Un mendigo en las calles de Nueva York, Estados Unidos. (Spencer Platt/Getty Images)

¿Cómo entienden la pobreza demócratas y republicanos? He aquí las claves que explican por qué sigue creciendo la desigualdad en Estados Unidos y el motivo por el que se perpetúa la pobreza.

Vistos desde fuera, los estadounidenses parecen terriblemente insolidarios: sanidad y educación superior para los que pueden pagarlas y muy pocas ayudas a los parados. El título del presupuesto que ha hecho público el presidente Trump, Un nuevo fundamento para la grandeza de América, puede sonar a broma, pero no lo es. Promete un aumento de nada menos que el 10% para el gasto militar y 2.600 millones de dólares (unos 2.300 millones de euros) para la seguridad de las fronteras, al mismo tiempo que hace profundos recortes en los programas que ayudan a los ciudadanos más pobres, como Medicaid, que les proporciona una asistencia sanitaria muy básica, prestaciones por discapacidad y planes de préstamos para que puedan ir a la universidad los jóvenes que no pueden costearlo.

Resulta totalmente irónico que los que más van a sufrir las repercusiones de estos recortes sean precisamente los que votaron a Trump, pero ya sabemos que la teoría de la elección racional no explica el comportamiento político, y mucho menos el voto. Los demócratas rechinan los dientes mientras se preguntan cómo es posible que una persona pobre vote por los republicanos y, en cambio, les es fácil explicar por qué lo hace alguien con dinero: porque quiere pagar menos impuestos. Si todos votáramos de forma racional, solo pensando en nuestros intereses, las campañas serían totalmente distintas. Votar sería un ejercicio intelectual de esos con los que sueñan los economistas. Pero no es así: votamos en función de nuestros valores.

Un sondeo reciente del Pew Research Center ratifica con datos algo a lo que yo llevo años dando vueltas: que los demócratas y los republicanos tienen ideas muy distintas sobre por qué hay ricos y pobres. Y ambas posturas entrañan una dosis considerable de opiniones subjetivas e influyen tremendamente en las políticas públicas.

La primera vez que me asaltó de golpe y porrazo esta reflexión fue durante una encendida discusión con mi hermano, republicano de toda la vida, que pensaba que subir los impuestos a los ricos es injusto porque trabajan mucho para ganarlo. Fue hace mucho tiempo, así que, la verdad, no recuerdo si me enfadé tanto como para llamarle ingenuo (a nuestros hermanos les decimos cosas terribles) o me limité a señalar que muchas de esas personas habían tenido grandes ventajas en su vida. Lo que sí sé es que aquello me hizo preguntarme qué piensan los republicanos de los pobres. ¿De verdad creen que son pobres solo porque no se esfuerzan lo suficiente?

Para decirlo brevemente, sí. Resulta que mi hermano estaba muy en la línea de los demás republicanos, el 66% de los cuales piensa que los ricos han conseguido su riqueza mediante el esfuerzo, mientras que solo el 21% piensa que son personas que han disfrutado de más ventajas desde el principio. La conclusión lógica es que los pobres están como están por pereza o por lo que el estudio llama “falta de esfuerzo”. El 56% de los republicanos dice que esta es la razón de que los pobres sean pobres, mientras que el 32% reconoce que existen circunstancias que ellos no controlan. En ambos aspectos, la encuesta entre los demócratas revela unos porcentajes opuestos y que atribuyen mayoritariamente la riqueza a las ventajas y la pobreza a las circunstancias.

No se puede entender la política de Estados Unidos sin entender este sentimiento, que tiene su origen en nuestras raíces puritanas. Los puritanos, además de tener un gran fervor religioso, institucionalizaron el esfuerzo e hicieron la advertencia de que “las manos ociosas las carga el diablo”. Este espíritu, conocido como la ética protestante del trabajo, está presente en toda la cultura estadounidense actual, independientemente de que una persona sea de izquierdas o de derechas. Por ejemplo, en Estados Unidos, las leyes no prevén ningún periodo obligatorio de vacaciones, y solo los más afortunados pueden tomarse dos o tres semanas al año, pero la mayoría no aprovecha ni siquiera esos pocos días. Un sondeo de NPR (la radio pública), la Robert Wood Johnson Foundation y la Harvard T.H. Chan School of Public Health muestra que aproximadamente la mitad de los estadounidenses que trabajan 50 horas o más a la semana deja sin utilizar algunos o todos sus días de vacaciones. Y, cuando los utilizan, un 30% se lleva trabajo consigo.

La tendencia a trabajar demasiado está muy generalizada entre los estadounidenses y deriva del miedo a perderse algo importante o, peor aún, a que no nos echen de menos. Sin embargo, culpar a los pobres de su propia pobreza, como dije antes, es algo que hacen solo los republicanos, que por eso no apoyan ningún tipo de ayudas públicas ni prestaciones sociales universales. Muchos demócratas se limitan a decir que los republicanos son insolidarios y no tienen escrúpulos, pero les valdría más comprender los razonamientos conservadores y, a partir de esa opinión de que los pobres no se esfuerzan lo suficiente, hablar de justicia. Los republicanos preguntan: ¿Por qué debemos pagar a personas que no se esfuerzan todo lo que deberían? Es una pregunta que pone sobre la mesa los principios y con la que nos identificamos casi todos los que, en un momento u otro, hemos tenido la sensación de que alguien estaba aprovechándose de algo por lo que no había trabajado verdaderamente.

Ese fue el origen de las protestas del Tea Party en 2010, el rechazo a pagar por unas personas que se habían hundido hasta las cejas con sus hipotecas, además de la idea de que el Obamacare venía a ser parecido, dar dinero a otros que no estaban haciendo todo lo que podían. Todos oímos en 2012 los gritos de “Que se mueran” durante un debate entre los republicanos sobre la gente que no tenía seguro. En una ocasión, un amigo republicano me dijo gruñendo, que, si la gente quería tener una sanidad, “debería buscarse mejores puestos de trabajo”.

Un argumento similar pero que quizá resuena más entre la gente de izquierdas es el relativo a los fumadores. Si ellos toman la decisión de fumar, ¿por qué voy a subvencionar su sanidad, que tiene mayores costes, o el precio de limpiar todas las colillas que arrojan sin cuidado en la calle? Pero el elemento fundamental es el de la capacidad de decidir. Fumar o no fumar es voluntario. Ahora bien, ¿se elige ser —o seguir siendo— pobre? Esa es la diferencia.

El Sueño Americano es la historia de alguien que parte de unos principios humildes para llegar a lo más alto. Si vemos nuestro cine, leemos nuestros libros o seguimos nuestras campañas políticas, veremos ese relato una y otra vez. Un relato que tal vez correspondía a la realidad en otro tiempo, sobre todo a mediados del siglo XX, pero ya no tanto. Las cifras de la desigualdad no parecen impresionar a los conservadores porque, para ellos, no muestran más que las consecuencias del esfuerzo y la pereza. Los datos sobre movilidad social les preocupan más, porque derivan el debate hacia el argumento de que “el sistema está amañado en tu contra” que utilizan Donald Trump y Bernie Sanders.

La disminución de las cifras de movilidad social en Estados Unidos durante el último medio siglo es sobrecogedora; más del 70% según un estudio publicado en diciembre de 2016 por un equipo de economistas de Harvard, Stanford y UC Berkeley. Es importante indicar que el estudio se basa en datos de panel, y revela que, mientras que los niños nacidos en los 40 del siglo pasado tenían un 90% de posibilidades de ganar más que sus padres a los 30 años, los nacidos en los 80 no tenían más que un 50% de posibilidades. Su conclusión es que los índices de crecimiento del PIB no bastan por sí solos para restablecer la movilidad social, sino que es necesario también que aumenten las rentas en todos los segmentos, y no solo en los que más ganan, que son los únicos que han progresado.

Sin embargo, cualquier mención de las desigualdades y sus soluciones enardece a los republicanos y suscita acusaciones de “redistribución de las rentas”, la bestia negra de los verdaderos creyentes en el libre mercado. La campaña populista de Trump hizo hincapié en que era alguien que venía de fuera del sistema y atrajo, sobre todo, a los que más han salido perdiendo con la innovación tecnológica y la globalización: personas, en general, de un bajo nivel educativo y trabajos mal remunerados que, en muchos casos, han desaparecido debido a la tecnología o se han deslocalizado a otros países. Después de ganar las primarias de Nevada, Trump declaró: “Me encanta la gente con poca educación”.

Pero, a pesar de esa declaración de amor, ni el muro de Trump, ni el abandono del Tratado Transpacífico, ni la renegociación del NAFTA van a ayudar a esa gente. Ni mucho menos su presupuesto, que se basa en la expectativa de un improbable crecimiento económico del 3%. Con sus ventajas fiscales para los ricos y los subsiguientes recortes en educación y prestaciones sociales, este presupuesto no es más que un paso más en un círculo vicioso que facilita una pobreza cada vez más arraigada.

Si bien la situación de Estados Unidos es un caso extremo que deriva, en gran parte, de su historia y su cultura, la enorme diferencia de opiniones sobre las causas de la riqueza y la pobreza es universal. Existen argumentos económicos contra la desigualdad que ya han presentado, y muy bien, diversos economistas, y eso se lo dejo a ellos. En cambio, la política es un proceso complicado, emocional y basado en principios y, si queremos cambiar las cosas en favor de los pobres, vamos a tener que presentar mejores argumentos a los votantes de centro y de derechas, unos argumentos que apelen a sus principios, en particular el de justicia.

Un buen punto de partida sería utilizar mejor los medios de comunicación para contar qué es lo que pone en marcha el ciclo de la pobreza e impide que la gente salga de él. Muchos de los que proclamamos nuestra preocupación por los pobres, en realidad, sabemos muy poco de la pobreza.

La izquierda acusa a la derecha de crueldad y la derecha acusa a la izquierda de hipocresía. Las cifras son útiles para los teóricos y los analistas políticos, pero no despiertan empatía; por el contrario, la historia de un individuo, bien narrada, nos pone temporalmente en su lugar y saca a la luz la humanidad que todos tenemos en común.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia