El ser humano lleva lidiando con plagas y enfermedades infecciosas desde siempre, pero las sociedades actuales son más frágiles que las anteriores.

Plagues Upon the Earth: Disease and the Course of Human History

Kyle Harper

Princeton University Press, 2021

La pandemia de Covid-19 sorprendió al mundo. Todos experimentamos el retroceso a una época en la que no existía la protección de intervenciones médicas eficaces. Lo que sucedió en todo el mundo, con escasas excepciones, hasta el siglo XIX. El origen de la pandemia y la mejor manera de tratarla siguen siendo temas polémicos. De lo que no cabe duda es de que la Covid-19 ha trastocado nuestras vidas como ningún otro acontecimiento desde la Segunda Guerra Mundial y todavía lo hace, puesto que nos ha obligado a reevaluar las cadenas de suministro en todo el mundo.

Hay muchos motivos para leer este libro de una historiadora cuya obra sobre la caída del Imperio romano, hace cinco años, incluyó al cambio climático y las enfermedades en una historia que creíamos conocer. El estilo de este libro es fluido y elegante, lo que permite a Kyle Harper hacer uso de un vasto corpus de literatura académica y escribir un relato que siempre resulta fascinante a pesar de ser, a veces, bastante técnico. Los tres últimos capítulos, que explican el largo y complejo camino que recorrimos hasta que llegamos a comprender y superar las enfermedades infecciosas, son modelos de claridad. 

Si este libro demuestra algo es que la marcha del progreso no es lineal. Cuando las pandemias empezaron a disminuir, en los primeros años de la era industrial, los nuevos brotes de cólera y otras enfermedades crearon, a través del comercio a larga distancia y el envío a granel de productos tropicales, una nueva ecología mundial de enfermedades. La responsabilidad no fue de la guerra ni la hambruna sino de la prosperidad en tiempos de paz, una idea que el historiador y estadista árabe del siglo XIV Ibn Khaldun ya comprendió en su día. En los imperios agrarios, los aumentos demográficos también podían dar lugar a epidemias letales y la desintegración social.

El autor se detiene en las enfermedades tropicales, que muchas veces han estado desatendidas, pero explica que “la mejora de la esperanza de vida no se consigue solo con ideas, sino con ideas llevadas a la práctica, especialmente por parte de gobiernos competentes”. La idea de que la mejora de la salud pública y la prevención de brotes de diferentes enfermedades permitieron al Estado fortalecerse e interferir cada vez más en la vida de los pueblos que gobernaba recorre todo el libro. Sucedía ya en la antigua Roma, pero la historia de Londres, París y Nueva York está íntimamente ligada a la construcción de grandes redes de alcantarillado, el suministro de agua potable y el establecimiento de hospitales. Siglos antes, la cuarentena a la que se sometía a los viajeros que llegaban por mar a los puertos del sur de Europa era un presagio de lo que iba a ocurrir.

El libro cuestiona muchos relatos históricos convencionales. Los hallazgos paleopatológicos demuestran que nuestra salud se resintió cuando empezamos a cultivar la tierra. Quizá las aldeas agrícolas eran demasiado pequeñas para sostener unas cadenas de transmisión de enfermedades respiratorias contagiosas, pero la vida sedentaria, con animales domesticados y sin alcantarillado hizo que se acumularan montañas de heces y, como consecuencia, provocó la transmisión fecal-oral de enfermedades intestinales que los historiadores suelen pasar por alto.

El descubrimiento del Nuevo Mundo recibe muchas veces el nombre de Intercambio colombino. Los europeos nos trajimos los cultivos y dejamos allí los gérmenes. Los capítulos sobre las consecuencias de la conquista española y portuguesa de Centroamérica y Sudamérica son especialmente interesantes para los lectores españoles, puesto que Harper tiene claro que centrarse demasiado en las enfermedades cuando se analiza la destrucción de los imperios azteca e inca hace que “la despoblación del Nuevo Mundo parezca un lamentable accidente y quita importancia al papel de la violencia y la explotación”.

Algunas partes de este libro son bastante técnicas, pero constituyen una lectura interesante incluso para un profano. Los nuevos estudios sobre el parentesco evolutivo (filogenética), las secuencias del genoma completo (genómica) y el ADN recuperado de los restos arqueológicos ofrecen pruebas que suelen ser más precisas que los documentos históricos. La genética no anula necesariamente los relatos tradicionales, pero sí los matiza muchas veces. El autor cree que la agricultura se extendió, según parece, porque los agricultores expulsaron a los cazadores-recolectores, no porque estos empezaran a dedicarse a la agricultura. Algunos virus saltaron de los roedores y los murciélagos, a través del ganado, a los seres humanos. La tuberculosis humana es más antigua que la bovina: los seres humanos contagiaron a las vacas, no al revés. La peste bovina y el sarampión fueron un efecto secundario e involuntario del desarrollo social. Los datos de la genómica están reescribiendo la historia.

Varios capítulos, como el de la unificación de los trópicos, son magníficas narraciones históricas. En septiembre de 1620, el Mayflower zarpó del sur de Inglaterra con destino a la colonia de Virginia. Aunque la mitad de los colonos no sobrevivieron al duro invierno de Cape Cod, “en la tradición americana, estos colonos obstinados, miserables y constituyentes fueron el germen de una nueva nación”. Un barco con el mismo nombre partió de Inglaterra una generación después, en 1647. Procedía del mismo entorno mercantil, pero primero fue a la costa de África Occidental, donde intercambió mercancías por esclavos, 352. “Estos migrantes involuntarios estaban destinados a la venta en Barbados, una posesión inglesa que vivía los primeros y febriles estertores de su transformación en una sociedad esclavista dedicada al cultivo de azúcar. Casi uno de cada siete cautivos a bordo del Mayflower murió durante la travesía del Atlántico; los supervivientes fueron condenados a servir en una brutal y floreciente economía de plantaciones”. Los dos barcos fueron los símbolos de dos modelos diferentes de colonización: uno basado en el asentamiento de colonos y el otro, en la explotación del trabajo en su forma más descarnada”. Las consecuencias que tuvo la trata de esclavos europea en África y América y en cuestión de enfermedades y epidemias están relatadas de forma brillante. Aquí, como en otras partes de este gran libro, el autor no moraliza.

Por último, otra gran virtud de este libro es que está centrado en los gérmenes y en la evolución. Los dos primeros capítulos son de difícil lectura para una mente científicamente inculta. Pero el esfuerzo merece la pena, ya para entender la historia es esencial comprender mejor la microbiología, la primatología y la biología evolutiva. Harper escribe: “Este es un mundo de microbios. Nosotros nos limitamos a vivir en él… Somos entornos de alojamiento cálidos, ricos en nutrientes y bien defendidos”. La ecología de la enfermedad nos moldea tanto como nosotros a ella. Harper describe los factores humanos que contribuyeron a la prolongada crisis general del siglo XVII. La presión demográfica, la escasez de alimentos, la urbanización, las condiciones insalubres de nuevas instituciones como las cárceles y los hospitales, para no hablar de unas guerras a mayor escala, agravaron los brotes de enfermedades.

La conclusión debería hacernos más humildes. “El dominio de la naturaleza por parte de los seres humanos puede tener altibajos a medida que evolucione este experimento sin precedentes de dominio planetario, de destino incierto. Lo paradójico es que, en cierto modo, somos más frágiles que nuestros antepasados, precisamente porque nuestras sociedades dependen de un grado de seguridad contra las enfermedades infecciosas que quizá no sea realista”. Seguramente esa es la conclusión correcta para un mundo que espera la próxima pandemia.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia