He aquí la lista de los regímenes que ocultan de manera sistemática todo tipo de informaciones relacionadas con lo que pasa dentro de sus fronteras.

 

Corea del Norte

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Un soldado permanece en guardia en el lado norcoreano de la Zona Desmilitarizada que divide a las dos Coreas. UNG YEON-JE/AFP/Getty Images

El Estado archioscuro por excelencia, Corea del Norte, ha hecho del secretismo la base de su identidad y de la proyección exterior de su imagen. Pocos son los turistas extranjeros que acuden al país a ver las cosas con sus propios ojos, y los que lo hacen apenas tienen oportunidad de salir de los firmes cauces de sus guías. El manto que pesa sobre la nación impide saber cuál es el sentimiento genuino de sus ciudadanos, retratados sistemáticamente como adeptos sin fisuras al régimen. Su descontento sólo es visible en los alrededor de 25.000 desertores que han huido al extranjero.

La locura colectiva del culto al líder no tiene visos de remitir, y la verdad sobre la misma difícilmente llegarán a conocerla los norcoreanos, ya que los medios de comunicación del país están entre los más censurados del mundo (de los 179 países que componen el Índice de libertad de prensa de Reporteros sin Fronteras, Corea del Norte ocupa el puesto 178). Pero quizá lo más oscuro y secreto del país no radique en su anestesia colectiva, ni en la increíble falta de transparencia que posibilita esa sincronía masiva en la adoración al líder, ni siquiera en sus secretísimos (e hiperpoblados) gulags. Son las propias dinámicas internas del poder estatal las que más se escapan a la comprensión: las purgas, los presuntos intentos de derrocamiento y la dureza furtiva con la que éstos se reprimen (en 2013 el actual líder, Kim Jong-un, mandó ejecutar a su propio tío, junto a otros 50 miembros de su entorno).

 

Eritrea

De este país africano casi no se conoce ni su propio gusto por el secretismo. Su presidente desde la independencia en 1993, Isaias Afewerki, ha configurado un Estado de partido único con un horrendo historial en materia de derechos humanos, y gobierna un país de 5,7 millones de habitantes en el que hay unos 10.000 prisioneros políticos. Así se forja una dictadura tenebrosa y muda en la que apenas puede despuntar la crítica, puesto que los únicos medios de comunicación a los que se permite operar en el país son los estatales, mientras que el último corresponsal extranjero acreditado fue expulsado del país en 2007. Otros cauces que pudieran dar testimonio de lo que ocurre también están vedados, ya que a la Relatora Especial de la ONU para Eritrea no se le permite la entrada al país.

Tras más de treinta años de guerra, y sumergido en una paz frágil, Eritrea se enfrenta a un inmenso reto de reconstrucción y lucha contra la pobreza. Pero tal es el secretismo de sus élites, que se desconoce en qué medida se vio afectado el país por la hambruna que sacudió todo el Cuerno de África en 2011. En este empeño de secretismo y presunta emancipación, Eritrea ha mantenido desde 2005 la inédita política de no aceptar ayuda extranjera, bajo pretexto de evitar así hacerse dependiente de la asistencia exterior. Esto ha llevado a las autoridades a rechazar millones de dólares de instituciones como el Programa Mundial de Alimentos.

En este contexto, a nadie puede sorprenderle que el país no se haya abierto al turismo extranjero y que siga siendo, según la guía de viajes Lonely Planet, “una gema escondida” que guarda para sí misma tesoros tales como el mejor patrimonio de arquitectura colonial en África.

 

Guinea Ecuatorial

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A la derecha el presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, atiende a un partido de fútbol entre su país y Congo, enero 2015. CARL DE SOUZA/AFP/Getty Images

El régimen corrupto y cleptocrático de Teodoro Obiang lleva las riendas de esta micropotencia petrolera cuya inmensa riqueza se queda en muy pocas manos. Y ése es sin duda el principal y más grave secreto de las autoridades de Malabo: ¿a dónde van los ingentes ingresos de crudo del país? Según Obiang y sus acólitos, no puede darse una respuesta a esa pregunta, porque ese dato es en sí mismo un secreto de Estado. No obstante, diversas investigaciones apuntan a que buena parte de los ingresos petroleros del tercer máximo productor de crudo de África están depositados en bancos estadounidenses y son utilizados para sufragar la vida privada de las élites, mientras más del 60% de los habitantes del país viven con menos de un dólar al día.

Nadie parece saber exactamente cómo se utiliza el ingente dinero proveniente del oro negro, pero se estima que Obiang es uno de los jefes de Estado más ricos del mundo. El secretismo que impone su régimen impide constatar nada, a pesar de los aparentes esfuerzos del dictador por arrojar luz sobre su propia imagen mediante su autobiografía, en la que sí reconoce al menos un hecho claro: desde que su país descubrió sus reservas de petróleo, se le abrieron las puertas de la comunidad internacional. Estados Unidos, la Unión Europea, el FMI… los mismos que antes le condenaban al ostracismo por su autoridad dictatorial, se han vuelto más permisivos y amigables.

Pero nada de todo aquello por lo que era censurado parece haber cambiado. Los abusos de los derechos humanos y represión de la oposición están a la orden del día; Guinea Ecuatorial sigue estando entre los 12 países más corruptos del mundo, según Transparencia Internacional; la libertad de prensa está secuestrada por las autoridades y los medios estatales no pueden informar sobre asuntos extranjeros; se prohíbe con especial ahínco difundir noticias que desvelen la pobreza en la que vive buena parte de la población e incluso se paga a empresas estadounidenses para que manufacturen noticias positivas sobre el país.

 

Uzbekistán

Tanta es la opacidad que envuelve a este país centroasiático, que resulta difícil elegir los principales hitos que la ilustran. Quizás el mayor secretismo es el que envuelve a las luchas internas por el poder, o más concretamente por remplazar al que ha sido el líder de Uzbekistán desde 1990, Islam Karímov. Este gran dictador, cuyo régimen está acusado de múltiples actos de tortura, represión de la oposición, restricción de libertades o censura de los medios de comunicación, se ha mantenido en el poder a través de elecciones falseadas y un complejo sistema de clanes.

Abundan los rumores sobre movimientos subrepticios para derrocarle, incluso por parte de su hija, Gulnara Karimova. Ésta fue durante muchos años la candidata más probable para suceder a su padre y prorrogar la saga familiar, pero hace un año que fue defenestrada y acusada de corrupción, y hoy se supone que está en arresto domiciliario. Aunque nada es fácil de constatar, la teoría más probable es que la poderosa agencia de inteligencia del Estado (archirival del Ministerio del Interior) está ya moldeando el escenario post-Karímov y aupando a uno de los suyos al poder presidencial, lo que pondrá fin al clan encabezado por el actual Presidente.

El secretismo de la pugna por el poder se ve acompañado de una opacidad generalizada que contribuye a que el país figure entre los ocho más corruptos del mundo. Poco es lo que pueden hacer los medios locales por informar de lo que ocurre en el país, ya sea la pobreza, el desempleo masivo que fuerza a millones de uzbekos a emigrar, la corrupción, los gravísimos problemas medioambientales, la escasez de agua, la disparidad de riqueza entre las regiones o la cada vez más seria intención de una de éstas (Karakalpakia) por independizarse. El país carece de medios de comunicación independientes y a los periodistas extranjeros se les niegan reiteradamente los visados y acreditaciones. Así permanencen en una relativa oscuridad no sólo los enredos del poder, sino también los numerosos casos de arresto y tortura de personas críticas con el régimen, cuya mismísima existencia es silenciada por las autoridades.

 

Myanmar

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Un desplazado interno musulmán tiene escrito en su camiseta "rohingya" durante el censo que se estaba llevando a cabo en el campo de desplazados. Soe Than WIN/AFP/Getty Images

Muchos tienen la sensación de que, desde que la dictadura de Myanmar comenzó a abrir el puño, liberó a presos políticos, aprobó avances democráticos y permitió hacer política –aunque no presentarse a presidenta– a la líder opositora Aung Saan Suu Kyi, el país ha salido por fin de la oscuridad. Pero la antigua Birmania sigue estando oficialmente regida por un híbrido pseudo-dictatorial refugiado en las paredes de Naypidaw, la misma secretísima capital a la que trasladaron el Gobierno los más recalcitrantes miembros de la Junta militar. El hecho de que el Gobierno siga estando en Naypidaw es sobre todo simbólico, pero los problemas del país y los retrocesos en las libertades recientemente concedidas emergen con dificultad en medio del persistente secretismo. La censura sigue aplicándose ferozmente a los medios de comunicación, contribuyendo así a que la información sobre las guerras civiles que sacuden el país sea escasa y remota. Los dignatarios extranjeros que acuden a felicitar a las autoridades por su apertura no se aventuran en las zonas donde continúa la guerra entre las fuerzas gubernamentales y las etnias rebeldes.

Más luz se ha arrojado sobre el martirio que sufre la minoria rohingya, musulmanes sin Estado que sufren la persecución de los monjes budistas. Cuando la tensión derivada de la pésima convivencia entre unos y otros se transforma en violencia desatada, la situación emerge en los titulares de la prensa internacional. Pero se sabe mucho menos sobre la semilla cotidiana de ese conflicto religioso, y la propia Suu Kyi, a la que las democracias occidentales tienen por sacrosanta, guarda un misterioso silencio sobre esta cuestión.

Todos los intentos del país por acercarse definitivamente a la luz se topan con el laberinto de su mal encolada diversidad étnica. La sensible cuestión de dirimir la composición étnica de Myanmar se antoja imposible, puesto que las autoridades prohibieron a muchas personas hacer constar su verdadera etnia en el censo elaborado el año pasado (que al menos sirvió para saber que el país tiene casi diez millones de habitantes menos de lo que se creía). Ésta es una prueba más de que Myanmar tiene que despojarse aún de mucho secretismo y desmanes dictatoriales antes de conocerse verdaderamente a sí misma, y por supuesto antes de que el resto del mundo aspire a conocerla.

 

Bielorrusia

Para ser un líder bautizado por la órbita occidental democrática como el “último dictador de Europa”, el presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, parece disfrutar de una muy visible popularidad internacional. Hace poco que se la ha visto como anfitrión de las negociaciones de paz en Ucrania, todo un triunfo para un régimen que gana creciente legitimidad internacional sin que se sepa realmente lo que ocurre en el país ni deje por ello de ser una sociedad enormemente represiva.

La libertad de prensa es allí una quimera, y quizá por eso se ignore que es el único país de Europa en el que todavía se utiliza la pena de muerte, aunque se aplica con tal secretismo que a veces ni las familias de los condenados están informados de cuándo se lleva a cabo la ejecución. La falta de información sobre lo que ocurre bajo la mano de Lukashenko es tan absoluta que apenas se dan a conocer algunos elementos aparentemente positivos de su régimen: se supone que el país ha conseguido un importante progreso en su nivel de vida, que los bielorrusos viven ahora mejor que nunca y que no quieren que las cosas cambien. Este es al menos el mensaje oficial, pero por mucho que quisieran, los bielorrusos no tendrían tampoco la oportunidad de cambiar si estuvieran descontentos.

De forma igualmente discreta y subrepticia, la misma Europa que lleva años tratando de Lukashenko de dictador y que mantiene sanciones contra su régimen, está dispuesta ahora a avanzar en las relaciones con Bielorrusia, sin que hayan cambiado ninguno de los elementos dictatoriales por los que lo censuran. Estos acercamientos entre Bruselas y Minsk se enmarcan en el igualmente oscuro debate de cuál es realmente la estrategia central de la política exterior bielorrusa. Es cierto que Minsk se ha mostrado tradicionalmente cercana a Rusia, su principal socio, y que participa en la Unión Euroasiática promovida por el Kremlin, de donde no recibe quisquillosas lecciones democráticas. Sin embargo, se especula que si la economía rusa sigue perdiendo fuelle, Minsk podría apartarse de ella y acercarse más descaradamente a Europa, con lo que quedaría en evidencia que la alianza entre Lukashenko y Putin se basa más en la economía que en la empatía y la cercanía cultural e histórica.