Dos décadas después, Estados Unidos sigue sin tener un plan.

En los últimos días de su presidencia, con escasa planificación e incluso sin haber pensado mucho en ello, George H. W. Bush envió 28.000 soldados estadounidenses en apoyo de una misión humanitaria a un país desventurado que carecía de importancia estratégica para Estados Unidos. Aquel noble proyecto acabó, por supuesto, en el fracaso conocido como “Black Hawk Down”. Somalia no era el primer Estado fallido de la historia, pero sí fue el primero cuyo fracaso pretendió abordar EE UU.

Hoy, después de tres gobiernos norteamericanos, dos secretarios generales de la ONU y 18 años, Somalia cuenta con una furiosa insurgencia islamista, un Ejecutivo que no controla más que unas cuantas calles, y unas fuerzas de paz de la Unión Africana que no tienen ninguna paz que mantener. Y este año, una vez más, ocupa el primer lugar del Índice de Estados fallidos de Foreign Policy y el Fondo para la Paz, prueba de la persistencia de la patología de Estado y de la debilidad de los poderes que puede ejercer la comunidad mundial.

Barack Obama tomó posesión con una conciencia clara, quizás extraordinaria, del problema de los Estados fallidos, pero su Administración no ha desarrollado todavía una política explícita sobre el tema, ni mucho menos ha incrementado su capacidad de ayudar a estos pacientes tan gravemente enfermos. Obama tiene una percepción intuitiva de los problemas transnacionales del mundo tras la guerra fría: la proliferación nuclear, el calentamiento global, las pandemias. Lo mismo ocurre con los Estados fallidos. En un discurso de agosto de 2007, durante los primeros meses de su campaña presidencial, Obama afirmó que “casi 60 países” que “no pueden controlar sus fronteras o su territorio ni cubrir las necesidades básicas de sus habitantes” constituían no sólo un dilema moral sino un reto de seguridad para Occidente. El candidato Obama prometió “hacer retroceder la marea de desesperación que engendra el odio” ayudando a los Estados fallidos a establecer principios de buen gobierno y el imperio de la ley, duplicando la ayuda exterior para atacar la pobreza, estableciendo un fondo de 2.000 millones de dólares (1.630 millones de euros) para educación, “con el fin de servir de contrapeso a las madrazas radicales que han llenado las mentes jóvenes con mensajes de odio”, y abriendo “casas de América” por todo el mundo islámico.

 

 

La premisa de que los atentados terroristas del 11S habían convertido a los Estados débiles no sólo en un problema moral sino en un asunto de seguridad nacional no era nada nuevo; fue un axioma central de la política exterior del presidente George W. Bush después de los atentados (e incluso del presidente Bill Clinton, en la época anterior, que ya había dicho que los Estados en proceso de desintegración eran una amenaza contra el nuevo orden mundial democrático y de libre mercado). Pero el énfasis de Obama en el desarrollo económico y social era muy distinto de la belicosidad del cambio de régimen y las esperanzas grandilocuentes de la Agenda de la Libertad de Bush. Es verdad que, como presidente, Obama ha buscado más fondos para la ayuda al desarrollo, pero los conflictos de Afganistán e Irak han monopolizado gran parte de su atención. Casi todas las demás promesas siguen en el punto de partida, si es que están en algún lado.

En el plano intelectual más básico existe una tensión no reconocida en la idea del Gobierno de Obama sobre el tema. El presidente ha afirmado que ocuparse de la pobreza y de la miseria de la gente en lugares lejanos beneficia los intereses nacionales de EE UU. Pero sus argumentos se limitan, como los de Bush, a la amenaza del terrorismo, y no tiene gran cosa que decir, por ejemplo, sobre el peligro que representan los Estados fallidos para sus vecinos más estables. Y lo mismo ocurre con otros miembros de la Administración. En el número de mayo/junio de Foreign Affairs, el secretario de Defensa Robert Gates alega que, ya que los terroristas tienen sus bases sobre todo en Estados débiles, “ocuparse de esos Estados fracturados o fallidos es, en muchos aspectos, el principal reto de seguridad de nuestra época”. ¿Pero dónde deja eso a la República Democrática del Congo (número 5 en la lista de FP), a Costa de Marfil (número 12) o a Birmania (número 16), cuyos habitantes, condenados y sin esperanza, no parece que vayan a empuñar las armas contra Occidente?

Aunque no existe una política explícita, ha empezado a aparecer una estrategia implícita. AnneMarie Slaughter, directora de planificación estratégica del Departamento de Estado, dice que Afganistán es “la placa de Petri” de la estrategia del Gobierno para los Estados fallidos. Se refiere a la adopción de un plan de construcción nacional que coloque el desarrollo, que debe interpretarse como la construcción de la capacidad de gobernar, en pie de igualdad con la seguridad. “Ése es el cambio”, dice. “Se da mucha importancia no sólo a la tarea de proporcionar servicios, que se lleva a cabo a través de contratistas y de ONG, sino a capacitar al Gobierno para que sea él el que ofrezca los servicios”.

Tiene lógica considerar que Afganistán es el nuevo modelo para la política estadounidense sobre los Estados fallidos. Afganistán no sólo es el problema más grave de ese tipo que afronta este Gobierno, sino también el laboratorio en el que más ha experimentado. Es también el Estado fallido en el que se ha volcado un torren te de dinero, un total de 300.000 millones de dólares desde el comienzo de la guerra. Estados Unidos está triplicando la presencia de civiles en aquel país y dispersándolos, fuera de Kabul, por las capitales de provincias y de distritos. El objetivo, dice Slaughter, es convencer a los afganos de que merece la pena defender a su Gobierno. Pero Afganistán es muy complicado. La construcción nacional es prácticamente imposible en medio de una feroz insurgencia, como aprendió EE UU en Irak. Y hacerlo a toda velocidad, mientras se avecina la retirada de tropas, es todavía peor.

Affgganistán es uno de esos lugares en los que la marea de desesperación engendra el odio. Pero Slaughter dice que Haití también debería ser un modelo de la política del Gobierno. Cuenta que, tras el terremoto del 12 de enero, la Administración de Obama comprendió que Haití necesitaba ayuda en materia de seguridad y desarrollo y que las inversiones tenían que impulsar la capacidad de los propios haitianos. Además, EE UU tiene que colaborar con socios como los brasileños, sobre todo, que constituyen el núcleo de las fuerzas de paz de la ONU en el país. En Haití, como en Yemen, han de trabajar con los vecinos (en este caso, Arabia Saudí), otros donantes y diversos organismos regionales y multinacionales. La diplomacia es un elemento indispensable de la reacción ante los Estados frágiles. De hecho, es posible que Yemen, hoy considerado un semillero de terroristas, se convierta en el próximo laboratorio del Gobierno norteamericano.

 

Ser el número uno: “la mejor forma de vencer al terrorismo y a la piratería es llenar el vacío en el que crecen, es decir, la ausencia de la autoridad del Estado y de la capacidad del gobierno”. PRIMER MINISTRO DE SOMALIA, OMAR SHARMARKE  

De modo que ésa es la estrategia, al menos en su forma incipiente. En este asunto, como en otros, los miembros de la Administración de Obama suelen alegar sus credenciales intelectuales para pedir paciencia: han reflexionado mucho sobre estas cuestiones. Les importan mucho. Están yendo en la buena dirección. Todavía es pronto. Todo eso es verdad –como ejemplo, la embajadora estadounidense ante Naciones Unidas, Susan Rice, dirigió un proyecto de la Brookings Institution sobre Estados fallidos, y la asesora de la Casa Blanca, Samantha Power, escribió un libro sobre el genocidio–, pero la fe empieza a flaquear. Un alto cargo de una ONG que trabaja en algunos de estos Estados dice: “Creo que este grupo llega con una visión muy distinta, pero no veo un gran cambio de política que refleje ese cambio de mentalidad”.

Para arreglar los Estados fallidos no sólo es necesario un plan coherente, sino comprometer mucho dinero, mucha gente y mucho tiempo. Debe haber gente sobre el terreno, pero ¿quiénes? Cuando la Casa Blanca decidió llevar a cabo el “refuerzo” civil en Afganistán, no había suficientes expertos civiles a los que pudieran recurrir el Departamento de Estado y la Agencia de Ayuda Internacional Estadounidense (USAID). Se limitaron a contratar a los que encontraron con capacidad y deseos de ir un año allí, y luego los colocaron en los puestos necesarios.

En teoría, todos esos expertos deberían existir. En 2004, el Gobierno de Bush venció su rechazo ideológico a la construcción nacional y creó la Oficina del Coordinador para la Reconstrucción y la Estabilización (S/CRS), con sede en el Departamento de Estado. La idea, según el experto del US Institut for Peace, Robert Perito, era un solo “grupo de mando y control”, para que la respuesta civil ante un desastre natural o una crisis pudiera ser tan rápida y coordinada como la militar, pero no salió bien. La S/CRS se convirtió en un huérfano burocrático; su primer responsable, Carlos Pascual, ahora embajador de EE UU en México, dimitió indignado. La oficina obtuvo fondos de emergencia del Pentágono, pero no tuvo presupuesto propio hasta 20082009. Su director actual, John Herbst, trabaja en gran parte al dictado de los poderosos jefes regionales del Departamento.

Con todo, a pesar de que tiene una categoría inferior en el organigrama, la S/CRS se ha vuelto operativa. La oficina dirige el Cuerpo de Respuesta Civil, que está formado por una fuerza activa, lista para ser enviada al extranjero en 48 horas, y una fuerza en espera que trabaja en otros lugares de la Administración federal y está a disposición de la S/CRS uno de cada cuatro años. La oficina cuenta con más de 100 miembros del primer grupo y unos 800 del segundo, aunque está autorizada a tener 260 y 2.000 miembros, respectivamente. Todd Calongne, su portavoz, define la S/CRS como “las fuerzas especiales de la Administración civil de Estados Unidos”. En un almacén de Springfield, Virginia, la oficina tiene lo que Calongne llama “una embajada en una maleta”, con equipos de comunicaciones vía satélite, vehículos blindados o tiendas.

Pero la fuerza de respuesta no está lista del todo. Herbst dice que Richard Holbrooke le pidió entrevistarse cuando le nombraron (a Holbrooke) representante especial para Afganistán y Pakistán. “Quería saber qué podíamos hacer”, recuerda Herbst, que tuvo que explicar: “No podíamos aportar mucho personal a sus operaciones”. Lo que sí hizo fue elaborar los planes que rigen las relaciones entre los civiles y los militares en los mandos regionales y en los equipos provinciales de reconstrucción; Calongne dice que se ha enviado a Afganistán y a Pakistán a más de 75 expertos en comunicaciones, planificación, valoración de conflictos y el imperio de la ley. Un miembro del equipo de Holbrooke me dijo: “Han tenido un papel sustancial, pero dentro de las directrices y de la política elaboradas por esta oficina”. Algunos funcionarios hablan de que Sudán, que podría partirse en dos después del referéndum de enero, será la primera crisis que la S/CRS aborde desde el principio. La oficina tiene ya a cinco personas en el país, y cuatro más que trabajan con el enviado especial Scott Gration en Washington.

Dada su dimensión modesta y su posición, la S/CRS sólo puede ser parte de una posible respuesta. El candidato más evidente para asumir la responsabilidad es USAID. Pero la agencia, reducida hoy a sólo 8.000 miembros, hace poco más que administrar contratos que ponen en práctica empresas privadas. Obama y la secretaria de Estado Hillary Clinton reconocen la necesidad de que exista una fuerza operativa civil, y se han comprometido a revitalizarla. Su nuevo administrador, Rajiv Shah, tendrá autorización para contratar a 1.000 nuevos empleados, y quizá obtenga un puesto en las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional. Pero la agencia es, según muchos, una reliquia precavida y mastodóntica, poco preparada para lidiar con el turbulento mundo de los Estados en desintegración; quizá se tarde más en cambiar la cultura de USAID que su estructura. Y, como dice Perito, “es muy difícil tener una política respecto a los Estados frágiles si no se tiene un organismo de desarrollo que funcione”.

Los Estados fallidos son importantes. Ése es tal vez el cambio más decisivo desde que George Bush padre envió a los marines a Somalia o Bill Clinton se debatió sobre si actuar en los Balcanes, donde, como dijo James Baker: “No se nos ha perdido nada”. Los intereses de EE UU son ya inseparables de los de países lejanos. Pero su interés en el bienestar de Somalia no hace que los problemas sean más fáciles de curar. La extraordinaria constancia del Índice de Estados fallidos sirve de reproche a la fe despreocupada de los estadounidenses en el progreso y en su capacidad de resolver los problemas del mundo. Al Gobierno de Obama, que se especializa en reflexionar mucho sobre los problemas difíciles, le falta todavía mucho para hacerse con éste.