Los mares serán los campos de batalla del siglo XXI.

Europa es un paisaje terrestre; Asia oriental, un paisaje marino. Y ahí está una de las diferencias cruciales entre los siglos XX y XXI. Las áreas más disputadas del planeta en el siglo pasado se encontraban en tierra firme, en Europa, especialmente en la extensión plana que volvía artificiales las fronteras occidentales y orientales de Alemania, dejándolas expuestas a la marcha inexorable de los ejércitos. Pero a lo largo de las décadas, el eje económico y demográfico del planeta se ha desplazado de forma considerable hacia el extremo opuesto de Eurasia, donde los espacios entre los grandes centros de población son esencialmente marítimos.

Debido a la forma en la que la geografía acentúa y establece las prioridades, estos contornos físicos de Asia Oriental auguran un siglo naval ─entendiendo naval en el sentido más amplio, que incluye las formaciones de batalla marítimas y aéreas, ahora que se han vuelto cada vez más inextricables. ¿Por qué? Sobre todo ahora que sus fronteras son más seguras que en cualquier otro momento desde el apogeo de la dinastía Qing a finales del siglo XVIII, Pekín está llevando a cabo una innegable expansión naval. Es a través del poder marítimo como China borrará psicológicamente dos siglos de irrupciones extranjeras en su territorio, obligando a todos los países de su entorno a reaccionar.

Los enfrentamientos militares terrestres y marítimos son muy diferentes, lo que afecta sobre todo a las grandes estrategias necesarias para poder ganarlas ─o evitarlas. Los terrestres involucran a las poblaciones civiles, lo que convierte los derechos humanos en un elemento característico de los estudios sobre la de guerra. Los marítimos conciben el conflicto como un asunto clínico y tecnocrático, reduciendo la guerra a meras matemáticas, en marcado contraste con las batallas intelectuales que ayudaron a definir los conflictos anteriores.

La segunda Guerra Mundial fue una lucha moral contra el fascismo, la ideología responsable del asesinato de decenas de millones de no combatientes. La guerra fría fue una lucha moral contra el comunismo, una ideología igualmente opresiva que gobernó los vastos territorios conquistados por el ejército rojo. El período inmediatamente posterior a la guerra fría se convirtió en una lucha moral contra el genocidio en los Balcanes y África Central, dos lugares donde la guerra terrestre y los crímenes contra la humanidad no se pueden separar. Más recientemente, una lucha moral contra el islam radical ha llevado a Estados Unidos hasta los confines montañosos de Afganistán, donde tratar de forma humanitaria a millones de civiles es fundamental para el éxito del conflicto. En todos estos esfuerzos, la guerra y la política exterior se han convertido en materia de estudio no sólo para soldados y diplomáticos, sino también para los humanistas y los intelectuales. De hecho, la contrainsurgencia representa, por decirlo de alguna manera, una especie de culminación de la unión entre efectivos uniformados y expertos en derechos humanos. Este es el remate de la evolución de la guerra terrestre hacia la guerra total en la edad moderna.

Asia Oriental, o más precisamente el Pacífico Occidental, que se está convirtiendo rápidamente en el nuevo centro de actividad naval en el mundo, presagia una dinámica diferente. Probablemente producirá relativamente pocos dilemas morales como los que solían producirse en el siglo XX y principios del siglo XXI, con una remota posibilidad de guerra terrestre en la península de Corea como la excepción destacable. El Pacífico Occidental devolverá los asuntos militares al ámbito estricto de los expertos de defensa. No es solo porque estemos ante un ámbito naval, en el que los civiles no están presentes. También es debido a la naturaleza de los propios Estados en Asia oriental, que, como China, pueden ser muy autoritarios, pero, en la mayoría de los casos, no son extremadamente inhumanos o tiránicos.

La lucha por la supremacía en el Pacífico Occidental no conllevará necesariamente combates; gran parte de lo que ocurra sucederá de modo pausado y en el horizonte, en el vacío reino de los mares, con un tempo glacial acorde con la paulatina y sosegada adaptación al poder económico y militar que los Estados han consumado a lo largo de la historia. La guerra está lejos de ser inevitable, aunque la rivalidad es un hecho. Y si China y Estados Unidos gestionan con éxito la próxima entrega, Asia ─y el mundo─ serán más seguros y prósperos. ¿Qué puede ser más moral que eso? Recuerde: el realismo al servicio de los intereses nacionales, cuyo objetivo es evitar la guerra, es lo que ha salvado vidas a lo largo de la historia, mucho más que el intervencionismo humanitario.

AFP/Getty Images
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Asia Oriental es una inmensa y formidable extensión que se prolonga casi desde el Ártico hasta la Antártida ─desde el sur de las Islas Kuriles a Nueva Zelanda─ y se caracteriza por un conjunto de líneas de costa aisladas y extensos archipiélagos. Incluso teniendo en cuenta la forma en la que la tecnología ha comprimido las distancias, el mar actúa como una barrera defensiva frente a las agresiones, al menos en mayor medida que la tierra firme. El mar, a diferencia de la tierra, crea fronteras claramente definidas, lo que le otorga potencial para reducir el conflicto. Luego, hay que considerar la velocidad. Incluso los buques de guerra más rápidos viajan con lentitud en comparación [con los vehículos terrestres], pongamos a 35 nudos, reduciendo las posibilidades de que se produzcan errores de cálculo y dando a los diplomáticos más horas, incluso días de margen para reconsiderar las decisiones. Las fuerzas navales y aéreas no ocupan territorios al modo de las terrestres. Precisamente los mares de Asia oriental ─el centro de la producción global y del incremento de compras militares─ son la razón por la que el siglo XXI tiene mayores posibilidades que el XX de evitar grandes conflagraciones militares.

Naturalmente, el este asiático sufrió grandes conflagraciones militares en el siglo XX, que el mar no impidió: la guerra ruso-japonesa, el casi medio siglo de guerra civil en China que llegó con la lenta caída de la dinastía Qing, las diversas conquistas del Japón imperial; seguidas de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, la guerra de Corea, las guerras en Camboya y Laos y las dos de Vietnam, con participación de los franceses y los estadounidenses. El hecho de que la geografía de Asia Oriental sea principalmente marítima tuvo poco impacto en esas guerras, que en esencia eran conflictos de consolidación nacional o de liberación. Pero esa época, en su mayor parte, ha quedado atrás. Los ejércitos del Asia Oriental, en lugar de centrarse en el interior, con ejércitos de baja tecnología, están centrándose en el exterior, con marinas de guerra y fuerzas aéreas de alta tecnología.

En cuanto a la comparación entre la China de hoy y la Alemania previa a la Primera Guerra Mundial que muchos hacen, es errónea. Mientras que Alemania fue una potencia principalmente terrestre, debido a la geografía europea, el gigante asiático será una potencia esencialmente naval, debido a la geografía de Asia Oriental.

El Este asiático puede dividirse en dos áreas generales: el noreste asiático, dominado por la península de Corea, y el sureste asiático, dominado por el mar del Sur de China. El noreste pivota sobre el destino de Corea del Norte, un Estado totalitario aislado con escasas perspectivas en un mundo regido por el capitalismo y la comunicación electrónica. Si Corea del Norte implosionara, China, Estados Unidos, Corea del Norte y las fuerzas terrestres de Corea del Sur podrían encontrarse en la mitad norte de la península en lo que sería la madre de todas las intervenciones humanitarias, labrándose incluso sus respectivas esferas de influencia. Las cuestiones navales serían secundarias. Pero una eventual reunificación de Corea pronto las convertiría en asuntos de  primera fila, con una Gran Corea, China y Japón en un delicado equilibrio, separados por el mar de Japón, y el mar Amarillo y el Bohai. Aun así, puesto que Corea del Norte todavía existe, la fase de la guerra fría en la historia del noreste asiático no ha acabado y el poder terrestre podría llegar a dominar los titulares allí antes de que lo haga el poder marítimo.

El sureste, por el contrario, hace mucho tiempo que está en la fase de posguerra fría. Vietnam, que domina la orilla occidental del mar del Sur de China, es una apisonadora capitalista a pesar de su sistema político, que busca lazos militares más estrechos con Estados Unidos. China, consolidado como un Estado dinástico por Mao Zedong tras décadas de caos y convertida en la economía más dinámica del mundo por las liberalizaciones de Deng Xiaoping, está ejerciendo presión con su fuerza naval sobre lo que llama la "primera cadena de islas" del Pacífico Occidental. El gigante musulmán indonesio, después de soportar y poner fin a décadas de dictadura militar, está preparado para resurgir como una segunda India: una democracia estable y vibrante con el potencial de proyectar poder por medio de su floreciente economía. Singapur y Malaisia también están dando un salto económico, siguiendo el modelo de ciudad-Estado mercantil y a través de combinaciones diversas de democracia y autoritarismo. La imagen global es un conjunto de Estados que, dejando atrás sus problemas de legitimidad interna y construcción del Estado, están preparados para defender los que consideran sus derechos territoriales fuera de sus fronteras. Este movimiento colectivo hacia el exterior está localizado en la locomotora demográfica del planeta, pues es en el sureste asiático, con 615 millones de habitantes, donde convergen los 1.300 millones de chinos con los 1.500 millones de habitantes del subcontinente indio. Y el lugar de reunión geográfica de estos Estados y sus fuerzas armadas, es marítimo: el mar del Sur de China.

El mar del Sur de China enlaza los Estados del sureste asiático con el Pacífico Occidental, como la gargantade las rutas marítimas mundiales. Ese es el centro de la Eurasia marítima, salpicada por los estrechos de Malaca, la Sonda, Lombok y Makassar. Más de la mitad del volumen anual de mercancías transportadas por las flotas mercantes de todo el mundo pasa por estos cuellos de botella, y un tercio de todo el tráfico marítimo. El petróleo transportado a través del estrecho de Malaca, procedente del Océano Índico en dirección a Asia Oriental a través del mar del Sur de China, es seis veces mayor que la cantidad que pasa a través del Canal de Suez y 17 veces mayor que la que transita por el Canal de Panamá. Aproximadamente dos tercios del suministro energético de Corea del Sur; casi el 60% de los suministros de Japón y de Taiwan, y alrededor del 80% de las importaciones de crudo del Imperio del Centro llegan a través del mar del Sur de China. Además, este mar tiene reservas probadas de petróleo que suman 7.000 millones de barriles y alrededor de 900 billones de pies cúbicos de gas natural, un botín potencialmente enorme.

No son sólo la ubicación y las reservas energéticas lo que promete otorgar una importancia geoestratégica fundamental al mar del Sur de China, sino también las disputas territoriales larvadas que han rondado durante mucho tiempo estas aguas. Varias controversias refieren a las Islas Spratly, un miniarchipiélago situado en el sureste del mar del Sur de China. Vietnam, Taiwan y China reclaman todo o la mayor parte del mar del Sur de China, así como todos los conjuntos de islas Spratly y Paracel. En particular, Pekín sostiene una línea histórica: sitúa sus derechos sobre el corazón del mar del Sur de China en un gran anillo (conocido como "lengua de vaca") que abarca desde la isla china de Hainan en el extremo norte del mar del Sur de China hasta 1.200 millas de distancia de Singapur y Malaisia.

El resultado es que los nueve Estados bañados por el mar del Sur de China están más o menos enfrentados con Pekín y por lo tanto, dependen del apoyo diplomático y militar de EE UU. Este cruce de reivindicaciones territoriales puede hacerse aún más agudo a medida que el vertiginoso crecimiento de la demanda energética de Asia ─se espera que el consumo de energía se haya duplicado en 2030, con la mitad del incremento originado por China─ haga del mar del Sur un garante aún más central de la solidez económica de la región. En realidad, este mar es cada vez más un campamento armado, a medida que los rivales con reivindicaciones territoriales construyen y modernizan sus marinas de guerra, aun cuando las escaramuzas por las islas y los arrecifes se hayan prácticamente terminado en las últimas décadas. China ha confiscado hasta ahora 12 elementos geográficos, Taiwan uno, Vietnam 25, Filipinas ocho y Malaisia cinco.

La propia geografía china orienta al gigante a mirar al sur, hacia una cuenca acuífera formada, en el sentido de las agujas del reloj, por Taiwan, Filipinas, la isla de Borneo dividida entre Malaisia e Indonesia (así como el pequeño Brunei), la península malaya dividida entre Malaisia y Tailandia, y la larga y serpenteante costa de Vietnam: todos ellos Estados débiles en comparación con China. Como el mar Caribe, salpicado por pequeños Estados insulares y envuelto por un Estados Unidos de tamaño continental, el mar del Sur de China es un evidente teatro de operaciones para la proyección del poder chino.

De hecho, la posición de China en este espacio marítimo es en muchos aspectos similar a la posición de EE UU frente al Caribe, de similar tamaño, en el siglo XIX y principios del XX. Estados Unidos reconoció la presencia y las reivindicaciones de las potencias europeas en el Caribe, pero trató de dominar la región. Fue la Guerra hispano-estadounidense de 1898 y la excavación del Canal de Panamá entre 1904 y 1914 lo que marcó el ascenso de EE UU a potencia mundial. El dominio de la Gran Cuenca del Caribe, además, dio a Washington el control efectivo del hemisferio occidental, lo que le permitió influir en el equilibrio de poder en el hemisferio oriental. Y hoy China se encuentra en una situación similar en el mar del Sur de China, una antecámara del Océano Índico, donde Pekín también desea tener presencia naval para proteger sus suministros de energía de Oriente Medio.

Pero algo más profundo y más emocional que la geografía impulsa al Imperio del Centro hacia adelante en el mar del Sur de China y en el Pacífico: me refiero a la desintegración parcial de China por las potencias occidentales en el pasado relativamente reciente, después de haber sido durante milenios una gran potencia y civilización mundial.

En el siglo XIX, cuando la dinastía Qing se convirtió en el hombre enfermo de Asia Oriental, China perdió gran parte de su territorio a manos de Gran Bretaña, Francia, Japón y Rusia. En el siglo XX llegó la sangrienta conquista japonesa de la península de Shandong y Manchuria. Todo esto se añadió a las humillaciones impuestas a Pekín por los acuerdos de extraterritorialidad de los siglos XX y XIX, mediante los cuales los países occidentales le arrebataron el control de ciertas partes de las ciudades chinas, los llamados "tratados de puertos". En 1938, según afirma el historiador de la Universidad de Yale Jonathan Spence en The Search for Modern China  (La búsqueda de la China moderna), debido a estos expolios, así como a la guerra civil, había incluso un temor latente a que “China estuviera a punto de ser desmembrada, a que dejara de existir como nación y que los cuatro mil años de su historia terminaran de forma brusca”. La necesidad del gigante asiático de expandirse constituye un aviso de que no volverá a permitir que los extranjeros se aprovechen de ella.

Del mismo modo que el suelo alemán fue el frente militar de la guerra fría, las aguas del mar del Sur de China constituyen el frente militar de las próximas décadas. A medida que la marina china se haga más fuerte y sus reivindicaciones en este mar entren en contradicción con las de otros Estados ribereños, estos se verán obligados a desarrollar más su capacidad naval. También tomarán una posición más clara contra Pekín al depender cada vez más de la marina de guerra de Estados Unidos, cuya fuerza probablemente ha tocado techo en términos relativos, a pesar de que tenga que desviar recursos considerables hacia Oriente Medio. El multilateralismo internacional ya es una característica de la diplomacia y de la economía, pero el mar del Sur de China podría indicarnos qué supone en la práctica el multilateralismo en un sentido militar.

No hay nada romántico en este nuevo frente, vacío de batallas morales. En los conflictos navales, a menos que haya bombardeos a tierra, no hay víctimasper se; tampoco hay un enemigo filosófico al que enfrentarse. No es probable que se produzca nada similar a la limpieza étnica   en este nuevo campo central de operaciones. China, aparte de sus sufridos disidentes, no da la talla para ser objeto de la ira moral. El régimen chino se percibe sólo como una versión light del autoritarismo, con una economía capitalista y poca ideología oficial de la que se pueda hablar. Además, tiene más posibilidades de volverse una sociedad abierta que una cerrada en los próximos años. En lugar de fascismo o militarismo, China ─junto con otros Estados de Asia Oriental─ se define cada vez más por la persistencia del nacionalismo de viejo cuño: una idea, sin duda, pero que no resulta atractiva para los intelectuales desde mediados del siglo XIX. E incluso aunque el país se vuelve más democrático, su nacionalismo, probablemente, no hará sino aumentar, como determina con claridad cualquier encuesta informal que sondee las opiniones de sus relativamente libres ciudadanos de la Red.

A menudo pensamos en el nacionalismo como un sentimiento reaccionario, una reliquia del siglo XIX. Pero el nacionalismo tradicional es la fuerza principal que impulsa la política en Asia, y seguirá haciéndolo. Éste está llevando al crecimiento de los ejércitos de la región ─especialmente de las fuerzas armadas navales y aéreas, para defender su soberanía y reivindicar los recursos naturales en disputa. No hay en ello ningún encanto filosófico. Se trata de la fría lógica del equilibrio de poder. Si el frío realismo, aliado con el nacionalismo, tiene un hogar geográfico, está en el mar del Sur de China.

Cualquier drama moral que tenga lugar en Asia Oriental tomará, así, la forma de una política austera de poder de las que suelen dejar pasmados a muchos intelectuales y periodistas. Como Tucídides dijo en su memorable relato sobre el sometimiento de los antiguos atenienses de la isla de Melos, "los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben". En el relato que se haga del siglo XXI, con China en el papel de Atenas como la potencia marítima regional preeminente, los débiles seguirán sometidos. Pero así son las cosas. Esa es la estrategia no declarada de Pekín, y los países más pequeños del sureste asiático podrían unirse a Estados Unidos para evitar esta suerte. Pero no habrá matanzas.

El mar del Sur de China presagia un tipo de conflicto distinto a los que estamos habituados. Desde principios del siglo XX, nos han traumatizado los enfrentamientos convencionales terrestres masivos, por un lado, y pequeñas y sucias guerras irregulares, por otro. Debido a que ambos tipos de conflictos producían bajas masivas de civiles, la guerra ha sido un tema de estudio para los humanistas y los generales. Pero en el futuro sólo podrá verse una forma más pura de conflicto, limitada al ámbito naval. Se trata de un escenario positivo. Los conflictos no pueden eliminarse por completo de la condición humana. Un trasunto de los Discursos a la década de Tito Livio, de Maquiavelo, es que el conflicto, controlado correctamente, tiene más probabilidades de conducir a un progreso humano que una estricta estabilidad. Un mar repleto de buques de guerra no es óbice para que haya una época de gran promesa para Asia. A menudo, la inseguridad genera dinamismo.

¿Pero se pueden controlar adecuadamente los conflictos en el mar del Sur de China? Hasta ahora, mi argumento presupone que no estallará una guerra generalizada en la zona y que, al contrario, los países se contentarán con tomar posiciones en alta mar con sus barcos de guerra y, al tiempo, reivindicarán y competirán por los recursos naturales y quizá incluso acordarán una distribución justa de estos. Pero ¿y qué pasaría si China, contra todas las tendencias marcadas por las pruebas, invade Taiwan? ¿Y si China y Vietnam, cuya intensa rivalidad se remonta muy atrás en la historia, se declaran la guerra como lo hicieron en 1979, esta vez con armas? Porque no solo Pekín está reforzando enormemente sus fuerzas militares; los países del sureste asiático también lo están haciendo. Sus presupuestos de defensa han aumentado alrededor de un tercio en la última década, aun cuando se han reducido los presupuestos de defensa europea. Las importaciones de armas de Indonesia, Singapur y Malaisia han subido un 84%, un 146% y un 722%, respectivamente, desde 2000. El gasto va a parar a plataformas navales y aéreas: buques de guerra de superficie, submarinos con sistemas avanzados de misiles, y aviones de combate de largo alcance. Recientemente, Vietnam desembolsó 2.000 millones de dólares en seis novedosos submarinos rusos de tipo Kilo y mil millones de dólares en aviones de combate rusos. Malaisia acaba de abrir una base de submarinos en Borneo. Mientras Estados Washington estaba distraído por  guerras terrestres en el Gran Oriente Medio, el poder militar ha ido trasladándose de forma discreta de Europa a Asia.

Estados Unidos garantiza el incómodo statu quo en el mar del Sur de China con su presencia, confinando las agresiones de China básicamente a sus mapas y vigilando a los diplomáticos y a la marina de guerra chinos (aunque eso no quiere decir que EE UU actúe con decencia y Pekín sea automáticamente malvada). Lo que Estados Unidos proporciona a los países de la región del mar del Sur de China no es tanto el hecho de su virtud democrática como el hecho de su pura fuerza. Es el propio equilibrio de poder entre EE UU y China lo que, en última instancia, mantiene libres a Vietnam, Taiwan, Filipinas, Indonesia, Singapur y Malaisia, capaces de ejercer una gran presión unos con otros. Y dentro de ese espacio de libertad, el regionalismo puede surgir como una potencia en sí misma, personalizada en la ASEAN (Asociación de Naciones del Sureste Asiático). Sin embargo, esta libertad no puede darse por sentada. Pues el constante y tenso enfrentamiento entre Washington y Pekín, que se extiende a una compleja variedad de asuntos comerciales desde la reforma monetaria a la seguridad cibernética pasando por la inteligencia, amenaza con evolucionar a favor del gigante asiático en Asia Oriental, debido en gran parte a la centralidad geográfica de China en la región.

La recapitulación más completa del nuevo panorama geopolítico de Asia no ha llegado de Washington ni de Pekín, sino de Canberra. En un artículo de 74 páginas publicado el año pasado, titulado ‘El poder se desplaza [Power Shift]: el futuro de Australia entre Washington y Pekín’, Hugo White, profesor de estudios estratégicos en la Universidad Nacional de Australia, describe su país como la potencia del statu quo por excelencia, una potencia que desea que las cosas sigan exactamente como están en Asia y que China siga creciendo para que Australia pueda comerciar más y más con ella, y que EE UU siga siendo "la potencia más fuerte en Asia" y el "máximo protector de Australia". Pero como escribe White, el problema es que ninguna de estas cosas puede continuar. Asia no puede continuar cambiando económicamente sin cambiar política y estratégicamente. Por supuesto, el gigante económico chino no se aceptará con la primacía militar estadounidense en la región.

¿Qué quiere China? White postula que los chinos pueden desear tener en Asia un imperio al nuevo estilo que Washington instauró en el hemisferio occidental tras asegurar el dominio sobre la cuenca del Caribe (como Pekín espera hacerlo algún día sobre el mar del Sur de China). Este estilo de imperio, en palabras de White, dejaba “más o menos libres” a los vecinos de Estados Unidos “para gobernar sus propios países", aunque Washington insistiera en que sus puntos de vista tenían "plena validez" y gozaban de preferencia sobre los de potencias externas. El problema de este modelo es Japón, que probablemente no aceptaría una hegemonía china, por muy suave que fuese. Eso nos deja el modelo de concierto europeo, en el que China, India, Japón, Estados Unidos y quizás uno o dos países más se sienten como iguales a la mesa del poder asiático. ¿Pero aceptaría EE UU un papel tan modesto, habiendo asociado la estabilidad y prosperidad de Asia con su propia primacía? White sugiere que, ante el creciente poder de China, el dominio estadounidense podría significar, de ahora en adelante, inestabilidad para Asia.

El dominio de Washington se basa en la noción que puesto que China es autoritaria dentro de sus fronteras, actuará "de forma inaceptable en el extranjero". Pero puede que no sea así, afirma White. El gigante asiático se concibe como una potencia benigna, no hegemónica, que no interfiere en las filosofías nacionales de otros Estados del modo en que lo hace Estados Unidos, con su moral metomentodo. Porque China se ve como el Imperio del Centro; la base de dominio es su inherente centralidad en la historia del mundo, y no un sistema que pretenda exportar.

En otras palabras, Estados Unidos en lugar de China, podría ser el problema en el futuro. Puede que nos preocupe demasiado la naturaleza interna del régimen chino e intentemos limitar el poder de China en el extranjero porque no nos gustan sus políticas internas. Sin embargo, el objetivo de Washington en Asia debería ser el equilibrio, no la dominación. Precisamente porque el poder duro sigue siendo la clave de las relaciones internacionales, debemos dejar espacio para el auge de China. Estados Unidos no necesita aumentar su poderío naval en el Pacífico Occidental, pero no puede permitirse reducirlo considerablemente.

La pérdida de un grupo de ataque de portaaviones estadounidenses en el Pacífico Occidental debido a recortes presupuestarios o a un redespliegue en Oriente Medio podría provocar intensas discusiones en la región sobre un declive estadounidense y la consiguiente necesidad de hacer las paces con China y alinearse con ella. La situación óptima es mantener la presencia naval y aérea de EE UU más o menos en el nivel actual, aunque la superpotencia haga todo lo posible para forjar lazos cordiales y predecibles con China. De este modo, EE UU puede adaptarse con el tiempo a una flota marítima china. En los asuntos internacionales, bajo las cuestiones morales subyacen las relacionadas con el poder. La intervención humanitaria en los Balcanes fue posible sólo porque el régimen serbio era débil, a diferencia del régimen ruso, que estaba cometiendo atrocidades a una escala similar en Chechenia sin que Occidente hiciera nada. En el Pacífico Occidental en las próximas décadas, lo moral puede ser renunciar a algunos de nuestros ideales más queridos por el bien de la estabilidad. ¿Cómo si no vamos a hacer sitio a una China quasi autoritaria a medida que sus fuerzas armadas se expandan? Con frecuencia, el equilibrio de poder es en sí mismo la mejor salvaguarda de la libertad, incluso en mayor medida que los valores democráticos de Occidente. Y esta es una lección que sacaremos del mar del Sur de China en el siglo XXI –otra más que los idealistas no quieren escuchar.