El narcotráfico ensombrece el futuro de Myanmar.

KHIN MAUNG WIN AFP/Getty Images Policías birmanos cargan paquetes que contienen droga confiscada en Yangón, junio de 2006.

Myanmar parece cada día un lugar mejor: Aung San Suu Kyi se explaya en público, cientos de prisioneros políticos son puestos en libertad, el mundo aplaude los pasos del denominado gobierno cuasicivil y flotan en el ambiente las promesas sobre el posible levantamiento de las sanciones. Los cambios se dan a un ritmo tan apresurado como el que están imprimiendo las autoridades para cumplir con uno de los objetivos de los que más depende la estabilidad del país: la erradicación del opio. El país produjo alrededor de 610 millones de toneladas el año pasado, una cifra solo superada por Afganistán.

Desde su llegada al poder en 2011, el presidente Thein Sein ha acelerado la campaña de destrucción de las múltiples plantaciones de opio del país. Esta batalla no se libra con los sofisticados medios técnico-militares y los inmensos fondos internacionales que se destinan a otros grandes productores de droga, como Colombia, sino del modo más rudimentario, con el sudor de los miles de soldados y aldeanos que participan en las masivas campañas de extirpación. Azuzada por vientos propagandísticos, la guerra contra el opio es otra de las razones que el Gobierno quiere dar al mundo para seguir acumulando méritos que finalmente lleven al levantamiento de las sanciones. Sin embargo, el exterminio de la planta puede complicar los acuerdos con los ejércitos de las minorías étnicas que llevan decenios luchando contra el Estado. Y la paz, como se han encargado de repetir los líderes europeos y estadounidenses, es condición sine qua non para acabar con las sanciones.

El cinturón de pequeñas guerras civiles que recorre el perímetro del país es el feudo semiautónomo de diversos ejércitos que administran el territorio y controlan el narcotráfico. La gran mayoría del opio se produce en el norte, en zonas empobrecidas y gestionadas por estos grupos. El lucro obtenido por la droga ha contribuido a armar a los rebeldes y hacerles lo suficientemente fuertes como para desafiar a las autoridades, que han sido incapaces de derrotarlas militarmente y han cedido a un complejo abanico de intentos pacificadores. Esas maniobras en busca de la paz están siendo otro de los distintivos reformadores del Gobierno, y los recientes esfuerzos han dado resultados históricos pero fácilmente reversibles, como la firma de un alto el fuego con los rebeldes del Karel National Union (KNU), una milicia que lleva seis decenios guerreando contra el régimen, o el acuerdo de paz alcanzado con un ejército del Estado de Shan, el territorio que alberga las mayores plantaciones de opio del país. El Gobierno se encuentra así en una delicada disyuntiva que le coloca entre el opio y la paz, ya que la campaña de erradicación golpea el núcleo duro de las actividades de autofinanciación de los mismos grupos con los que intenta llegar a un entendimiento. Por eso se teme que una de las cláusulas aparejadas a estos acuerdos de paz con los ejércitos periféricos sea concederles periodos en los que puedan dedicarse al narcotráfico sin ser molestados.

Los desafíos no acaban ahí. El opio no es sólo un negocio ilícito, sino también la fuente de ingresos de miles de familias en las zonas más pobres del país. La erradicación que están emprendiendo las autoridades puede arruinar a los alrededor de 250.000 hogares que, según Naciones Unidas, viven directamente del opio en Myanmar. Esta situación se ve agravada por las dificultades para encontrar un reemplazo a estos cultivos. Mientras que algunas zonas de Afganistán han encontrado en el azafrán una alternativa rentable, Myanmar no ha conseguido dar con un cultivo legítimo que resucite la economía de estos territorios y que destrone al narcotráfico como dispensador primordial de medios de subsistencia.

Paradójicamente, la guerra contra el opio puede estrangular el desarrollo de las zonas más desasistidas en un momento en el que, coincidiendo con la apertura política, diversos gobiernos y organizaciones internacionales se agolpan a las puertas del país para apuntalar con fondos la transición hacia la democracia. En lo que muchos críticos han descrito como una fiebre del oro, la comunidad internacional se ha apresurado a merodear los muchos tesoros que alberga un territorio en el que convergen petróleo, gas, minerales, una producción arrocera antaño pujante y una industria turística con futuro. Entre los que ven en Myanmar un destino jugoso de inversiones o incluso un  flamante e improbable tigre asiático no solo se encuentran empresas y gobiernos occidentales, sino también los vecinos chinos y tailandeses, que llevan años invirtiendo en el país y ahora tienen más razones que nunca para no quedarse atrás en la carrera por afianzarse en su patio trasero. Por su parte, varias organizaciones de ayuda al desarrollo han anunciado que expandirán sus actividades en Myanmar, y la Unión Europea ha anunciado una contribución adicional de 150 millones de euros para ayudar al país. Esos y otros gestos completan un desembarco masivo de contribuciones que, mal conducidas, podrían acabar en los bolsillos de unos pocos y empobrecer aún más a la inmensa mayoría por la inflación derivada de un repentino boom económico.

Aun en el caso de que prosperasen los esfuerzos por conciliar el desarrollo local y se generalizara una economía legítima y la paz, la droga seguirá planteando un enorme desafío para la estabilidad del país. Myanmar no es solo el segundo productor mundial de opio, sino quizás el mayor fabricante de metanfetaminas. Todas las propagandísticas acciones del Gobierno para la erradicación del opio encuentran su silenciado reverso en la ausencia de esfuerzos por poner coto a las drogas sintéticas. Mientras que el opio es el salario de varios ejércitos étnicos, diversas investigaciones apuntan a que parte de las ganancias derivadas de las metanfetaminas va a parar a los bolsillos del entorno del poder político. Mediante la publicitada campaña antiopio, las autoridades podrían estar distrayendo los oídos más complacientes de la comunidad internacional. Mientras tanto, y en un silencio pocas veces roto, las metanfetaminas estarían sumándose cada día a la recaudación de instancias cercanas al que todavía es el tercer Gobierno más corrupto del mundo.

 

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