Se le culpa de todo, del populismo desbocado y hasta del genocidio. Pero, ¿y si el nacionalismo no fuera ese instinto poco evolucionado que muchos piensan? De hecho, podría ayudar a crear riqueza, luchar contra la corrupción y reducir la delincuencia.

 

 

Piense en la palabra nacionalismo. Puede que le venga a la cabeza un país al que han lavado el cerebro para odiar a sus vecinos. Puede que se imagine a miles de personas sacrificándose por un dictador sediento de poder. No sería el único. El mismo Albert Einstein lo calificó de “enfermedad infantil” y “sarampión de la humanidad”.

Los politólogos le culpan de guerras civiles y ambiciones territoriales, desde Ruanda y Yugoslavia hasta la Alemania nazi o la Francia napoleónica. Muchos economistas lo ven como una irracionalidad que nos aleja de los principios del libre mercado, obstaculiza el crecimiento y fomenta la corrupción en los países en desarrollo. Cuando han estallado enfrentamientos bélicos en el pasado, a menudo se ha asumido de forma automática que el nacionalismo estaba implicado, ya fuese como herramienta de los líderes para arrastrar a las masas al conflicto, o como combustible que alimentaba la indignación popular. Es innegable: el nacionalismo tiene mala fama.

Pero esta publicidad negativa malinterpreta un sentimiento que la mayoría de las veces es inofensivo. Una sensación de unidad con un grupo que está por encima de la familia próxima y los amigos. Por sí mismo, no conduce a guerras desastrosas. Su mala reputación se reduce, casi de forma exclusiva, a excepciones muy seleccionadas. Se ha llegado a esa conclusión sin contar con los casos, mucho más comunes, en los que no origina ningún causas de los enfrentamientos bélicos faltaba un elemento fundamental: medir de forma adecuada el nacionalismo. Sin esta medida es imposible saber si, por ejemplo, en los años inmediatamente previos a 1939 su impronta fue más intensa en las potencias del Eje que en otros países. No obstante, los estudiosos le achacan con sorprendente facilidad todo tipo de males.

¿Por qué existe esta propensión? En parte, se debe a la veneración académica del homo economicus, el individuo de mente serena que vela por su propio interés y, en teoría, toma la decisión óptima en cualquier situación. Este hipotético egoísta racional resulta diferente por completo al estereotipo de nacionalista, que suele ser cualquier cosa menos una persona serena. Y, dispuesto a morir por sus compatriotas si fuese necesario, tampoco es egoísta. Por tanto –concluyen muchos académicos–, el nacionalismo sólo perturbaría la racionalidad del ser humano, y eso es sinónimo de problemas en política y economía. Pero, en el fondo, las raíces del antinacionalismo se encuentran en el sistema de valores de esos expertos. El éxito académico suele medirse por lo frío y lógico que uno es capaz de ser. Los contenidos con fuerte carga emocional están mal vistos, así que el investigador típico, abnegado visitante de la biblioteca, concibe el nacionalismo como algo primario y poco inteligente, algo que no puede traer nada bueno a un país. ¿O sí?

 

MI NACIÓN Y YO

La ciencia política actual sostiene, en general, que el nacionalismo predispone a los integrantes de una nación a considerar a la gente de fuera como potencialmente inferior y malvada. Se supone que esta percepción hace que tengan más tendencia, por ejemplo, a restringir el comercio exterior o incluso a hacer la guerra. Pero esta lógica tiene un fallo. El nacionalismo es, más que nada, un sentimiento de unidad que convierte a grandes grupos en inmensas familias. En sí mismo, esto no dice nada sobre cómo debería tratar un país a los demás. En la vida cotidiana, solemos querer a nuestra familia y nos identificamos con ella, y no por eso pensamos que los vecinos supongan una amenaza. Lo mismo vale para el sentimiento nacionalista: no genera odio hacia los demás, sino preocupación por los propios compatriotas. Cuando los ciudadanos creen que todos se esfuerzan juntos, valoran el bienestar del prójimo como el suyo propio. En otras palabras: hace que la gente sea menos egoísta. Por supuesto, el altruismo nacionalista no es el altruismo universal que sueñan los filósofos. Puede que a los integrantes de una nación no les importe toda la gente del planeta, pero muestran esa generosidad selectiva preocupándose por sus conciudadanos. Y, cuando eso es compartido, da lugar a un país mejor que otro poblado por individuos puramente egoístas.

Consideremos el ámbito de la economía, donde se supone que impera el interés individual. Cualquier asunto económico comprende millones de intercambios diarios. Es fácil que, en cualquiera de ellos, una persona dé menos a otra y se salga con la suya. Es cierto que los timadores se ven limitados por la ley y por el temor a adquirir mala reputación, pero hay muchas formas de aprovecharse de la gente sin que le pillen a uno. Un ejemplo sencillo: su restaurante preferido puede cobrarle más –pongamos, entre unos pocos céntimos y un euro– de lo que pone en la carta. Si se da cuenta, el camarero puede decir que ha sido un error. Pero, ¿cuántas personas se molestan en acordarse de los precios exactos del menú cuando les traen la cuenta? Muy pocos, si es que alguno lo hace. La posibilidad de timar a los demás se da en miles de actividades de cualquier sector imaginable y, si los ciudadanos la aprovechasen, se destruiría la confianza entre las personas. La actividad empresarial se ralentizaría y se volvería más ineficiente a medida que la gente dedicase más tiempo y esfuerzo a impedir que la engañasen.

En cambio, cuando los ciudadanos son nacionalistas, cualquiera que se plantee timar se enfrenta a una situación desagradable: enriquecerse a costa de sus hermanos. Evidentemente, el apego a la patria nunca erradicará por completo el fraude, pero en países con un sentido maduro de la unión nacional, esta percepción desincentiva de forma significativa el timo y fomenta el crecimiento económico. Sin él, los ciudadanos no dudan en aprovecharse unos de otros, y el riesgo de ser engañado destruye la confianza necesaria para lograr el desarrollo económico. No hay más que recordar la caída de la Unión Soviética y cómo la crisis de identidad que sufrió fue el presagio de la corrupción endémica y el subdesarrollo en los Estados resultantes de su desintegración. En casos así, la economía degenera en un enjambre de moscas, en donde a cada uno le importa relativamente poco el bienestar de los demás. En cambio, una economía nacionalista se asemeja a una colonia de abejas, donde cada miembro tiene presente el bienestar del grupo.

 

 

EN DEFENSA DEL NACIONALISMO

Los beneficios del nacionalismo podrían haber permanecido como una teoría más sin contrastar en el panteón de las ciencias sociales. Pero, en la actualidad, existen las herramientas para verificarla de manera sistemática. Utilizando los datos del Programa Internacional de Estudios Sociales (ISSP), puede investigarse el grado de nacionalismo de cada Estado. En 1995 y 2003 este programa internacional, con sede en Noruega, realizó encuestas sobre identidad nacional en 23 y 34 países, respectivamente, desde democracias asentadas como Australia y Estados Unidos a otras más jóvenes como República Checa y Eslovaquia. Se preguntó a la gente en qué proporción estaba de acuerdo en que su país era mejor que la mayoría. Cuanto mayor es este sentimiento de superioridad nacional, mayor es el grado de nacionalismo.

Un hallazgo llama la atención: los que tenían un promedio mayor de sentimiento nacionalista eran más prósperos, sin excepción. Esta prueba constituye un desafío al antinacionalismo de muchos economistas. En realidad, el problema de muchos de los Estados más pobres es que sus ciudadanos no son suficientemente nacionalistas. Miremos al Este de Europa, por ejemplo, a Letonia y Eslovenia, donde muchos temen que se esté incubando el hipernacionalismo. Al contrario de lo que suele pensarse, se encuentran entre los menos nacionalistas del grupo, mientras países occidentales ricos como Australia, Canadá y EE UU se sitúan en los primeros puestos. Seguro que su economista de cabecera nunca le enseñó estas cosas.

Sus virtudes van más allá de la cuenta bancaria de los ciudadanos. Si fomenta el altruismo, entonces sus efectos deberían ser visibles también sobre la vida política y social. Veamos la corrupción. Aún hay pocos estudios en este campo, pero a grandes rasgos existe una relación entre el nacionalismo y la capacidad para controlarla. Cotejando las estimaciones del Banco Mundial sobre este asunto y los mismos datos de encuestas sobre nacionalismo, aparece otro efecto positivo: la corrupción es sistemáticamente más baja en los países más nacionalistas.

¿Por qué el nacionalismo provoca este efecto? Por muchas de las mismas razones por las que mejora la economía. Los empleados públicos que se plantean ser corruptos se enfrentan, al igual que quienes realizan negocios privados, a una perspectiva desagradable: enriquecerse a costa de sus compatriotas. Así que cuando los funcionarios son muy nacionalistas, son más sensibles a cualquier daño a la sociedad, y menos proclives a aprovecharse de la Administración pública. Es menos probable que una población nacionalista tolere un gobierno corrupto y mire hacia otro lado. En cambio, sin unión nacional, puede que al ciudadano egoísta le dé totalmente igual. Para esta persona, el coste diluido de la corrupción sobre su vida diaria es insignificante en comparación con el esfuerzo que supone luchar contra ella. Pero una ciudadanía nacionalista evalúa los efectos de la corrupción sobre el conjunto del país, y su mayor preocupación por los posibles abusos desata la respuesta colectiva que la mantiene bajo control.

Su presencia también se nota en el ámbito social. Los ciudadanos nacionalistas se preocupan más unos de otros, por lo que son menos propensos a transgredir la ley e infringir los derechos de los demás. Si se analizan los datos del Banco Mundial sobre cumplimiento de la legislación, surge con claridad otra curiosa relación: en los países más nacionalistas, la ley tiende a imperar con más fuerza. Así que, a pesar de todos los efectos que se achacan al nacionalismo, está increíble e invariablemente asociado con cosas que apreciamos en la economía, la política y la sociedad.

 

ESPAÑA 2025

Nueva identidad: España ya no es blanca y católica.

Año 2025. Uno de cada tres españoles es inmigrante. Después de un crecimiento económico espectacular, la economía entra en recesión. En Madrid, el derrumbe parcial de un nuevo hotel se atribuye a la escasa destreza de los ilegales africanos. Recelosos de la mano de obra extranjera, los empresarios empiezan a discriminar: los blancos que hablan español son contratados, el resto no. Proliferan los guetos de inmigrantes sin empleo y las imágenes de los primeros disturbios salpican las televisiones. El Gobierno –con retraso– trata de integrar a los foráneos en el proceso político y concede a muchos de ellos el derecho de sufragio. Pero la estrategia fracasa. La mayoría se desentiende y no vota. Mientras, los nacionalistas catalanes y vascos expresan su rabia ante un ejecutivo que recorta su autonomía, pero mima a los extranjeros.

Este escenario parece hoy remoto. España ha disfrutado de un saludable crecimiento económico. Pero esas riquezas ocultan fisuras en la identidad nacional. Y en una hipotética gran crisis, económica o de otro tipo, cualquier país sin un nacionalismo fuerte se desgarra con facilidad. El reto para España es evitarlo. Incluso si lo consigue, la actual identidad española estará obsoleta en 2025. ¿Y qué debería reemplazarla?

El país necesita con urgencia un nacionalismo cívico integrador, por el que la gente sea considerada española por su lealtad a las instituciones políticas y su observancia de la ley. Pero persiste un nacionalismo étnico, por el cual ser blanco y católico es el mínimo común denominador de la identidad nacional. Hasta ahora ha funcionado: catalanes y vascos reclaman a diario la independencia, pero España ha evitado verdaderas guerras separatistas. Así, al contrario que las eternas preocupaciones de vascos y catalanes, los problemas reales crecen a medida que la identidad tradicional se muestra incapaz de integrar a los inmigrantes. Los latinoamericanos, por ejemplo, son católicos (aunque no todos) pero no españoles, según la tradición: muchos son mestizos.

Los políticos deben dejar de lado los textos económicos y estudiar los países multiétnicos que han tenido éxito. Los inmigrantes legales deben recibir los mismos beneficios, pero también afrontar los mismos costes, por decirlo en jerga financiera, que cualquier ciudadano español. El derecho a voto es un ejemplo perfecto. Les da la oportunidad de implicarse en el futuro de la nación, pero les exige un esfuerzo: desde informarse sobre los candidatos a afiliarse a un partido, pasando por el simple hecho de coger un autobús para ir a votar. Más aún, España debería garantizar el sufragio a los inmigrantes cualificados antes de que pierdan su fe en el sistema.

Pero esto no es suficiente. Los líderes deben materializar un sentido de unidad. Éste comienza con un sistema educativo que enseñe a los niños las diferencias entre ellos, pero también sus obligaciones comunes. Los adultos necesitan una convicción mayor, a la que podría contribuir una campaña publicitaria honesta. Mi sugerencia: anuncios pagados con los impuestos de los inmigrantes que muestren el lema Soy España junto a los nuevos ciudadanos que contribuyen a la riqueza del país. Conocer el rostro del médico ecuatoriano que cura a los bebés catalanes despierta mayor confianza que cualquier discurso político. También, porque todas las etnias son iguales en una nación cívica, medidas como éstas reducirán las tensiones con catalanes y vascos. –G. C.

 

LIMPIANDO EL HISTORIAL

Entonces, ¿qué pasa con los casos en los que el nacionalismo se ha torcido? ¿Pueden enseñar algo útil? Sí y no. Desde la Francia napoleónica sedienta de poder hasta la Serbia de los 90, estos casos muestran que las aberraciones nacionalistas sólo son posibles cuando entran en juego otras fuerzas. Uno de tales factores es el poderío militar. Cuando los avances tecnológicos y las tácticas militares ofrecen la posibilidad de conquistar con facilidad otros países, el nacionalismo puede sentir la tentación de expandirse. En el siglo XIX, las numerosas innovaciones del gran Ejército de Napoleón –como formaciones militares rápidas y flexibles con artillería integrada– convencieron a Francia de que ampliar sus fronteras era una propuesta viable. Del mismo modo, Adolf Hitler explotó el nacionalismo alemán en un momento en que la táctica de la blitzkrieg (la guerra relámpago) podía resultar devastadora.

Este sentimiento también puede ser peligroso cuando varias naciones se disputan un único territorio, especialmente si hay antecedentes violentos entre ellas. Cuando se dan estas condiciones, como en la antigua Yugoslavia o en Ruanda, la guerra civil es una posibilidad real. También las democracias jóvenes corren más riesgo de sufrir un nacionalismo virulento, pues son susceptibles de que algún líder ambicioso utilice estrategias arriesgadas –como invadir a algún vecino– para avivar el sentimiento nacionalista de su pueblo en su propio beneficio. Y puede ponerse feo si lo mezclas con la idea de que la propia nación está por encima de cualquier principio moral. Posiblemente, ése fue el caso de la Alemania nazi, ya que la adhesión del pueblo alemán a su patria no contaba con el contrapeso de una doctrina moral que valorase el autocontrol y la compasión.

El nacionalismo puede ser peligroso cuando varias naciones se disputan un único territorio, sobre todo si hay antecedentes violentos entre ellas

En cualquier caso, lo importante sobre estas desagradables formas de nacionalismo reside en lo esporádicas que son. Citar unos pocos casos como prueba de que siempre es dañino o brutal es confundir la excepción con la regla. La mayoría de los casos no promueven el expansionismo agresivo ni los abusos contra las minorías dentro de su territorio. Ello se debe a que en las naciones de hoy en día generalmente no se dan esos otros peligrosos condicionantes. Hoy la guerra es cara, la mayoría de las fronteras están establecidas y el comportamiento de los Estados suele ceñirse a ciertas normas morales. El resultado es que los nacionalismos suelen impulsar a sus ciudadanos a mirar hacia dentro y concentrar sus energías en mejorar su nación.

Si queremos que las ciencias sociales adquieran relevancia fuera de su torre de marfil, deben ayudar a crear políticas que saquen el máximo partido de un país. Desde luego, con el nacionalismo no están haciéndolo. Lo que es peor, en vez de ver su potencial para el progreso, la mayor parte de los expertos lo desprecian como si fuese un mal. Evidentemente, las relaciones generales que se han expuesto aquí requieren un análisis más profundo. Quizá el nacionalismo no tiene gran influencia cuando se tiene en cuenta otra larga serie de variables, como el nivel educativo o los recursos naturales. Podría debatirse si es positivo o simplemente inofensivo. Pero, como mínimo, debe dejarse atrás la noción simplista de que es siempre peligroso. Incomprendido, eso es lo que es.

Por supuesto, los politólogos pueden insistir en mirarlo despectivamente como un instinto retrógrado y poco evolucionado, y los gobiernos seguir sin ser capaces de aplicar políticas que aprovechen su potencial. Pero esta opción conlleva importantes costes. Permite que líderes oportunistas y demagogos controlen el futuro del nacionalismo. Si los gobernantes responsables tienen en sus manos una herramienta probada para estimular el aumento de la riqueza, el descenso de la corrupción y la extensión del respeto de las leyes, sería inteligente que la utilizaran.

 

¿Algo más?
Las encuestas sobre identidad nacional del Programa Internacional de Estudios Sociales están disponibles en línea en www.issp.org. Las estimaciones sobre corrupción y cumplimiento de la ley proceden de los indicadores mundiales de gobernanza del Banco Mundial, que pueden consultarse en su web: worldbank.org.

Naciones y nacionalismo (Alianza Editorial, Madrid, 2003) de Ernest Gellner explica cómo el nacionalismo ayudó a países a modernizarse fomentando la integración. Más recientemente, Liah Greenfeld, en The Spirit of Capitalism: Nationalism and Economic Growth (Harvard University Press, Cambridge, Massachussets, Estados Unidos, 2001), argumenta que el nacionalismo hizo posible el impulso económico incesante de los países capitalistas más avanzados.

Por el contrario, Edward Mansfield y Jack Zinder afirman en Electing to Fight: Why Emerging Democracies Go to War (Massachusetts Institute of Technology Press, Cambridge, EE UU, 2005) que puede contribuir a crear conflictos en países que están democratizándose.