Una señal en la carretera en una planta compresora de gas en Francia. Jean-Christopher Verhaegen/AFP/Getty Images
Una señal en la carretera en una planta compresora de gas en Francia. Jean-Christopher Verhaegen/AFP/Getty Images

España puede jugar un papel relevante en el diseño energético de Europa. He aquí un repaso a las principales ventajas, así como a algunos de los escollos en el camino.

Aunque muchos periódicos prefirieran destacar el apoyo del presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, a España y Portugal en su rifirrafe con el Gobierno griego, lo verdaderamente importante de la cumbre hispano-luso-francesa celebrada recientemente en Madrid fue el acuerdo para impulsar las interconexiones gasísticas con Francia e, indirectamente, con el resto de Europa.

Desde hace muchos años, la necesidad de aumentar las conexiones con la red de distribución gasística gala es uno de los temas estrella en cualquier reunión de expertos españoles en energía, pues, a decir verdad, un rápido análisis del panorama energético europeo y de las capacidades españolas basta para darse cuenta de las enormes ventajas que pueden derivarse de ello. España cuenta, por un lado, con dos gaseoductos que trajeron en 2013 16,09 Gm3 de gas norteafricano, un volumen que podría aumentarse si funcionaran a la máxima capacidad, y, por otro, con la infraestructura de regasificación más desarrollada de la Unión Europea: siete plantas con una capacidad combinada de unos 70 Gm3 anuales, a las que habría que añadir una planta portuguesa. Las necesidades españolas están perfectamente cubiertas y, de hecho, sobran instalaciones cuyo mantenimiento se paga sin que ello redunde en una mejora del servicio; sin embargo, esas instalaciones son un activo muy aprovechable para convertir España en un país importante en el diseño energético de Europa. El gran escollo, al menos hasta ahora, ha sido la negativa de Francia a facilitar las cosas.

A día de hoy, tan solo existen dos conexiones gasísticas con Francia. La primera y más importante es la de Larrau, que permite a España enviar y recibir 5,2 Gm3 anuales. La segunda, que tendría que estar funcionando este año, es la de Irún-Biriatou, capaz de enviar a Francia 2 Gm3 anuales más. Un tercer proyecto llegó a dar sus primeros pasos cuando empezó a construirse el gaseoducto Midcat, que atravesaría la frontera hispano-francesa en Cataluña para llevar a territorio francés hasta 7,2 Gm3 cada año, doblando así la capacidad exportadora de España. El plan inicial preveía la entrada en funcionamiento del Midcat en 2015, pero desafortunadamente el proyecto se paralizó en 2010 ante la falta de interés de Francia, que alegaba que la demanda de gas no era suficiente para justificar las inversiones necesarias.

Muchos han dudado siempre de la sinceridad de las razones francesas y han sugerido que, en realidad, el rechazo a aumentar la interconexión con España respondía al interés por eliminar competidores del mercado europeo. Sea como fuere, lo cierto es que el cerrojo francés de los Pirineos no ha podido aguantar la presión que las tensiones geopolíticas de los últimos años han ido creando. Unido quizá a la feliz coincidencia de tener un comisario de energía español, el conflicto de Ucrania, que tanto mal está haciendo a la Unión Europea al alejarla de Rusia, pone de manifiesto sus contradicciones internas e incluso ocasionarle importantes pérdidas económicas, parece haber tenido una feliz consecuencia para España: si todo va bien, en 2020 España podría estar enviando algo más de 14 Gm3 anuales de gas a Europa, lo que representa aproximadamente un 10% del gas ruso importado por Europa en 2014.

De materializarse lo acordado en Madrid, España podría aspirar por primera vez dar pleno uso a sus instalaciones, lo que haría más llevadero su mantenimiento; sus sufridos presupuestos se aliviarían algo con la llegada de algunos ingresos por derechos de tránsito; se incrementaría su capacidad de negociación con Argelia -pues no hay que olvidar que por el proyectado Midcat también podría llegar a España gas de Francia- y, en general, los españoles deberían ver una bajada de los precios de la energía. No obstante, tampoco conviene exagerar el triunfo.

La principal baza de España será el gas natural licuado, un campo en el que no tiene rival en el Viejo Continente; si en el futuro Europa importase gas desde el otro lado del Atlántico, España sería la puerta de entrada natural. En materia de gaseoductos, en cambio, España no está tan bien posicionada. Además de los dos gaseoductos españoles, el norte de África está también conectado con Europa a través de Italia, que ha pujado muy fuerte para convertirse en el suministrador alternativo de Centroeuropa. Actualmente, Italia está conectada con Argelia a través del gaseoducto Transmediterráneo y con Libia por el Greenstream, pero además ha conseguido que el gas del Cáucaso llegue a sus costas a través del gaseoducto Transadriático (TAP) y planea construir un nuevo tubo que llegue desde Argelia al norte de Italia pasando por Cerdeña.

Por otra parte, tampoco conviene pensar que el sur de Europa va a conseguir la liberación de Centroeuropa de la tiranía gasística rusa, una idea imposible. Ninguno de los proyectos en curso en Europa tiene capacidad para sustituir los más de 147 Gm3 importados de Rusia en 2014 por la Unión Europea y Turquía, ni siquiera si milagrosamente se consiguiera traer gas de Nigeria, cruzando el inestable Sahel, o de más allá del Caspio, lo que implicaría resolver primero los problemas entre los Estados ribereños. Rusia sigue siendo el mejor socio imaginable para la Unión Europea en cuestiones de materias primas y energía, y haríamos bien en no forzarle a buscar nuevos amigos.

En cualquier caso, el compromiso por la recuperación del Midcat es un éxito. Ahora toca hacer realidad el proyecto y sacarle todo el partido posible.