Yo le llamo mi Rey. Nadie me ha dado el permiso correspondiente, pero yo estoy enamorada en secreto. Más alto que los otros, camina mi Rey, camina ese hombre, al que yo veo siempre algo lejano de los mortales. Es una persona diferente a todas. Es –cómo diría yo– lo más parecido que hay a un rey, suponiendo que hubieran existido esas figuras del Poder que, si hemos de creer a nuestros historiadores, caminaron por el mundo durante siglos hasta extinguirse a finales del XXII. Camina mi adorado Rey tan erguido que no creo que haya reparado en mí, tan floja y absurda y tan enana. Un día por semana, entro en el Museo Kcic, donde trabaja de guía. Y voy a las salas donde mi enamorado reina. Y allí escucho cómo cuenta a los visitantes qué fue la cultura francesa.

Se nota por su misma forma de hablar que sabe perfectamente que es muy incierto lo que conocemos de esa civilización de la Antigüedad y que es tan escasa la información que nos ha llegado que nos resulta difícil hacer la reconstrucción de esa cultura, y que lo mismo sucede con las otras civilizaciones que exhiben en las salas del Kcic: las culturas china, etrusca, papú y bostoniana. Es un museo adorable el Kcic, eso nadie lo discute. Pero de una imperfección grandiosa. Porque a nadie se le escapa que antes del gran Colapso Mundial, del que pronto se cumplirán cinco siglos, hubo una infinidad de civilizaciones y desde luego fueron muchas más de cinco. Y el problema estriba en que no quedó nada de ellas, salvo los restos de estas cinco, con las que ahora nos apañamos como podemos. Pero son insuficientes a todas luces para saber algo del pasado y, además, para colmo, los supuestos restos de esas cinco civilizaciones no está claro que pertenecieran precisamente a ellas, hay serias dudas acerca de la rigurosidad de las clasificaciones y catálogos realizados por nuestros frívolos y oportunistas sabios de la última generación. Por poner un solo ejemplo, los látigos de cuero que mi apuesto y adorado Rey presenta como iconos máximos de la cultura francesa no acabo de creer que pertenecieran a esa civilización, mientras que en cambio esas botellas de champagne que aparecen catalogadas dentro del muestrario de la “profunda tradición religiosa china” yo diría que más bien pudieron pertenecer a la cultura francesa, ya que no me parece casual que la palabra champagne aparezca reiteradamente en los tres únicos libros –los tres de la abadesa Françoise Sagan– que se han podido conservar de la cultura francesa.

Un día por semana, me dejo caer por el Kcic y espío cómo mi Rey enseña los restos de la civilización francesa y cómo trata de resumir en veinte minutos a los visitantes del día todo lo que sabe –bien poco– de esa remota cultura. El espectáculo sería patético, si no fuera porque mi adorado Rey no tiene culpa alguna de contar con tan escaso material para sus cábalas históricas. Y, además, quiero creer que es consciente de su ignorancia. Le espío un día por semana y me parece verle sufrir particularmente cuando muestra ese cuadro del pintor Vermeer que representa el interior de una casa de Cadakés, legendaria ciudad situada en la costa sur francesa, en cuyo puerto, Port Lligat, parece ser que había una de las siete maravillas de la Humanidad, la estatua de un estudiante con el puño en alto, una estatua erigida para celebrar la revolución del Mayo francés. Pero, ¿qué clase de revolución pudo ser esa? Mi Rey no lo sabe, no lo sabe nadie. Y un estudiante con un puño en alto a nosotros no nos indica más que eso: que un estudiante llevaba el puño en alto. Y eso es todo. Todo tipo de especulaciones que se han hecho en torno a la revolución y al puño han sido hasta ahora sólo eso, meras especulaciones. Me temo que nunca se sabrá qué fue Mayo del 68 y si esa revolución pertenece a la cultura francesa o bien –como sospechan algunos– a la civilización china.

Me temo que nunca se sabrá qué fue Mayo del 68 y si esa revolución pertenece a la cultura francesa o bien -como sospechan algunos- a la civilización china

Pero es que para colmo no se sabe si realmente existió esa estatua del estudiante –Hércules C. Bendit, su supuesto nombre– del puño en alto. Y a mi Rey, además, se le nota que no está nada convencido de que hubiera existido esa estatua y aún menos del dibujo electro-distóxico que han hecho de ella para dar verosimilitud a la fabulación. ¿Contra que se rebelaron estudiantes en ese Mayo francés que parece vertebrar toda la cultura de esa civilización antigua, suponiendo que ese mayo pertenezca a la cultura francesa? ¿Quiénes eran los estudiantes apelli – dados Renault, Cleon, Flins, Platón, Sócrates, Heráclito, Le Mans y Boulogne Billancourt? ¿Y por qué destacaron por encima de todos los otros estudiantes? ¿Qué hicieron? ¿Cuál son sus conexiones con la civilización de Papúa? ¿Llegaron alguna vez a ser lo mismo Papúa y Francia? ¿Tuvo en realidad el Mayo del 68 lugar en Papúa? Preguntas que nunca resolveremos, pues nos movemos en la oscuridad más hiriente.

Pero mi Rey no pierde nunca la compostura ni la dignidad y muestra cada día su ignorancia de guía con una serenidad y resignación admirables. Es mi hombre. Yo estoy enamorada de él. Mantiene como nadie el tipo y da diez veces al día su versión de la historia de la cultura francesa y cita siempre, impertérrito, los nombres de los sucesivos gobernadores del flanco de Action, al sur de Perpignan: De Gaulle, Nanterre, François Mauriac.

La inseguridad de mi pobre Rey es lo que más me enamora. Me encanta muy especialmente cuando muestra esa fotografía del viejo Parque Natural de Sarkozy y, por primera y única vez en su exposición pública, se permite dudar de lo que explica y tímidamente sugiere que tal vez, en lugar de un parque francés, esté en realidad mostrando un fragmento de la Muralla China, otra de las supuestas siete maravillas del mundo de nuestra Antigüedad tan dolorosamente perdida. Precisamente porque mi Rey sufre por su ignorancia, yo confirmo mi amor por él semana tras semana. Y vivo con la esperanza de que un día se dé cuenta de que le quiero, y entonces me diga algo, qué sé yo, que me pregunte, por ejemplo si sé qué fue el Mayo francés. Que me hable, aunque sólo sea para darme alguna de esas informaciones que el pobre maneja y que seguro que están equivocadas. Que me diga cualquier palabra que yo pueda interpretar como una palabra de amor. Que me diga la palabra mayo, por ejemplo. Eso sólo ya bastaría.