De los 10 millones de trabajadores domésticos migrantes en el mundo contabilizados por la Organización Internacional del Trabajo, 2,5 millones han abandonado su país y su hogar empujados por sus familias rumbo a Oriente Medio en busca de un sueño: hacer dinero para dar una vida mejor a sus seres queridos. Miles de sueños tornan en pesadilla nada más aterrizar con la confiscación de su pasaporte para más tarde quedar presas del esclavismo moderno del siglo XXI: el mercado de las trabajadoras domésticas inmigrantes.

Natalia Sancha

Muluken tiene hoy 24 años. Malvive con su hermana y sus sobrinos en los suburbios de Addis Abeba, Etiopía. Se frota las manos y mordisquea sus uñas sin parar. Arrastra la pierna izquierda como legado de una rotura de cadera, luce ocho dientes postizos, y más de 40 puntos de sutura en todo su cuerpo, recuerdos de su estancia en Líbano. Vive en las afueras de la capital etíope en una casa con techo de latón compuesta por un cuarto que comparte con otras cuatro personas. Dispone de un solo vestido roído por el uso, rojo con estampados negros. No concilia el sueño e intenta olvidar los dos años que pasó en Fanar, una región cristiana a 10 km al noreste de Beirut. En noviembre de 2009, Muluken cayó desde el balcón de un cuarto piso. Empujada por su patrona, su madame libanesa, asegura.

Kafala, un sistema patronal

Desde los 70, y con el boom económico que confirió el auge de los ingresos del petróleo en Oriente Medio, disponer de una empleada del hogar interna, incluso en las familias más pobres, se ha convertido en práctica habitual. La inmensa mayoría de los Trabajadores Domésticos Migrantes (TDM) -un 60% son mujeres- en Oriente Medio se concentran en Arabia Saudí (1.500.000), Catar (90.000), Kuwait (246.100), Emiratos Árabes Unidos (255.000), Jordania (70.000) y Líbano (270.000). Cifras que solo contabilizan la migración legal. Hasta la fecha, ningún país de Oriente Medio ha ratificado la convención de TD de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Numerosos países como Nepal, Filipinas o Etiopía han prohibido a sus ciudadanas viajar a aquellos países que, como Líbano no respetan unos derechos mínimos. Aun así y de forma paradójica, estas medidas aumentan el flujo ilegal de las TDM.

Los organismos internacionales y ONG que trabajan para mejorar la protección legal de estas mujeres denuncian esta práctica de kafala como piedra angular de un sistema que las convierte en casi esclavas. Al supeditar legalmente la trabajadora doméstica bajo la responsabilidad de un patrón o patrona, los derechos de éstas se diluyen y quedan a merced de la voluntad individual. Nada más aterrizar, tres cuartas partes de las TDM ven su pasaporte confiscado. Desde su aterrizaje, la empleada del hogar se ve impedida de toda posibilidad de movimiento dentro o fuera del país, quedando a merced de la madame.

A ello se suma la ausencia de una legislación nacional que, lejos de proteger a estas empleadas, incita a mayores abusos. La ONG libanesa Kafa, lleva años luchando por sus derechos. “Hay muchas similitudes en la situación que viven las TDM en los diferentes países de Oriente Medio. Estas similitudes no se deben a la existencia de un marco legal como en Jordania o a la ausencia de él como en Líbano sino más bien a la practica real común en el terreno donde estas mujeres quedan a merced del sistema de Kafala” puntualiza Ghada Jabbour, cofundadora y responsable de la unidad de tráfico de mujeres explotadas.

Al desamparo legal se suma el aislamiento de estas trabajadoras, recluidas a la invisibilidad del hogar y cuya explotación es ejercida mayoritariamente por otras mujeres. Los hombres que son Trabajadores Domésticos Migrantes suelen ocupar trabajos públicos por lo que gozan de una mayor protección física. Para ellas se trata de un esclavismo discreto, en la esfera privada que confiere el hogar, aisladas de toda protección y de la mirada pública. “Su aislamiento social y físico incrementa su vulnerabilidad hacia el abuso, dificultando el conocimiento de sus derechos legales o qué hacer en caso de abuso” denuncia Elisabet Frantz, jefa de proyecto para Oriente Medio de la Open Society Foundations (OSF).

Un esclavismo que disfruta de consenso social y, en Oriente Medio, de connivencia legal. Si bien la mayoría de los países de la región han establecido un modelo de contrato único en el que se estipula la duración de los servicios, un día libre a la semana, el salario y un horario fijo, la ausencia de un órgano legal que vele por su cumplimiento somete a las trabajadoras domésticas al libre albedrío de las decisiones de las patronas. Según el informe publicado este mes por OSF, un 30% de la trabajadoras domésticas en Líbano y Jordania no disponen de contrato y un 38% se encuentra en situación ilegal. Jornadas de 10 horas diarias, siete días a la semana, desprovistas de seguro médico y confinadas 24 horas entre las cuatro paredes del hogar, estas mujeres no tienen a quien recurrir. De los edificios libaneses se ven viajar pequeños rollos de papel de balcón a balcón atados a una cuerda, pequeños mensajes que permiten romper la soledad en la que están confinadas.

Las agencias intermediarias

Estas empresas mediadoras entre las trabajadoras en sus países de origen y los de destino en Oriente Medio son un eslabón clave en esta explotación laboral. Un proceso que se hace en dos velocidades. Las agencias locales en los países de procedencia de las trabajadoras, en su mayoría de Asia (Sri Lanka, Filipinas, Indonesia o India) y África (Etiopia y Sudán, principalmente) captan a las mujeres más vulnerables desde el origen. Son jóvenes iletradas que viven en chabolas en la periferia de las grandes urbes o bien en zonas rurales y se les ofrece un sueño de futuro que dista mucho de la realidad. Obteniendo una primera comisión, las futuras empleadas son referidas a una agencia intermediaria en el país de destino. No existe mecanismo de control real sobre estas agencias por lo que pueden lidiar con las trabajadoras como seres humanos o como ganado sin sufrir represalias. En el Líbano existen unas 400 agencias basadas en el sistema de Kafala de las cuales tan solo 40 pertenecen al sindicato establecido y regulado por el Gobierno libanés.

Ameera Sleen, de la agencia Elisa Establishment, lleva 10 años dirigiendo una de estas agencias en Líbano. “Tengo muchas chicas pero las mejores son las etíopes porque no crean problemas. Lo más importante es echar la llave cada vez que salgas de casa, enciérrala. No dejes que le abran los ojos, que hable con chicas que cobran hasta cuatro euros por hora trabajando por libre. Así tendrás una vida tranquila con una trabajadora dócil” aconseja esta empresaria. Las agencias cobran entre 1.500 y 3.000 euros de comisión por cada contrato.

La explotación del Sur por el Sur tiene también sus jerarquías. Las filipinas cobran entre 150 y 380 euros mensuales, las esrilanquesas entre 150 y 230, y a la cola de la cadena de explotación se encuentran las senegalesas y las etíopes, que con una tez más oscura y menor nivel educativo, llegan a cobrar hasta tan sólo 60 euros por mes trabajado.

Impunidad legal de las madames y rechazo familiar

En el mejor de los casos los abusos son verbales y psicológicos. En el peor, físicos y sexuales. Pocos son los casos de madames condenadas por la justicia por abuso de trabajadoras domésticas. La historia se repite de país en país. “Nada más huir la empleada de casa, la madame acude a una comisaría para denunciarla por haber cometido un robo. De ahí la palabra de la madame pesa sobre la de la empleada migrante que será arrestada y detenida temporalmente hasta que sea juzgada o deportada” declara anónimamente una empleada de Cáritas.

En ocasiones, el regreso al hogar tras años de trabajo cierra el ciclo de explotación con el rechazo familiar. “Acogemos docenas de retornadas cada año que llegan de Oriente Medio. En ocasiones debido al abuso físico y psíquico que han sufrido, estas chicas necesitan asistencia psicológica o psiquiátrica. Las mismas familias que les enviaron a trabajar fuera no quieren o no pueden acogerlas, tampoco pueden pagar su medicación ni hacerse cargo de ellas porque son pobres. Se convierten en vagabundas”. Quien habla es Sasu Nina, directora de la ONG etíope AGAR en Addis Abeba. En el centro de acogida, dos jóvenes en la veintena descansan en sus literas con la mirada perdida y el cuerpo encogido. Zawza, regresó de Dubai hace tres meses. Fue maltratada físicamente por su madame hasta que logró huir ilegalmente en el sótano de una barco pagando 1.700 euros. “Cuando regresé, mi tío me dijo que no quedaba nada del dinero que envié. Se había gastado todos mis ahorros de dos años en sus hijos y no me queda más familia. Me volví loca” relata la joven.

Muluken Getawi trabajó durante dos años 18 horas diarias, los 7 días a la semana. Su cuerpo calló sobre el asfalto desde el cuarto piso empujada por su madame, asegura. Tras nueve días en coma, un empleado de la madame la llevó al aeropuerto de regreso a Etiopía, sin oportunidad alguna de poner cargos contra ella. El cónsul etíope en Beirut, Asaminew Bonssa, asegura desconocer su caso. La agencia intermediaria Jasko se limpia las manos. La madame Khiam Mussa cuelga el teléfono nada mas oír el nombre de Muluken y la agencia que la captó en Etiopía se contenta con pagar la factura de ocho dientes de porcelana. El caso de Muluken quedará en el olvido y su caso se seguirá repitiendo de manera cíclica e impune en esta región del mundo.

 

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