Miembros de las FARC en el estado de Narino, Colombia (Luis Robayo/AFP/Getty Images)

He aquí las amenazas y los retos que acechan al acuerdo de paz en el país.

Colombia se encuentra inmersa, en este momento, en la implementación de los acuerdos de paz con las FARC, en lo que tiene que ver, no solo con la aprobación de las leyes desde las que poner en marcha todo el andamiaje de participación política y justicia transicional, sino en lo que respecta a la entrega de armas y desmovilización de combatientes.

Durante meses, el Gobierno colombiano ha hecho campaña sobrelo necesario que resulta para el país trabajar por conseguir un escenario de este tipo,enfatizando en las bondades, en principio incuestionables, de lo que representa un proceso de estas características.

Sin embargo, lo cierto es que resulta imprescindible asumir un cierto aire de escepticismo, a tenor de cuáles son los elementos que, generalmente, han sostenido la violencia en Colombia y cuál es el grado de desatención que aún, hoy en día, continúa presente.

En primer lugar, conviene señalar que la razón explicativa de las muertes violentas en el país no se encuentra, ni mucho menos, vinculada al conflicto armado. Sin duda, éste ha dejado, según el Centro Nacional de Memoria Histórica, 220.000 muertes en los últimos cincuenta años, pero, en ningún caso, esta cifra significó de manera directamás del 10% sobre el total de los homicidios violentos. De esta manera, el 90% de las muertes que, año tras año, han tenido lugar en Colombia han sido fruto de la delincuencia común. De hecho, como reconocía la Organización de Estados Americanos recientemente, ocho de cada diez homicidios violentos se producen con arma de fuego.

En segundo lugar, los acuerdos de paz de La Habana con las FARC suponen, en sí, lo que en resolución de conflictos e investigación para la paz se denomina como “paz negativa”. Es decir, la paz concebida como la ausencia de guerra, pero no como la ausencia de las condiciones estructurales y simbólicas que dieron lugar a dicha guerra. Expresado de otro modo, el verdadero reto del Gobierno colombiano se encuentra en lo que se denomina como posviolencia o posconflicto armado, y que exige toda una nueva definición estructural, institucional y política del Estado colombiano, siendo aquí donde radica la mayor dificultad.

No quiere decir esto que finalizar un conflicto armado no sea cuestión baladí. Lo que significa es que, el verdadero reto de superar la violencia política en Colombia pasa por lo que llega después del acuerdo, a efectos de su implementación. Así, el país adolece en la actualidad con, aproximadamente, veinte millones de personas pobres, en situación de vulnerabilidad.A estas, se añade el hecho de que hay más de siete millones de desplazamientos forzados y otros tres millones de personas que no saben leer y escribir. Así mismo, nos encontramos con el país más centralizado de América Latina, donde el 85% del presupuesto del Estado lo gestiona el Gobierno central, y el coeficiente Gini, según CEPAL, es de 0,54, lo que hace de Colombia el segundo país más desigual del continente y uno de los más desiguales del mundo. El informe sobre Desarrollo Humano de Naciones Unidas de 2011 alertaba de una cuestión, aún irresoluta: el 1,1% de la población colombiana concentra casi el 50% de su territorio. Y, podemos seguir. Nos encontramos con el décimo país del mundo en precariedad laboral, con niveles de informalidad que, en algunas regiones, supera el 80%. De la misma manera, el estigma del narcotráfico sigue presente. Entre 2015 y 2016 la superficie cultivada de coca se incrementó en más de 30.000 hectáreas y, en la actualidad, Colombia presenta una superficie cocalera de 96.000 hectáreas que, es de largo, la mayor del mundo.

Como se entenderá, y aunque el acuerdo de paz apunta algunos elementos en favor de la descentralización municipal y la promoción de cultivos alternativos, lo cierto es que la desactivación de estos elementos como concomitantes de la violencia en Colombia exigen una redefinición de los aspectos de base, respecto de cómo se organiza el Estado colombiano. Es imprescindible fortalecer la democracia local, la rendición de cuentas y la transparencia, aproximar los extremos yacortar la distanciaentre quienes toman la decisión de la política pública y sus beneficiarios. Con todo, resulta prioritario fortalecer la participación ciudadana en tanto que la cultura política colombiana, hasta el momento, si por algo se caracteriza, es por desafección y desconfianza. Dos perversos elementos que, como plantean en algún momento los economistas, DaronAcemoglu y James A. Robinson, han contribuido a que las élites políticas colombianas desatendieran, sin consecuencia alguna, las demandas sociales de la ciudadanía en aquellos enclaves de mayor vulnerabilidad y violencia.

Es decir, sin generación de ingresos locales, sin fortalecimiento de una institucionalidad municipal, acompañada de los debidos organismos de control, y sin asignación de competencias y una mayor transferencia de recursos, resulta muy difícil ser optimista con el acuerdo de paz de La Habana.

Y he ahí la principal amenaza. La violencia en Colombia, desde hace décadas viene lastrada por su proximidad a las fuentes de poder criminal que, precisamente, encuentran en todo lo anterior, un balón de oxígeno para proliferar y consolidarse en las regiones más periféricas del país. Enclaves en muchas ocasiones fronterizos, donde la ausencia del Estado es una ventana de oportunidad y donde el control de los cultivos y de las rutas cocaleras termina siendo un negocio más que rentable.

Conversando con un antiguo comandante de las FARC, comentaba el riesgo inmediato de que varios frentes de la guerrilla desistan del acuerdo de paz y vuelvan, nuevamente, a las armas. Días atrás, otro excomandante, en este caso, del ELN, señalaba que esta guerrilla avanzaría, o no, en las negociaciones que deben empezar en los próximos días en Ecuador, en función de cómo se implementaran los acuerdos con las FARC.

Por si fuera poco, concurren tres elementos conexos con lo anterior que afectan directamente a la sostenibilidad de la paz en Colombia. En primer lugar, la propia negociación con la guerrilla del ELN. Una guerrilla, en términos de pie de fuerza y alcance territorial, mucho más débil que las FARC, pero, con unas particularidades propias que no facilitan el diálogo. Un componente ideológico mucho más ortodoxo, unido a un equipo negociador mucho más beligerante, se suma a una agenda en la que se encuentran temas mucho más espinosos, como el modelo extractivo, y una organización más horizontal que las FARC, donde la confrontación de posiciones, ad intra del grupo armado, resulta mucho más evidente.

En segundo lugar, se encontraría la persistencia de la amenaza paramilitar. El paramilitarismo, redefinido a modo de “bandas criminales”, sigue presente en más de 200 municipios del país, y cuenta con un volumen de efectivos que supera los 2.000. Integrados en el negocio de la coca, se encuentran detrás de la muerte de más de sesenta activistas sociales en el último año y son una amenaza, no solo a modo de crimen organizado, sino respecto de la implementación real y efectiva de los acuerdos, principalmente, en aquellos escenarios donde la debilidad institucional se presenta con mayor evidencia.

Por último, está el escenario de las próximas elecciones presidenciales de 2018. La baja popularidad de Juan Manuel Santos, unido a la atomización de la izquierda y la ausencia de nombres fuertes como candidatos continuistas con el acuerdo de paz, supone un riesgo para una política de gobierno que debería entenderse, per se, como política de Estado. En este momento, el escenario más probable a efectos de una eventual segunda vuelta se concentra en el lado más conservador del tablero político, yescéptico cuando no enemigo del acuerdo de paz. Eso, unido a una eventual reconfiguración de la relación con Estados Unidos no hace sino llevarnos a la conclusión de que el tiempo corre en contra de la paz en Colombia y que los esfuerzos para consolidar la misma, se encuentran, todavía muy lejanos.