Cuando las favelas de Río de Janeiro son rodeadas por un muro con el fin de preservar el medio ambiente de sus alrededores, la razón se antoja cuando menos polémica y su justificación insuficiente para los propios habitantes.

 

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Tan pronto como el gobierno del Estado de Río de Janeiro (Brasil) anunció la construcción de muros en las favelas, bordeando la selva atlántica, por motivos medioambientales, la sociedad carioca se vio dividida en un debate sin fin que trajo a la superficie cuestiones que van más allá de la preservación del entorno.

En realidad, lo que parece un nuevo tipo de intervención gubernamental no es más que el viejo recurso de solucionar con hormigón la carencia de medidas educativas y socializadoras por parte del Estado. Las rejas y paredes pueden servir para separar, pero también para proteger, delimitar y proporcionar privacidad. Sin embargo, el muro molesta debido a su simbología; trae recuerdos segregacionistas y de apartheid social.

El debate desatado a causa de esta construcción entre los líderes comunitarios y las autoridades, especialmente el gobernador del Estado, quien ha permanecido férreo en defensa de la polémica obra, ha dejado fuera a los principales interesados: los habitantes de las favelas. Ellos saben que la medida es más una acción de seguridad pública que medioambiental y que en la práctica nada cambiará en la vida en las chabolas: “el que manda” seguirá mandando y la construcción le otorgará más poder. El área detrás del muro continuará siendo un territorio sin dueño, así que habrá quien empezará a mandar a un lado y otro de él.

Para el trabajador que sale todos los días muy temprano y regresa muy entrada la noche; la ama de casa que cuida a sus hijos y se ocupa de la tareas del hogar; o el millar de niños y adolescentes con su rutina de estudios, todo seguirá igual con la construcción del obstáculo de piedra. El muro invisible seguirá existiendo, siempre listo para manifestarse frente a aquellos que bajan todos los días desde las comunidades chabolistas y la periferia para hacer funcionar la ciudad.

El muro de hormigón al fondo de la favela, que el Gobierno presenta como el gran descubrimiento de la preservación medioambiental, no es capaz de prohibir o impedir el acceso a las selvas y florestas de los habitantes que se han acostumbrado a sacar de allí alimentos y frutas, a disfrutar de los manantiales y cascadas, o simplemente a caminar libremente. En particular, no impedirá la práctica más común de los últimos tiempos: el uso de estos parajes por los traficantes para esconder drogas y armas, o hacer desaparecer a las víctimas en los llamados cementerios clandestinos. La polémica construcción seguirá siendo una vía de acceso para las bandas rivales durante las sangrientas disputas por el control del tráfico de drogas.

Las autoridades han alegado la existencia de deforestación, además de acusaciones de ocupación de zonas consideradas reservas naturales. Pero eso no es lo que apuntan las estadísticas. Según investigaciones del Instituto Pereira Passos de la Secretaría de Urbanismo de la Alcaldía de Río, el  69,7% de las áreas construidas en el municipio por encima de los 100 metros  de altitud están ocupadas por las clases media y alta.

En realidad, el muro solo tiene un uso eficaz: servir de soporte a unas autoridades públicas que para afrontar la situación de violencia y la falta de una propuesta de viviendas decente para abordar la degradación medioambiental, han elegido una vez más “subirse al muro”, una expresión que en portugués significa no tomar partido.