La escalada de las tensiones entre la oprimida comunidad musulmana rohingya con el Ejército birmano y los nacionalistas budistas podría arrastrar a esta región del país asiático a la violencia entre etnias.

Un soldado birmano hace guardia en un campo de desplazados de Rohingya. Romeo Gacad/AFP/Getty Images
Un soldado birmano hace guardia en un campo de desplazados de Rohingya. Romeo Gacad/AFP/Getty Images

El pasado 9 de octubre, centenares de hombres armados con machetes, cuchillos y algunas pistolas atacaron tres puestos de la Policía Fronteriza birmana en los distritos de Maungdaw y Rathedaung, en el norte del estado birmano de Arakan, junto a la frontera con Bangladesh. Los atacantes, pertenecientes a la oprimida etnia musulmana rohingya, mataron a nueve policías y robaron 50 armas y miles de cartuchos de munición a las fuerzas de seguridad. La reacción no se hizo esperar. El Ejército birmano declaró “zona de operaciones militares” tres distritos de Arakan de mayoría rohingya y lanzó una campaña de búsqueda y captura de los militantes bajo el nombre de “Operación puerta trasera” que todavía continúa.

Desde entonces, unos 3.000 desplazados internos budistas de la etnia arakanesa, mayoritaria en el estado, han huido a la capital del estado, Sittwe. Los centenares de miles de civiles rohingyas que viven en Maungdaw lo tienen más difícil: las restricción de movimientos casi total a las que los somete el Gobierno birmano desde hace decenios les impide huir en busca de un refugio seguro.

Resulta difícil saber con certeza qué está ocurriendo en el norte de Arakan. Para viajar allí, habitualmente los periodistas y cooperantes extranjeros necesitan obtener un permiso especial del Gobierno del estado que no siempre reciben, pero, desde el principio de la “Operación puerta trasera”, el Ejército ha restringido totalmente el acceso a periodistas y observadores extranjeros a los tres distritos, con la excepción de una delegación de diplomáticos y personal de la ONU que viajó a la zona esta semana en una visita guiada con las Fuerzas Armadas. Incluso agencias internacionales de Naciones Unidas tienen vetado el acceso a la zona y son incapaces de distribuir una ayuda esencial para una población sumamente empobrecida.

Se cree que al menos 15.000 civiles rohingyas han tenido que abandonar sus pueblos para refugiarse en las montañas de las batidas militares en sus pueblos o han sido expulsados por los soldados, y fuentes locales y diversas organizaciones de derechos humanos han acusado al Ejército de incendiar pueblos enteros, ejecutar a civiles e incluso de violaciones masivas de mujeres rohingyas. El Gobierno birmano niega las acusaciones, pero estas prácticas son históricamente habituales en las operaciones de contrainsurgencia del Tatmadaw (el Ejército del país) contra las diferentes guerrillas étnicas que han luchado contra el Estado central desde la independencia del país en 1948.

Ante dichas acusaciones Aung San Suu Kyi, la líder de facto del Gobierno civil del país, se ha limitado a declarar durante una visita oficial esta semana a Japón que “el problema en Rakhine [como se conoce también Arakan] es extremadamente delicado y se necesita cautela en la respuesta. El Gobierno está reaccionando ante el problema del Estado de Rakhine siguiendo los principios del Estado de derecho”.

Tin Maung Shwe, secretario ejecutivo del Estado de Arakan, defendió las actuaciones del Ejército durante una entrevista con este reportero en Sittwe: “Hemos firmado la Convención de Ginebra y llevamos a cabo las operaciones ajustándonos a la ley. En algunos pueblos, los habitantes reciben a nuestras tropas con los brazos abiertos y no hay ningún problema. En otros, la gente huye. En otros lugares, algunas personas atacan a las fuerzas de seguridad usando cuchillos y algunas armas; en esos momentos, los soldados disparan y los atacantes mueren.”

Cuando le pregunté si era necesario emplear fuerza letal para neutralizar a los rohingyas que mostraran signos de resistencia, incluso si no portaban armas de fuego, Tin Maung Shwe respondió: “Tu idea es correcta, pero eso es una zona de operaciones. Eso significa que no hay consideraciones, que no se piensa. Solo hay una orden: si alguien responde, disparas.” Poco después añadió: “Tenemos que proteger nuestros intereses nacionales, y esos musulmanes no forman parte de ellos. Lo que piensen los extranjeros no nos importa. Debemos proteger nuestro territorio y nuestra población; los preocupaciones humanitarias son una prioridad secundaria”.

 

Distinciones difusas entre militantes y civiles

En las operaciones militares, cualquier rohingya es visto como un militante en potencia. “Todos los pueblos bengalíes son como bastiones militares”, declaró hace poco a Radio Free Asia Aung Win, diputado regional y presidente de una comisión regional nombrada para investigar los ataques.

“En realidad, solo hay entre 30 y 50 militantes, pero han movilizado a miles de personas para ayudarlos. Disponen de una red que han estado preparando durante cinco meses; tienen un plan maestro. Los militantes llegaron por mar en pequeños grupos, de dos o tres personas, tomaron posiciones, se desperdigaron por los pueblos, organizaron a la comunidad musulmana y proporcionaron adiestramiento militar para usar armas de fuego o practicar kárate,” me explicaba Tin Maung Shwe.

Según él, esta información procede de las confesiones de 16 detenidos, “a los que no torturamos en absoluto, nos lo dijeron todo con facilidad”, añadió el Secretario Ejecutivo antes de que este reportero insinuase la posibilidad de torturas, una práctica habitual en el país que en el pasado ha producido confesiones de delitos inexistentes.De hecho, el Gobierno ha reconocido que un detenido ha muerto cuando se hallaba bajo custodia, pero ha explicado que falleció después de desmayarse cuando forcejeaba con policías tras haber tratado de arrebatarles un arma.

Musulmanes Rohingya en un campo de desplazados en Sittwe. Romeo Gacad/AFP/Getty Images
Musulmanes Rohingya en un campo de desplazados en Sittwe. Romeo Gacad/AFP/Getty Images

No sólo la población rohingya del norte de Arakan se halla bajo sospecha. En los campos de desplazados internos de los alrededores de Sittwe, donde al menos 90.000 rohingyas están confinados desde las oleadas de violencia sectaria entre musulmanes y budistas que azotaron el Estado de Arakan en 2012, algunos pescadores afirman haber sido acosados por la Marina birmana mientras faenaban en el mar. En entrevistas con varios miembros de las tripulaciones de tres barcos de pesca diferentes, los pescadores contaron a este reportero cómo oficiales de la Marina les habían abordado, les habían obligado a subir a sus embarcaciones y les habían golpeado brutalmente uno por uno antes de dejarles marchar, no sin antes advertirles que no volvieran a pescar o serían ejecutados. En uno de los casos, los oficiales les obligaron a entregar sus teléfonos móviles y revisaron sus contactos para comprobar si tenían números extranjeros, lo que supuestamente probaría su afiliación a alguna organización terrorista internacional.

 

¿Una nueva insurgencia rohingya?

Más de dos semanas después de los ataques en Maungdaw y Rathedaung, aún se sabe poco de sus autores. Cinco días después de los ataques, la Oficina del Presidente difundió un comunicado de prensa en el que acusaba a una nueva organización llamada “Aqa Mul Mujahidin”, vinculada a la Organización de Solidaridad Rohingya (RSO, en sus siglas en inglés), un grupo armado que se creía extinto desde hace al menos dos decenios. Según el comunicado, la organización tiene vínculos con organizaciones extremistas extranjeras y está liderada por un rohingya de Maungdaw que había sido entrenado por los talibanes durante seis meses en Pakistán. No obstante, la líder del país, Aung San Suu Kyi, en una de las pocas declaraciones que ha hecho hasta ahora sobre la crisis, dijo en una entrevista durante una visita oficial a India que “se trata simplemente de información de una sola fuente, no podemos dar por hecho que sea absolutamente correcta.”

Sin embargo, tras los ataques, los presuntos militantes han difundido varios vídeos en los que se autodenominan Harakat Al Yakeen (Movimiento de la Fe) y hacen un llamamiento a la yihad contra el Gobierno birmano para defender a los Rohingya. Según Chris Lewa, especialista en los rohingya y directora de la organización Arakan Project, es más que probable que dichos vídeos sean auténticos. En uno de ellos, subido a YouTube, los insurgentes proclaman en birmano luchar únicamente por los derechos de los rohingya y aseguran que no atacarán a civiles budistas, algo que hasta el momento no han hecho en ningún momento.

En cualquier caso, la existencia de un grupo armado rohingya activo, sea del signo que sea, es algo que no se había producido desde hacía décadas. Kyaw Hla Aung, un anciano abogado y político rohingya que vive en uno de los campos de Sittwe, me dijo: “he condenado estos ataques desde el principio, hemos tratado de apelar a la comunidad internacional de forma pacífica y estos ataques son un gran error. Otros grupos étnicos pueden hacerlo, nosotros no.” Para él, la razón de que algunos jóvenes decidieran tomar las armas es muy clara: “el Gobierno nos está ahogando”.

De entre todas las minorías que componen el complejo mosaico étnico birmano, la rohingya es probablemente la más oprimida de todas. Despojados de ciudadanía desde 1982, el Gobierno se niega a reconocerlos como una de las “razas nacionales” y los califica de “bengalíes”, en la creencia de que son inmigrantes ilegales procedentes de Bangladesh e ignorando las profundas raíces históricas de las comunidades musulmanas en el territorio del actual estado de Arakan.

Un grupo de budistas ultranacionalistas protestan contra los Rohingya en Yangón. Romeo Gacad/AFP/Getty Images
Un grupo de budistas ultranacionalistas protestan contra los Rohingya en Yangón. Romeo Gacad/AFP/Getty Images

Durante décadas, el Gobierno birmano ha violado sistemáticamente los derechos humanos de esta minoría de una forma particularmente cruenta. Tras la violencia sectaria entre budistas arakaneses y musulmanes que azotó Arakan en 2012, miles de rohingyas viven confinados en campos de desplazados y han perdido toda representación política cuando se vieron privados del derecho a voto en las elecciones de 2015. Hasta el año pasado, un gran número de ellos emigraban a Malasia y Tailandia en peligrosos viajes a través de la Bahía de Bengala, pero esa salida se cerró cuando las autoridades tailandesas y malasias desmantelaron las redes de tráfico de personas que los transportaban. Su situación ha cambiado poco tras la victoria de la Liga Nacional para la Democracia liderada por Aung San Suu Kyi el año pasado, pese a las esperanzas que suscitó en un principio entre la comunidad.

El surgimiento de un grupo armado rohingya puede desembocar en una espiral de violencia entre el Ejército y los militantes de consecuencias imprevisibles. También ha servido para avivar los miedos de la comunidad budista arakanesa local, en un contexto de tensión intercomunal extrema. “No podemos vivir otra vez con los musulmanes, tenemos demasiado miedo”, confesaba a este reportero Daw San Nyo, una budista arakanesa de 78 años que había huido de un pueblo del distrito de Maungdaw a Sittwe tras los ataques. “Si las fuerzas de seguridad no pueden defenderse a sí mismas, ¿cómo podrán defendernos a nosotros?,” apostillaba.

Maung Hla Tun, un arakanés de 45 años que también había huido de Maungdaw, creía que “el Gobierno debería armar a los budistas que vivimos allí, sólo así me sentiría seguro”. Inmediatamente después de los ataques, nacionalistas arakaneses pidieron que se armara a los civiles budistas de la zona. El Gobierno arakanés ha atendido sus peticiones y ha decidido crear y armar una “policía local” compuesta por voluntarios no musulmanes de Maungdaw. Cien hombres de entre 18 y 35 años comenzarán un entrenamiento de 16 semanas en Sittwe el 7 de noviembre. Con las creación de las milicias, lo que comenzó el 9 de octubre como un enfrentamiento entre un grupo de militantes y las fuerzas de seguridad, puede desembocar fácilmente en una guerra comunal entre ambas etnias en la que los rohingya tendrían todas las de perder.