exilio de casi todos los judíos que vivían en el país antes de la llegada de Nasser —en 2016 sólo quedaban seis en el país—. También se adentra en la cultura para explicarnos la mentalidad de los egipcios: parte del libro está dedicada a las clases de árabe del autor, a través de la figura de su profesor, un nostálgico del nasserismo llamado Rifaat. Hessler analiza los problemas educativos y políticos que ha generado la división del idioma en una variedad clásica —la llamada fusha— y una vernácula, o cómo el idioma determina las interacciones sociales —hay una manera de saludar específica, incluso, para dirigirse a una persona que se acaba de cortar el pelo—.

Otro personaje que atraviesa muchos escenarios y comparaciones del libro es China. A veces aparece de casualidad: visitando un pueblo perdido del Egipto interior, Hessler se topa con una red de comerciantes chinos que tiene el monopolio de la venta de lencería femenina a lo largo del país. Estos emprendedores son de origen pobre y apenas tienen estudios, pero tienen buen olfato para los negocios. Han sabido prosperar descubriendo extraños nichos de mercado en una cultura tan diferente a la suya como es la egipcia. En total, más de 10.000 chinos ya se han marchado hacia este país africano.

China también le sirve a Hessler para analizar por qué Pekín se ha desarrollado de manera tan fuerte mientras Egipto sigue atascado. Uno de los motivos se lo da un empresario chino: mientras que en la China maoísta hubo una revolución social que sacó a las mujeres del hogar y les abrió el mundo del trabajo, en Egipto la mayoría de ellas, especialmente las casadas, siguen relegadas al ámbito doméstico —sólo un 26% trabaja—. Los valores conservadores siguen dominando las relaciones familiares y las opciones de vida. Las grandes migraciones urbanas hacia El Cairo —su área urbana ha pasado de 2,5 millones de personas en los años 50 a 20 millones en la actualidad— o la entrada de ciertas mujeres jóvenes en el mundo del trabajo no han generado cambios en su cosmovisión. Mientras que en China es muy habitual ver a una pareja gestionando su propio negocio como iguales, esa estampa es casi desconocida en Egipto.

Este cambio en la relación entre hombres y mujeres fue, según Hessler, una de las oportunidades perdidas de la revolución de 2011. También que los jóvenes sigan teniendo muy poca voz en los asuntos públicos del país. Más de la mitad de los egipcios son menores de 25 años y casi la mitad de la población son mujeres. Pero ambos grupos necesitan de una cuota fija parlamentaria porque si no serían casi inexistentes en el Parlamento egipcio —de los 567 puestos, sólo hay 56 destinados a mujeres y 16 a jóvenes—. En perspectiva amplia, el breve paréntesis de elecciones libres no fue acompañado por una cultura democrática que las hiciera prosperar.

Pese a estas conclusiones, The Buried no es un libro pesimista. La empatía de Hessler nos sirve para acercarnos, sin paternalismos, a los problemas pero también a la bondades de este país africano. Sus personajes son contradictorios, con sus luces y sombras. Como cualquier ser humano. Por eso leyendo a Hessler los sentimos tan cercanos.