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El presidente de Sudán del Sur, Salva Kiir, junto al líder de la oposición Riek Machar, posan frente a los medios tras el encuentro para tratar el proceso de paz en Juba, Sudán del Sur. (MAJAK KUANY/AFP via Getty Images)

¿Ha llegado realmente la paz al país? He aquí las claves para entender el conflicto que asola a Sudán del Sur y cuáles son las causas y los retos futuros.

El horror de la guerra más sangrienta de nuestros días podría haber terminado. El 22 de febrero, el presidente de Sudán del Sur, Salva Kiir, tendió su mano al ex vicepresidente Riek Machar para formar un gobierno de coalición. A pesar de la solemnidad del evento, en una habitación repleta de diplomáticos de todo el mundo, hubo abrazos, apretones de manos, aplausos y sonrisas entre los dos antiguos adversarios. “Quiero asegurar al pueblo que trabajaremos juntos para poner fin a su sufrimiento”, dijo Machar.

A pesar de las promesas de paz, muchos sursudaneses miran este acuerdo con desconfianza. No es la primera vez que Kiir y Marchar les decepcionan; tampoco han olvidado el dolor del conflicto.

La noche del 15 de diciembre de 2013, el sonido de las armas de estos dos hombres retumbando en las calles de Juba, la capital de Sudán del Sur, destrozó las esperanzas de millones de personas. A la mañana siguiente, después de muchas horas de disparos, confusión y arrestos aleatorios en la oscuridad, el presidente Kiir apareció en todas las televisiones vestido con un uniforme militar y un semblante serio: los soldados aliados con el ex vicepresidente Machar habían atacado los cuarteles generales del Ejército. ¿Un golpe de Estado? No estaba claro. Otros señalaron a los militares leales al presidente como los culpables de esos combates. En cualquier caso, los sursudaneses, que creían que habían despertado para siempre de una pesadilla de cuatro décadas, comprendieron que estaban equivocados: la guerra había regresado a su país. Desde entonces, al menos 400.000 personas han muerto por culpa del conflicto, 3,67 millones de ciudadanos han abandonado sus hogares y las élites políticas han firmado varios acuerdos que nunca detuvieron los combates.

 

¿La guerra ha terminado?

En las entrañas de uno de los hoteles más lujosos de Juba, A., un cocinero sursudanés, escuchó por la radio el evento en el que Kiir y Machar cerraron el acuerdo de paz. Estaba cocinando para algunos de los diplomáticos extranjeros sentados en esa sala:

—Es imposible conocer lo que esa gente esconde dentro de sus corazones —suspiró sin rencor, con una actitud resignada, como si hubiese concluido que cualquier otra opción era imposible.

La gente de Juba observa con recelo los vehículos de los militares, que durante estos días son más numerosos de lo habitual en las calles de la ciudad. De acuerdo con las autoridades, en los cuarteles de los alrededores se han establecido miles de exsoldados partidarios de Machar. Están preparados para su reintegración en el Ejército. Las Fuerzas Armadas tienen por delante una tarea titánica: deben unificar a alrededor de 83.000 combatientes.

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Un grupo de soldados entrenan durante una sesión del programa de reconciliación de la Misión de Naciones Unidas en Sudán del Sur (UNMISS). (TONY KARUMBA/AFP via Getty Images)

Las imágenes de Kiir y Machar estrechando sus manos delante de las cámaras no son una novedad. Sus pactos anteriores terminaron en papel mojado. Pero en esta ocasión, Alan Boswell, analista del Internacional Crisis Group, destaca algunas diferencias importantes. Por una parte, Machar se ha desprendido por primera vez de una milicia de soldados leales que cubría sus espaldas mientras estaba en Juba. Por otro lado, el presidente Kiir admitió la eliminación de los estados que creó a partir del 2015, un movimiento para asegurar la presencia de políticos ligados al gobierno central —algunos con milicias propias— en toda la nación. Las discusiones por el número de estados han ocupado mucho tiempo en las conversaciones de paz. La oposición era tradicionalmente más popular que el Gobierno en las regiones con más petróleo. La división de esas zonas en diferentes estados también se trataba de un obstáculo para que los ingresos del crudo terminen en los bolsillos de los opositores.

Otro punto destacable ha sido la inclusión en el último momento de algunos grupos rebeldes que al principio rechazaron participar en las conversaciones de paz, como el de los combatientes liderados por el ex general Thomas Cirillo, presentes en algunas regiones ricas en petróleo, y con capacidad para organizar ataques fulminantes.

Pero para Internacional Crisis Group, el acuerdo de paz es poco más que el primer paso de un proceso largo en el que tanto Kiir como Machar deben trabajar conjuntamente para unificar el Ejército, resolver las disputas sobre el control de algunas ciudades importantes y establecer pactos con otros grupos rebeldes. Con las imágenes de sangre en la memoria de los ciudadanos y pueblos completamente destrozados o abandonados por culpa de los combates, “la cohesión entre los sursudaneses requerirá los esfuerzos de varias generaciones”.

Sudán del Sur ocupa los últimos puestos de la lista de desarrollo humano de  Naciones Unidas. Es un territorio devastado por la guerra. 6,5 millones de ciudadanos —más de la mitad de la población— están pasando hambre ahora mismo. El sistema sanitario ha colapsado. Uno de cada diez niños muere antes de cumplir cinco años. La violencia de género es rampante; se han registrado miles de violaciones durante los combates. La población está dividida. Los rebeldes que no participaron en las conversaciones continúan recibiendo armas.

Para conseguir la paz se necesita mucho más que la creación de un gobierno. Mientras que no se aborden los problemas sociales, los rebeldes seguirán luchando. O pueden nacer milicias nuevas. Esa es la opinión de Adhieu Majok, una analista política sursudanesa. “Aunque en general los sursudaneses estamos cansados de la guerra desde hace mucho tiempo —dice—, muchos piensan que lo único que se conseguirá con este acuerdo de paz es colocar las caras de siempre en los puestos de poder. Aún no sabemos cómo se gestionarán aspectos claves como los conflictos locales o los procesos de justicia y reconciliación”.

Al menos 25.520 refugiados en Uganda regresaron a Sudán del Sur en enero, mientras el Gobierno se reunía con los rebeldes para crear el acuerdo de paz. Según un cooperante español que trabajaba con ellos, el motivo de su marcha tenía más que ver con el hartazgo de las condiciones de vida en los campamentos que con la confianza en los políticos sursudaneses. La gente tiene muchas razones para dudar de sus políticos.

 

Un pueblo traicionado: petróleo y sangre 

Joyce, una sursudanesa que creció en un campamento de refugiados durante la guerra civil y en 2005 regresó a casa de sus padres, recuerda la noche de la independencia como uno de los mejores momentos de su vida. Para celebrarlo, bebió Coca-Cola por primera vez en mucho tiempo; tenía poco dinero, así que no podía comprar refrescos todos los días. Hubo cohetes, música por todas partes. También en su pueblo, que era poco más que un puñado de cabañas de barro y pajas en unas colinas remotas. Los campesinos eran felices. Sonreían. Pensaban que nunca más escucharían los disparos de los fusiles automáticos, los gritos de terror o de dolor de sus vecinos, el fuego transformando en cenizas sus cabañas.

Se equivocaron.

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Una mujer sursudanesa recoge agua en el campo de refugiados Al-Nimir, al este de Darfur. (ASHRAF SHAZLY/AFP via Getty Images)

En 2011, Sudán del Sur nació como un país sin mecanismos para limitar el poder de las élites políticas. Luchar por los puestos más altos es una acción peligrosa pero lucrativa. Sin sistemas de gobernanza ni justicia creíbles para acotar su enriquecimiento, los ganadores pueden llevarse todo. Y todo, en el caso de Sudán del Sur, significa muchos miles de millones de dólares. Los ingresos son prácticamente ilimitados gracias a los recursos naturales.

Esto es algo que había predicho John Garang, el líder del grupo rebelde en Sudán del Sur. Después de luchar casi sin descanso desde 1955 —hubo una tregua de paz entre 1972 y 1983—, los rebeldes sursudaneses sabían que el acuerdo que cerraron con el Gobierno de Sudán en 2005 llegó gracias a la asistencia de Estados Unidos. Hasta 2001, pocos hubiesen apostado por ellos. Con los ingresos del petróleo y la colaboración de China, el Gobierno central era demasiado fuerte para los milicianos. El presidente sudanés Omar al Bashir había puesto en marcha una guerra sucia en la que los militares disparaban contra los civiles, armaban a pueblos enteros para masacrar a los simpatizantes de los milicianos e impedían el reparto de alimentos de emergencia en algunas regiones. Cansado de la amistad de Al Bashir con Osama bin Laden, de sus discursos en contra de Occidente y de que el petróleo de la región terminase en manos chinas, la Administración de George W. Bush trabajó para revertir esta situación. Pero su ambición —la independencia de Sudán del Sur— era distinta a la de John Garang, que deseaba más representación en el Parlamento de Sudán y un estado socialista que no discriminase a los pueblos del sur. De acuerdo con Garang, Sudán del Sur no estaba preparado para independizarse. La población estaba dividida. Se necesitaban instituciones gubernamentales y estatales e infraestructuras.

Garang murió en un accidente de helicóptero seis meses después de firmar el acuerdo de paz. Los políticos secesionistas ocuparon su lugar. En 2011, después de que el 99% de los ciudadanos votase por la independencia, Sudán del Sur se separó de Sudán.

Con la independencia, la Administración de Omar al Bashir perdió el derecho a explotar la tercera reserva de petróleo más importante de África, con al menos 3.500 millones de barriles. Ese crudo quedó en las manos de una nación sin Estado ni infraestructuras para extraerlo, y con un Gobierno que necesitaba el dinero en efectivo de otros países para caminar. Estados Unidos ofrecieron su colaboración a cambio del oro negro, que hasta ese momento se exportaba a China. Pero las circunstancias cambiaron sin que Washington pudiese controlarlas. A partir de diciembre de 2013, las peleas por el poder entre el presidente Salva Kiir y el vicepresidente Riek Machar desencadenaron combates sangrientos por todo el territorio. Por eso Joyce abandonó su hogar; se marchó a Uganda. La conocí a unos pocos quilómetros del campamento de refugiados donde había crecido:

―La primera vez que escapé a Uganda era una niña y sufrí mucho ―dijo―. Ahora mis hijos están soportando la misma situación. Su salud ha empeorado. La casa de nuestro pueblo era cómoda; si la guerra no hubiese comenzado, quizás mis niños no estuviesen enfermos. Cuando llueve en el campamento, el agua se mete en las tiendas. Ahora mismo la comida es buena porque Naciones Unidas nos ayudan. ¿Pero qué va a ser de nuestro futuro?

Es poco probable que los problemas de Sudán del Sur terminen sin un Estado robusto con rostro humano, capaz de poner los beneficios de los recursos naturales al servicio del pueblo y de parar los pies a las compañías o individuos que intenten evitarlo.