Los acontecimientos en el mundo árabe han demostrado la inutilidad e imprudencia de la política desarrollada por España en la region. A pesar de todo lo que se ha europeizado, la Administración española sigue centrada en los intereses nacionales y no ha definido sus objetivos estratégicos más allá de los intereses comerciales y la seguridad.

 

CRIS BOURONCLE/AFP/Gettyimages

 

La respuesta oficial de España a los acontecimientos que se desarrollan en la región de Oriente Medio y Norte de África (MENA, en sus siglas en inglés) ha sido contenida. Sólo la brutal represión ejercida por Muamar el Gadafi contra su pueblo ha sido capaz de provocar una reacción en José Luis Rodríguez Zapatero, más propenso siempre a centrarse en las cuestiones internas. Se convocó una reunión del gabinete de crisis, no por una preocupación humanitaria acerca de la situación de los libios, sino para analizar los posibles problemas de suministro energético derivados de la situación y la amenaza de oleadas de inmigrantes a nuestras costas. Mientras tanto, ACNUR pidió a "todos los países que sean conscientes de las necesidades humanas actuales, con todas las personas que huyen de la violencia selectiva, las amenazas y las violaciones de los derechos humanos en Libia". Si la caracterización hecha por el responsable de la cartera de Exteriores italiano, Franco Frattini, de los sucesos como "inmigración ilegal, terrorismo y radicalismo islámico" parece cruel, la reacción de España no queda muy a la zaga.

El presidente Zapatero y la ministra de Asuntos Exteriores española, Trinidad Jiménez, han asegurado que su vecino marroquí es diferente, que "en Marruecos el proceso de reformas se inició hace muchos años". No deberían confiarse. También Hillary Clinton dijo hace unas semanas que le impresionaba "el compromiso del Gobierno de Bahréin con la vía democrática que ha emprendido". Pero para construir una sociedad libre no bastan con celebrar unas elecciones. Y más, mientras las palancas del poder en Rabat y Manama sigan estando en manos de sus respectivas familias reales. El primero no es distinto, pese a su apariencia reformista. Aunque las protestas han comenzado más tarde y, hasta ahora, han tenido menor dimensión, las demandas de los manifestantes son similares a las de toda la región: reducción de los poderes del monarca, fin de la corrupción y dimisión del Gobierno. La gente quiere tener voz respecto a la forma de dirigir sus países, y, si la UE y los Estados europeos no hubieran mimado a sus reyes y dictadores durante tanto tiempo, quizás habrían podido airear sus frustraciones antes.

Cerrar los ojos ante la violación de los derechos humanos no es mantener una posición neutral; es apoyar al dictador

Por consiguiente, decir que "intervenir antes en Egipto habría sido una injerencia" es una hipocresía. La postura del Gobierno español de que las fuerzas políticas y sociales autóctonas deben ser las que dirijan los procesos de reforma en cada país revela una falsa neutralidad. Cerrar los ojos ante la falta de democracia y la violación de los derechos humanos no es mantener una posición neutral; es apoyar al dictador que reprime a su pueblo. España, tradicionalmente, se ha llevado bien con los autócratas de la región, para proteger sus intereses económicos, cortar las posibles oleadas de inmigrantes y evitar amenazas contra la seguridad. Pero los acontecimientos actuales han demostrado la inutilidad e imprudencia de esa política. A pesar de todo lo que se ha europeizado, la política española sigue centrada en sus intereses nacionales. Madrid necesita definir sus objetivos estratégicos generales y sus prioridades de política exterior más allá de sus necesidades comerciales y de estabilidad en sentido estricto. Está muy bien que el Rey Don Juan Carlos y otras autoridades visiten los Estados árabes con el fin de promover los lazos comerciales y las oportunidades de inversión, pero esas iniciativas deben estar insertadas en una estrategia más amplia. Una política nacional coherente, que esté por encima de los intereses de partido, contribuirá a asegurar la importancia española en las instituciones europeas e internacionales.

Dicha política tendrá también que incluir la defensa de sus principios teóricos de democracia y multilateralismo, y no sólo a base de poner en marcha iniciativas desleídas que ayuden a tranquilizar las conciencias, como la Alianza de Civilizaciones o la celebración de reuniones interconfesionales. Es posible que la colaboración con los dictadores sirva para proteger a corto plazo los intereses comerciales  y de seguridad, pero, a la hora de la verdad, sólo ofrecen una estabilidad engañosa. La transición política y la incorporación de España a las instituciones europeas, relativamente recientes, suelen servir de referencia para los activistas demócratas árabes, y dan legitimidad a los intentos de promover las reformas políticas en los países vecinos. Moncloa no ha de seguir escondiéndose detrás de unas concepciones estrictas de los derechos humanos para justificar su falta de intervención. Hasta cierto punto, el apoyo deliberado a los gobiernos autoritarios ha sido reflejo del miedo a que unas elecciones libres y limpias permitieran la llegada al poder de los islamistas. Madrid no debería caer en eso, aunque sólo sea por su familiaridad con el Partido Justicia y Desarrollo de Marruecos (PJD). Ha de asumir la iniciativa y presionar para que la UE se haga a la idea de que los partidos políticos islamistas van a tener que desempeñar un papel importante dentro de la transición a la democracia. No hay duda de que los Hermanos Musulmanes formarán parte del Gobierno en el Egipto post Mubarak. Merecen una oportunidad de demostrar que pueden competir, e incluso gestionar, en un sistema electoral pluralista.

España tiene cada vez menos influencia en la región. Los intentos de que la cumbre UE Mediterráneo se celebrara en Barcelona en 2010, primero en junio y luego en noviembre, fracasaron. La Unión para el Mediterráneo está prácticamente igual que cuando nació y su secretario general ha dimitido. El deseo de ex ministro de Asuntos Exteriores español, Miguel Ángel Moratinos, de colocar al Estado español como actor fundamental en Oriente Medio tampoco prosperó. A través de las instituciones europeas, Madrid puede tratar de asumir un liderazgo que refleje su relación privilegiada con las Administraciones del Norte de África. Al fin y al cabo, consiguió presionar para que se concediera a Marruecos un estatus preferente en sus relaciones con Bruselas. Lo que debe hacer ahora es llenarlo de contenido. Las políticas de los Veintisiete respecto a los países vecinos están tan devaluadas por la facilidad de llegar a acuerdos y concesiones que ya no se valora la condición de preferente más que como un gesto simbólico. La UE debería convertir ese rango en un marco para reformas significativas. Tiene que dejar claro qué cambios políticos y económicos espera por parte de los interlocutores y qué está dispuesta a ofrecer a cambio. Dado que la plena integración no es una posibilidad, los mejores incentivos que quedan son la liberalización del comercio, sobre todo de los productos agrarios, y la política de visados. Pedir un Plan Marshall para África está muy bien, pero el problema no se soluciona gastando dinero. El ofrecimiento de unas concesiones que a la Unión le resultan dolorosas justificaría una política de condicionalidad que, hasta ahora, ha estado vacía de significado. En caso contrario, la Política Europea de Vecindad renqueará durante varios años y acabará disolviéndose en la próxima repetición del modelo.

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