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Banderas de Escocia y Cataluña en Glasgow, Escocia.  (Andy Buchanan/AFP/Getty Images)

Dos pueblos con dos historias nacionales diferentes, pero con situaciones con ciertas similitudes en la actualidad.

Scots and Catalans: Union and Disunion

John Elliott

Yale University Press, 2018

Cataluña fue el tema del primer libro de John Elliott, La rebelión de los catalanes, publicado en 1963. Estaba basado en su tesis doctoral, sobre el origen de la rebelión catalana de 1640 contra Madrid. Mientras investigaba en Barcelona, un policía le amonestó por hablar catalán en lugar de castellano, “la lengua del Imperio”. Pues bien, ¡cómo han cambiado los tiempos! Uno de los historiadores más distinguidos de Gran Bretaña, cuyo libro Imperios del mundo atlántico estableció una magnífica comparación entre el Imperio británico y el español en América, ha retrocedido ahora en la historia para ofrecer a unas generaciones más jóvenes de escoceses y catalanes, en Scots and Catalans: Union and Disunion, una historia detallada e imparcial de las raíces del dilema al que se enfrentan en la actualidad. En esta obra ha escrito una historia comparada de dos pueblos sin Estados propios cuyos intentos “de definir, replantearse y quizá transformar su relación con las entidades políticas a las que pertenecen han ocupado titulares de prensa en todo el mundo”.

El autor señala las significativas diferencias entre las dos historias nacionales. “Una diferencia evidente es que Escocia fue un reino independiente durante siglos, mientras que Cataluña nunca fue un Estado verdaderamente independiente”. Fue un principado que formaba parte de una federación, la corona de Aragón, que se unió con la corona de Castilla como consecuencia del matrimonio entre Fernando de Aragón e Isabel de Castilla en 1469. En los dos casos, el efecto de la unión fue similar: tanto Escocia como Cataluña conservaron sus formas tradicionales de gobierno, pero pasaron a estar vinculados a un vecino mucho más poderoso. Elliott advierte, con humildad, que, cuando comenzó este trabajo, la historia de Escocia era “territorio desconocido” para él, y que su conocimiento de la historia de Cataluña y España “tendía a extinguirse hacia principios del siglo XIX”. Este libro indica que es demasiado modesto: la escritura de Elliott sigue caracterizándose por sus sólidas opiniones históricas y su prosa elegante. Después de haber vivido en Barcelona 14 años y conocer bien Escocia, este ávido lector de libros de historia puede decir que, al cerrar estas páginas, había aprendido muchas cosas. No estamos ante la compleja historia de unos nacionalistas unidos por los agravios de los que han sido víctimas, sino ante una realidad muy sencilla: cuando la cabeza se deja dominar por el corazón, no puede haber ningún resultado racional que satisfaga a todo el mundo.

La historia de Cataluña y la de Escocia tienen similitudes que John Elliott repasa con cuidado; el sentimiento independentista en los dos lugares está poniendo a prueba la unidad de dos de los Estados más antiguos de Europa. Hace cuatro años, el referéndum celebrado en Escocia no proporcionó el apoyo suficiente para la causa de la independencia, si bien la causa no ha desaparecido del todo, entre otras cosas, debido al Brexit; porque la mayoría de los escoceses se opone a salir de la UE. El año pasado, en una votación caótica que los partidarios de la independencia de Cataluña denominaron referéndum, con una participación del 43%, se estima que nueve de cada 10 votantes aprobaron escindirse de España, pero las cifras no son fiables. La votación fue ilegal, según el Gobierno español. El problema ha causado amargas divisiones en Cataluña, a menudo incluso dentro de las familias. Por otra parte, los hechos del año pasado pusieron de relieve la falta de apoyo a la independencia, sobre todo pero no exclusivamente, entre los catalanes que tienen sus raíces fuera de la región y se identifican, ante todo, como españoles. Además, la votación envenenó las relaciones entre los nacionalistas catalanes y las autoridades centrales de España en mucha mayor medida que en el caso de Escocia y Londres. John Elliott no tiene reparos en criticar a las fuerzas españolistas de Madrid, que “desperdiciaron una estupenda oportunidad para elaborar un relato nacional ‘español’ que hubiera evitado el burdo nacionalismo de tiempos pasados y se hubiera centrado en cómo la España de 1978 logró conciliar unidad y diversidad en beneficio de todo su pueblo”. Los caóticos acontecimientos de 2017 son, en opinión de Elliott, responsabilidad de las autoridades catalanas, que “se colocaron inequívocamente al margen de la ley […] Con su arrogante presunción de hablar en nombre de toda Cataluña y su sistemática descalificación de España como ‘el enemigo’, abrieron una brecha que dividió a la sociedad catalana en dos”.

El pasado de Cataluña estuvo unido al Imperio de Carlomagno tras ser reconquistado por los árabes en el año 801. Durante la Edad Media, estuvo unido al Reino de Aragón. Las relaciones con Castilla fueron cambiantes, tal y como le sucedió a Escocia con Inglaterra. A finales del siglo XIII, Escocia había quedado supeditada a una Casa Real dominante y, en 1320, la Declaración de Arbroath subrayaba “el concepto de soberanía nacional y el sentimiento escocés de ser un país en el que la relación entre gobernantes y gobernados era, como en la Corona de Aragón, de carácter contractual”. Cataluña tenía sus propias leyes e instituciones representativas, y estaba orgullosa de ellas. En 1640, cuando los catalanes sospecharon que Madrid quería arrebatarles esas libertades, se alzaron en rebelión. Lo mismo ocurrió durante la Guerra de Sucesión, en 1701-1714, cuando la “desastrosa decisión” de Cataluña de apoyar al candidato Habsburgo para el trono vacante de España provocó que el Ejército real sitiara Barcelona durante 15 meses. Elliott dice que el principado recibió un “tratamiento de territorio ocupado”. Los años de Franco dejaron un legado amargo, pero también en otras partes de España, entre ellas el País Vasco.

Las relaciones entre Escocia e Inglaterra estuvieron llenas de suspicacias y estereotipos: los escoceses consideraban a los ingleses soberbios y arrogantes y los ingleses consideraban a los escoceses vagos y codiciosos. Pese a ello, la “unión de corazones y mentes” que Jacobo VI de Escocia (Jacobo I de Inglaterra) aspiraba a crear fue haciéndose poco a poco realidad, y a ello contribuyó el que los Estuardo ocuparan el trono en Londres y Edimburgo. Después de la Ley de Unión de 1707, el éxito del proyecto imperial británico permitió que escoceses (que desempeñaron un gran papel en la política, el Ejército y el comercio imperiales) e ingleses ensalzaran la unión como modelo de cooperación inteligente. La contribución de los intelectuales y científicos escoceses a la Ilustración europea no tiene paralelo ni puede compararse con la de España y Cataluña. Lo cual no impide reconocer que, desde mediados del siglo XVI, Barcelona y sus alrededores se convirtieron en el centro de una red cada vez más urbanizada a medida que la población aumentó debido a la expansión del sector textil catalán.

La “incorporación de los dos territorios a sus respectivas uniones a partir de 1070 siguieron métodos muy diferentes”. La unión de Inglaterra y Escocia “se presentó como un Tratado entre dos reinos soberanos […] En España, por el contrario, la corona de Aragón tuvo que aceptar las condiciones de un monarca victorioso que estigmatizó a sus súbditos al calificarlos de rebeldes y dio por sentado que su rebelión le otorgaba el derecho a decidir su futuro”.

En los siglos XVIII y XIX y la primera mitad del XX, los frecuentes golpes militares en un país que seguía siendo pobre y turbulento y la represión de los nacionalistas catalanes por parte del Estado contrastó enormemente con el liberalismo, el crecimiento económico y la relativa paz interior que se vivían en Gran Bretaña. Ya con la Restauración de 1662, los escoceses tenían un papel importante en la Corte y en Londres, y, después de la Ley de Unión de 1707, estuvieron representados en Westminster, en un Parlamento y una Cámara de los Lores que eran muy poderosos. La monarquía absoluta que reinaba en España no disponía de un lugar equiparable en el que se intercambiasen ideas y poder. Seis de los 11 primeros ministros británicos entre 1868 y 1935 fueron escoceses, de nacimiento o de familia; los catalanes no tuvieron una presencia seria en el Gobierno de Madrid hasta finales del XIX. El número de escoceses en altos cargos de la Administración, la City y las fuerzas armadas no tiene nada que ver con el de catalanes en las instituciones de Madrid.

Los matrimonios entre escoceses e ingleses, y no solo entre las clases dirigentes, también fueron un factor crucial y ausente en la Península Ibérica. Aunque los comerciantes catalanes prosperaron con el comercio y las inversiones en las colonias, en particular en la Cuba del siglo XIX, los beneficios que reportaron a Escocia el comercio con India y Norteamérica y los puestos importantes en la burocracia imperial tuvieron una dimensión mucho mayor. Los monarcas británicos, con la excepción de Carlos I y Jacobo II en el siglo XVII, manejaron Escocia con mucha más habilidad que los gobiernos de Madrid. La afición de la reina Victoria a pasar sus veranos en Escocia colocó la neblinosa región del norte en el mapa internacional y le dio un prestigio inimaginable.

Un aspecto fundamental del problema catalán es la lengua, algo que no sucedió en Escocia, donde el gaélico ya había desaparecido de las Tierras Bajas en la Edad Media. Jordi Pujol, presidente de la Generalitat entre 1980 y 2003, se propuso convertir la Cataluña bilingüe en un territorio en el que se hablara catalán de forma predominante, mediante las políticas educativas, una cadena de televisión, instituciones culturales y relaciones públicas. La historia catalana que se enseña en los colegios no tiene nada que ver con la de España, algo que no ocurre en el caso de Escocia e Inglaterra. Y en TV3, la cadena catalana, la previsión del tiempo para Madrid se incluye junto a la de otras capitales europeas.

Los catalanes son famosos por su sentido común, el seny, y los escoceses, por su prudencia. Tanto Escocia como Cataluña pensaron que la UE les ofrecía la posibilidad de expresarse bajo el techo europeo en vez de un Estado tradicional, pero la Unión no mostró el menor interés ni por la independencia escocesa en 2014 ni por alentar a los nacionalistas catalanes en 2017. Estos últimos se vieron sorprendidos por la dureza del rechazo europeo. Sin embargo, los dos pueblos son propensos a la rauxa, una pasión que se apodera de las masas y es, por su propia naturaleza, transitoria. Elliott subraya que tales “incongruencias” no son exclusivas de los catalanes, “pero es posible que las circunstancias históricas, y en especial la frecuente marginación de los dos países por parte de unos vecinos con más poder político, haya dado a esas incongruencias una intensidad especial”.

Puede que algunos catalanes y escoceses se ofendan por el argumento del autor de que sus ideas están impregnadas de un sentimiento de “victimismo”. Pero tienen que agradecer a John Elliott que haya escrito un libro de una erudición inmensa, en el que también responsabiliza a Madrid y Londres por su falta de imaginación. Un liderazgo apropiado, que, por desgracia escasea en la Europa actual, habría evitado el enfrentamiento con dos pueblos menos poderosos, los de estos dos reinos tan antiguos.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia